Aún leo revistas, no por anticuada , también utilizó la tableta para leer noticias, es solo qué hay ciertas costumbres difíciles de romper.
Las tardes del domingo las dedico a eso, leer revistas , nuevas y viejas, a Ricardo, mi ex esposo, siempre le pareció un sinsentido así que se marchaba desde temprano a “jugar golf” y luego al dominó, de cualquier forma es algo que siempre disfruté hacer sola, la cosa era que casi todo lo hacía así. Los primeros años fueron como pensaba que debían ser, trabajabamos mucho, discutíamos todo el tiempo por cuando era el mejor momento para tener hijos, después llegaron y cuando me di cuenta ya vivía con un extraño, un completo desconocido que había mantenido la mitad de nuestro matrimonio otra vida, otra casa, otros hijos, otra mujer.
Vaya que no lo esperaba pero la vida da vueltas y de pronto todo cambia de maneras inesperadas, y es que después de casi cuatro décadas de matrimonio nunca creí estar soltera otra vez a los 72 años, ni mucho menos encontrar de nuevo el amor en medio de una pandemia a mis 74.
Cuando terminé con Ricardo vendí la casa y me mudé a un pequeño departamento en un edificio cerca de la clínica en la que trabajo, ya no tenía caso seguir en aquel lugar donde en cada esquina había una historia que ahora parecía ficción, deje atrás todo lo que ya no necesitaba , y me mudé con mi perra Muffin, ropa y un par de cajas de revistas que con cuidado seleccioné.
Habían pasado apenas seis meses cuando inició la cuarentena debido al covid, apenas me había instalado, no había tenido la oportunidad de conocer más que al portero del edificio y al corredor de bienes raíces con quien hice el trato. Sin embargo, los vecinos abrieron un grupo de WhatsApp para estar en comunicación y organizarnos para los pedidos del súper mercado, controlar los accesos y el uso de las áreas en común. Aprovechaba temprano por la mañana para salir con Muffin algunos minutos y esa era mi mayor interacción con el mundo exterior, mientras en el grupo intercambiábamos noticias, tips, recetas , series , películas y fotos de nuestras creaciones, mi hija dice que era el Instagram de los señores, así bien comenzamos a conocernos un poco mejor.
Estaba Rodolfo, maestro retirado que seguía estudiando posgrados y tenía sus paredes llenas de libros, después Martín y Lorena recién casados y amantes de los animales, Lucía que nos compartía al menos una vez a la semana panque de plátano y galletas de azúcar, Paquita y Mary ambas terapeutas holísticas, Don Luis que vivía abajo y era nuestro portero y Joaquín; un médico viudo y encantador que también tiene un perro; Venancio. Conforme el encierro se alargó, también mis charlas con Joaquín, conversábamos al inicio en el chat del grupo, después en uno privado y no tardamos mucho en convertirlo en videollamadas que duraban hasta que había que conectar el teléfono celular. A pesar de que estábamos solo a unos metros de distancia no nos habíamos visto en persona, pero hablábamos todo el día, algunas veces él me dejaba algún libro o poema corto en la puerta , otras yo le pasaba alguna de mis revistas favoritas para después discutir su contenido por horas. Cuando fallaba la conexión o se saturaba el servicio era terrible, se había convertido en parte de mi vida, tanto que , un par de meses después cuando por fin pudimos salir de nuevo y había mayor información sobre la transmisión del virus y los contagios lo primero que hicimos fue encontrarnos en el pequeño patio del área común, él de un lado y yo del otro, mirando con algo de recelo a Muffin y Venancio que podían acercarse entre sí , olerse y tocarse. Con cubrebocas compartimos varias tardes hasta que, de la sana distancia pasamos a las noches compartidas y no mucho después a pasar los domingos leyendo lado a lado, en silencio pero juntos. Y ahora, ahora esto: nos comprometimos en febrero.