

Ingresé en Newsweek en Español hace catorce años, el 1 de diciembre de 2011, unas pocas semanas después de padecer los estragos emocionales de un divorcio. De modo que, desde el inicio, esta revista fue no solo un salvavidas profesional, sino incluso anímico.
En este medio fui de todo: corrector de estilo, editor, coordinador editorial, agente de relaciones públicas, director y, siempre, reportero. Nunca imaginé cómo se vería el final de este camino. Pensé que después de tantos reportajes, entrevistas, cierres de edición y centenas de artículos escritos sabría exactamente qué decir. Pero no: lo que tengo ahora no es un discurso, sino un manojo de lecciones vacilantes que fui recogiendo sin darme cuenta. Y quizás eso es lo único que vale la pena dejar por escrito.
Las historias con verdadero peso suelen empezar con un nudo en el estómago. Ese cosquilleo que anima a seguir jalándole la cola a la rata es, con frecuencia, la señal más clara de por dónde seguir. La incomodidad rompe la complacencia y enciende la curiosidad; creo que ahí empieza el periodismo.
Nadie entrega la totalidad de su verdad en la primera conversación; lo habitual es soltar algo, pero moderadamente. Las fuentes tantean, recuerdan a medias, acomodan; sin embargo, con paciencia y contexto la historia cambia de forma. Y a veces se revela muy diferente de la manera en que se contó al inicio.
Sostener un silencio incómodo es más arduo que formular la mejor pregunta. En esas pausas del entrevistado se filtran gestos, dudas, incoherencias y confesiones que no cabrían en una frase textual, por ello escuchar es renunciar al guion mental y estar dispuesto a que la historia dé un giro inesperado.
No se posee objetividad: se busca. Es un ejercicio perpetuo de acercarse, alejarse, corregirse, dudar. Esa duda no debilita el trabajo, pero sí lo hace más honesto. Miguel Ángel Granados Chapa decía que el periodista no es objetivo porque no es un objeto; más bien, es subjetivo porque es un sujeto. En otras palabras, la objetividad plena no existe, pero la intención rigurosa, sí.
Hay historias que se esconden cuando se les persigue con ansiedad. Mientras, las más impresionantes aparecen en el metro, en el tianguis, en el camión que recorre las periferias de las ciudades. Son rendijas que solo se perciben cuando se abandona el auto, se recorren las calles a pie, se afloja la prisa y se afila la capacidad de mirar.
Se cree —un poco a ciegas— que el entrevistado compartirá algo honesto, original o exclusivo, incluso si lo hace a su manera: fragmentado, contradictorio, difícil de comprender. Pero no siempre sucede así. Lo que resta es tener la voluntad de acercarse lo suficiente para que la fuente abra una puerta que mantiene cerrada.
Ese momento en que el cursor está sobre el botón de “Enviar” y el estómago se retuerce es parte del oficio periodístico. El día que deje de percibirse esa sensación es porque quizá la historia narrada que acaba de enviarse dejó de importar. El miedo, en dosis justas, es un recordatorio de responsabilidad. Lo mismo aplica para las entrevistas.
Un incidente aparentemente insignificante puede revelar un país entero si se observa con la lupa correcta. La relevancia no la marca el tamaño del suceso, sino la mirada que lo examina. Desde luego, para lograrlo se debe tener un olfato muy bien entrenado.
Muchos textos nacen cuando la energía ya se agotó, pues se escriben a medianoche. Y, aun así, en esa fatiga aparece una claridad cruda, sin adornos, que afina la prosa. En otras palabras, el cansancio no solo pesa, sino que también pule. Desde luego, siempre es recomendable darle una segunda revisada a la mañana siguiente con ojos frescos.
Las fuentes regresan no siempre para aportar algo nuevo, sino para revisar su propia memoria, justificar silencios o corregir versiones antiguas. La verdad también envejece, se desplaza y se deforma, la ventaja es que el reportero aprende a convivir con esa movilidad.
Por más que uno investigue, siempre falta un matiz, un dato, una voz. Esa carencia, lógica en el periodismo, desespera, pero también es el motor que impulsa a seguir escribiendo. Si una historia estuviera cerrada del todo, este oficio sería innecesario.
Hay escenas que se quedan adheridas en la piel: testimonios, silencios, ausencias. En esos momentos el periodismo deja de ser solo un trabajo y se convierte en responsabilidad, aunque sea con unas cuantas líneas o desde la trinchera más humilde.
No existe un manual para dejar atrás una historia, una redacción o a los colegas que te acompañaron durante jornadas interminables. Tampoco para despedirse de la versión de uno mismo que vivió aquí todos estos años. Los adioses en este oficio siempre son artesanales.
Los cargos pasan, las revistas cambian, los textos periodísticos se pierden entre millones de páginas. Lo único que permanece —si se tuvo fortuna— es el pacto silencioso con el lector que nos favoreció con su preferencia. Si alguna vez merecí esa confianza, aunque fuera por un instante, puedo decir que estos catorce años han valido la pena. N