La misión del Ejército estadounidense es proteger a los ciudadanos y soldados de ese país, no envenenarlos.
La antigua vía férrea, convertida ahora en un sendero para andar en bicicleta y practicar jogging, serpentea por el bosque que separa a Camp Lejeune de la Autopista 24, que comunica a los miles de marinos estacionados aquí con barberías baratas que les hacen sus cortes de tipo militar por solo US$5, tiendas de mobiliario para las muchas familias jóvenes de la base, un par de armerías, algunos bares y el indispensable club nocturno. Ninguno de estos trillados elementos de la cultura estadounidense puede verse ni remotamente desde el verde sendero. Los árboles atestan el sendero silvestre como si fueran niños demasiado entusiastas en un desfile del Cuatro de Julio, con sus ramas que sobresalen entre la cerca de alambre de púas de la base. Es posible oír muchos más pájaros carpinteros y tordos que helicópteros Osprey. Si una persona pasa suficiente tiempo en esta exuberante área verde o en las dunas de la cercana playa de Onslow, podría olvidar que el Camp Lejeune puede ser, como dijo alguna vez Dan Rather, “El peor ejemplo de la contaminación del agua jamás visto en este país”.
El Camp Lejeune, ubicado en Jacksonville, Carolina del Norte, es una paradoja tóxica, un sitio donde jóvenes hombres y mujeres fueron envenenados mientras servían a su nación. Prometieron defender esta tierra, y la tierra los enfermó. Y hay cientos de Camps Lejeunes en todo el país, sitios militares contaminados con toda clase de contaminantes que van desde cementerios de armas químicas hasta vastos depósitos de gasolina en los mantos freáticos. Los soldados saben que podrían ser derribados por la bala de un francotirador en Bagdad o por una bomba colocada al lado del camino en las hondonadas de Afganistán. Quizás hasta esperen acabar así. Pero los carcinógenos transmisibles a través del agua no son un enemigo contra el cual estén preparados.
Ese enemigo tóxico es mucho más habitual de lo que muchos estadounidenses sospechan, además de que su cura es mucho más difícil. El hecho de que el Departamento de Defensa es el peor contaminador del mundo es un estribillo repetido a menudo por los ambientalistas, quienes, como cabría imaginar, se quejan desde hace mucho tiempo del complejo de la industria militar. Pero dejando de lado la política, los ecologistas tienen un argumento convincente. Si analizamos los números, como yo lo he hecho, veremos que el Pentágono empieza a hacer que Koch Industries parezca una granja orgánica.
Tomando solamente en cuenta su tamaño, el Departamento de Defensa hace que la huella ecológica de cualquier corporación parezca minúscula: 4127 instalaciones extendidas en 19 millones de acres de tierra estadounidense. Maureen Sullivan, que encabeza los programas ambientales del Pentágono, me dijo que su oficina debe lidiar con 39 000 sitios contaminados (para ser justos, una sola base puede tener varios de estos sitios, algunos de ellos tan pequeños como un solo edificio).
Camp Lejeune es uno de los 141 sitios Superfund (programa del gobierno estadounidense dedicado a limpiar o mejorar los sitios que contienen desechos tóxicos) del Departamento de Defensa; esto equivale a aproximadamente 10 por ciento de todos los sitios Superfund, superando fácilmente a cualquier otro contaminador. Y si ampliamos la definición para abarcar no solo a las instalaciones exclusivas del Pentágono, entonces unos 900 de los cerca de 1200 sitios Superfund de Estados Unidos son “instalaciones militares abandonadas o en las que se produjeron materiales y productos para satisfacer o apoyar de alguna otra forma las necesidades militares”, de acuerdo con un panel presidencial sobre el cáncer.
“Casi todos los sitios militares ubicados en este país están seriamente contaminados”, declaró John D. Dingell, un congresista de Michigan a punto de retirarse, quien combatió en la Segunda Guerra Mundial. “Lejeune es uno de tantos”.
Estos sitios militares conforman una especie de archipiélago tóxico en todo el territorio: la Base Aérea de Kelly en Texas, donde se afirma que la Fuerza Aérea vertió tricloroetileno (TCE) en la tierra; una parte de este terreno es conocido por sus habitantes como “el triángulo tóxico” en la parte sur del centro de Texas; la Base Aérea de McClellan cerca de Sacramento, California, que incluye no solo fugas de combustible y de disolventes industriales, sino también desechos radiactivos; el Depósito Químico de Umatilla en las planicies del norte de Oregón, donde se almacenaron gas mostaza y gas nervioso VX; el Arsenal de Rocky Mountain, que alguna vez fue un almacén de gas sarín, y que está ubicado al norte de Denver; la Reserva Militar de Massachusetts en Cape Cod, envenenada con explosivos y perclorato, que es un componente del combustible para cohetes y que está convirtiéndose en uno de los principales agentes contaminantes del Pentágono. Sin embargo, dado que los abusos y las traiciones de Camp Lejeune son más flagrantes, se ha convertido en un caso emblemático para demostrar si el Ejército puede defender el territorio estadounidense sin arruinarlo.
Para aquellas personas que sufrieron en Camp Lejeune, se ha revelado una incómoda verdad sobre el ejército estadounidense, una verdad que ninguna compensación o autoflagelación puede superar. “Nunca recomendaría a nadie que se incorporara a la Infantería de Marina”, señala el excabo de la Marina Peter Devereaux, quien tiene buenas razones para pensar que su cáncer de mama es resultado de beber el agua contaminada de Camp Lejeune. La Infantería de Marina “es como una mafia”.
Cuando estaba a punto de terminar de escribir este artículo, uno de los activistas de Camp Lejeune con los que había hablado me mandó un breve y triste correo electrónico. “Adiós a nuestro ambiente”, decía en su nota, añadiendo un vínculo a un fallo de la Suprema Corte que fue publicado aquella mañana, el 9 de junio. El caso, conocido como CTS Corporation v. Waldburger, llevó a cuestionar por cuánto tiempo los acusados en Carolina del Norte debían demandar a la industria por sufrir enfermedades o la muerte por causa de la contaminación. Al dictaminar a favor de CTS, que es la empresa contaminadora, los jueces de la Suprema Corte complicaron, de manera indirecta pero innegable, los esfuerzos de las personas que buscaban una compensación por parte de Camp Lejeune. La lucha, que siempre ha sido difícil, de repente se volvió más dura.
Muerte por etil-metilo
Entre las personas que nunca volverán a sentirse encantadas por el bucólico entorno de playa de Camp Lejeune se encuentra Jerry Ensminger, que vive actualmente en la cercana población de White Lake, Carolina del Norte. Ensminger se unió a la Infantería de Marina durante la Guerra de Vietnam, durante la cual su hermano resultó herido. Después de pasar una temporada en Okinawa, fue destinado a Camp Lejeune en 1973. Él y su esposa vivieron en un complejo de viviendas en el extremo norte de la base. Su segunda hija, Janey, nació en 1976. Las fotografías muestran a una linda niña con flequillo y mejillas rosadas como manzanas. En una de ellas, aprieta los dientes y muestra orgullosamente unos bíceps inexistentes, en lo que parece una imitación de su padre, aquel sargento que realizaba arduos entrenamientos físicos.
Pero no hubo más imágenes felices. A los seis años de edad a Janey le diagnosticaron leucemia. En las fotografías posteriores, su pelo luce extremadamente corto. Los depósitos de grasa producidos por los tratamientos abultan su cuerpo. Uno puede darse cuenta de que ella conoce cosas que ningún niño debería conocer. El 24 de septiembre de 1985, Janey Ensminger murió. Tenía nueve años.
Hubo muchas Janeys en Lejeune, y algunas ni siquiera lograron sobrevivir a su primer año de vida. Como escribe Mike Magner en A Trust Betrayed (Confianza traicionada), su libro magistralmente minucioso sobre Camp Lejeune, en la base se produjo una espantosa serie de abortos espontáneos, mortinatos y muertes postnatales inexplicables, especialmente durante las décadas de 1960 y 1970: Christopher Townsend, muerto a los tres meses de edad debido a toda una legión de padecimientos; Michelle McLaughlin, muerta en el parto; Eileen Marie Stasiak, muerta en el útero. Ricky Gagnoni, que vivió apenas un mes, empezó a sangrar de la boca mientras su madre lo alimentaba y murió al día siguiente. Tantos bebés murieron en Camp Lejeune que un cementerio cercano tiene una sección que los padres dolientes bautizaron como “El cielo de los bebés [1] [2]”.
Sin encontrar ninguna otra respuesta, los dolientes padres dirigieron el arma cargada de la culpabilidad contra ellos mismos. “Me culpe a mí misma durante años”, testificó más tarde una madre llamada Mary Freshwater. “Me odiaba, odiaba mi cuerpo porque pensaba que le había fallado a mis hijos”. De pie en un podio, sin poder esconder sus lágrimas, o quizás sin querer hacerlo, sostenía entre sus manos el pijama que su bebé vestía cuando murió. Nunca lavó el vómito que había dejado en la prenda. Dijo que después de su muerte, los oficiales de la base la instaron a ella y a su marido a que lo intentaran de nuevo. Lo hicieron. Y su siguiente hijo también murió.
“Tengo dos tumbas en el Onslow Memorial Park”,dijo Freshwater
Las personas cuyos hijos están enterrados en el Cielo de los Bebés saben que, ya desde 1981, se les indicó a los oficiales de la base que los millones de galones de agua potable consumidos diariamente por los cerca de 100 000 residentes de la base estaban llenos de lo que los toxicólogos conocen como “muerte por etil-metilo”, el nombre informal de distintos agentes carcinógenos conocidos. Pero el primer grupo de pozos de agua subterránea no fue cerrado sino hasta el otoño de 1984 y el invierno 1985. La base se convirtió en un sitio Superfund en 1989, pero hasta la fecha se desconoce la escala real de la contaminación del campamento. Puede culparse de ello a un deficiente sistema de registros, al obstruccionismo, a la arrogancia o a la simple ignorancia. El Organismo de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) ni siquiera está seguro de cuántas personas han sido envenenadas por el agua de Camp Lejeune, aunque los cálculos indican que dicha agua fue consumida por no menos de un millón de personas.
El número de personas como Ensminger que merecen una compensación financiera por su pérdida es la cuestión más complicada de todas: el sufrimiento exige una compensación monetaria y, al mismo tiempo, se resiste a un cálculo tan grotesco. Ensminger es una de las cerca de 3500 personas que participan en el litigio contra el Departamento de Defensa. Pensaban que la Infantería de Marina, que declara orgullosamente no dejar a ningún hombre atrás, se haría cargo de sus errores. Cuando presionaron a dicha organización para que revelara lo que sabía sobre el agua potable de Lejeune, y desde cuándo lo sabía, pensaron que el lema Semper Fidelis (“Siempre fiel”) era más que un simple argumento de ventas.
Ahora saben que no es así
Kevin Shipp también lo sabe. Como agente de la Agencia Central de Inteligencia, fue asignado a Camp Stanley, un sitio del Ejército cerca de la excesivamente contaminada Base de la Fuerza Aérea de Kelly en San Antonio. (Durante nuestra conversación, Shipp no reveló exactamente dónde estaba asignado en esos momentos, ni cuál era su trabajo en el sitio, aunque otras fuentes habían identificado antes ambos elementos.) Shipp y su familia vivieron en la base, que supuestamente es una instalación secreta de almacenamiento de armas, durante dos años a partir de junio de 1999.
A diferencia de los confiados residentes de Camp Lejeune, los Shipp se dieron cuenta rápidamente de que algo estaba mal. Uno de sus hijos declaró al New York Times, “La casa a la que nuestra familia se mudó estaba plantada encima de un lote de municiones enterradas. Una vez, mi hermano menor y yo desenterramos una granada de gas mostaza”. Su casa también estaba invadida por el moho, que los hacía enfermar. “Mis hijos tenían hemorragias nasales, vomitaban, sufrían fuertes dolores de cabeza y extraños sarpullidos en las áreas expuestas de su piel”, escribió Shipp después. “Mi esposa cayó en cama con dolores de cabeza tan fuertes que le tuvieron que administrar morfina… Empecé a sufrir ardor en mis pulmones….y estaba perdiendo la memoria a corto plazo”.
En 2002, Shipp dejó la CIA y demandó a su empleador por ponerlo en una casa invadida por el moho. Al final, el caso fue desestimado con base en el Privilegio de Secretos de Estado.
Mientras hablábamos, Shipp, que vive actualmente en Jacksonville, Florida, describió a Camp Stanley como “un caos tóxico”. No solo está lleno de viejas municiones, sino que su agua ha sido contaminada en un modo sorprendentemente similar al de Camp Lejeune.
“Francamente”, me dijo Shipp, “no les importa nada”.
Varones con cicatrices de mastectomía
Camp Lejeune, construido en 1941, tiene una superficie de 386 kilómetros cuadrados, lo que lo convierte en la base de la Infantería de Marina más grande al este del río Misisipi, y la segunda más grande de la nación después de Camp Pendleton, cerca de San Diego. Situado en la boca pantanosa del New River, es un terreno de entrenamiento ideal para el tipo de incursiones anfibias que son el medio predilecto de los infantes de marina para integrarse a la danza de guerra. Desde aquí, los infantes de marina se embarcaron al escenario del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, así como a Corea y a Vietnam. Los infantes de marina que murieron en los bombardeos terroristas contra unos barracones en Beirut en 1983 también habían salido de Lejeune; existe un monumento para ellos en un campo arbolado en un extremo del campamento.
En la década anterior a la concepción de Camp Lejeune, la industria química vio el advenimiento de los “disolventes de seguridad”, el TCE y el tetracloroetileno (PCE). Se trataba de limpiadores químicos del grupo de los organoclorados: el TCE era un desengrasante para maquinaria; el PCE se utilizaba para el lavado en seco.
Una base militar está plagada de máquinas. Esto parece obvio, pero es muy sorprendente cuando uno ve todos esos tanques, aviones y vehículos anfibios que parecen perfectamente preparados para el combate, incluso en una húmeda tarde de Carolina del Norte, cuando las guerras en el extranjero parecen desarrollarse en otra galaxia. Parte de ese estado de preparación es la limpieza, que el mecánico militar promedio habría logrado, hasta hace muy poco, lavando con TCE las partes cubiertas de grasa.
En 2004, un exinfante de marina llamado José Paliotti decidió limpiar su conciencia. Estaba a punto de morir de cáncer, y sospechaba que Camp Lejeune tenía algo que ver con eso. Había trabajado en la base durante 16 años. “Íbamos allí y solíamos tirar de todo: DDT, líquido de limpieza, baterías, transformadores, vehículos”, declaró a su estación de televisión local. “Sabía que tarde o temprano algo iba a ocurrir”. Varios días después, Paliotti murió.
La limpieza de las prendas de vestir podría parecer un tema más inofensivo, pero eso es solo porque la mayoría de las personas no tienen una idea de cómo funciona una empresa de limpieza en seco. Usted entrega su ropa y se la devuelven inmaculada. ¡Magia! Resulta que los químicos que se usan para limpiar una camisa son casi tan cancerígenos como los que se utilizan para limpiar un motor de avión.
Uno de los lugares en Camp Lejeune donde se encargaban de limpiar los uniformes era la ABC One Hour Cleaners, situada a unas cuantos metros de los límites de la base. Las tintorerías, que comenzaron a funcionar en 1964 y dejaron de proporcionar servicios de limpieza in situ en 2005, no hacían nada diferente de lo que hacían miles de tintorerías más en Estados Unidos: utilizaban PCE como disolvente limpiador. Parte de los residuos de PCE se utilizaban para rellenar baches, mientras que gran parte de los desechos líquidos terminaban en el suelo, exactamente de la misma forma que el TCE, que se utilizaba para limpiar máquinas al otro lado de la calle, detrás del alambre de púas.
El TCE y el PCE se filtraban por la tierra arenosa de Camp Lejeune hasta llegar al manto acuífero poco profundo de Castle Hayne, del que la base extrae su agua. El benceno de la granja de combustible de Point Hadnot también fluía hacia la tierra. El benceno, que es un componente de la gasolina, es un hidrocarburo aromático. Esto no quiere decir que sea agradablemente acre. En lugar de ello, este adjetivo, aparentemente atractivo, se refiere al sólido entramado de carbono-hidrógeno del compuesto. Al igual que otros hidrocarburos aromáticos, el benceno es un carcinógeno que entra fácilmente en el cuerpo.
En un informe de Associated Press se encontró que “ya desde la primavera de 1988, los tanques subterráneos de Hadnot Point filtraban aproximadamente 1500 galones de combustible al mes, un total de más de 1.1 millones de galones, de acuerdo con algunos cálculos aproximados”. Al final, el combustible filtrado formó una capa subterránea de 15 pies de profundidad, una banda cancerígena que esencialmente cubría el manto acuífero del que se extraía el agua potable.
Entre las personas que bebían esa agua estaba Mike Partain, quien nació en la base. Su padre era un infante de marina, igual que su abuelo. Vivió en el mismo complejo de viviendas donde los Ensmingers concibieron a su hija Janey. Se incorporó a la Marina, pero fue dado de baja debido a un sarpullido debilitante que le atacó en todo el cuerpo sin ninguna explicación. Al final, Partain terminó en Tallahassee, Florida, donde fue profesor y, después, ajustador de seguros.
Siendo en ese entonces un hombre casado con cuatro hijos, Partain tuvo una buena salud hasta cumplir los 39 años. (Está divorciado desde entonces; “Mi matrimonio no sobrevivió a Lejeune”, me dijo). Las toxinas, al igual que las células terroristas en espera, son pacientes. Como escribió posteriormente en el sitio web de Semper Fi, un documental sobre Camp Lejeune, en abril de 2007, “Mi esposa me abrazó una noche antes de ir a la cama. Cuando lo hizo, su mano encontró una curiosa protuberancia situada encima de mi tetilla derecha. No tenía ningún dolor, pero se sentía muy raro”. Partain se practicó estudios, que revelaron un diagnóstico casi increíble: cáncer de mama.
El cáncer de mama en los varones es muy infrecuente en la población en general, especialmente para alguien como Partain que no tiene antecedentes de la enfermedad en su familia. De acuerdo con el Organismo para el Registro de Sustancias Tóxicas y Enfermedades, solo unas 7 de cada 1000 víctimas de cáncer de mama son hombres. Sin embargo, resultó que muchos otros hombres que habían vivido en Camp Lejeune habían contraído cáncer de mama: Partain me dijo que había oído hablar de 85 víctimas. Varios de estos hombres mayores, mostrando cicatrices de mastectomía, posaron para un calendario en 2011.
Las coincidencias ocurren, incluso en la epidemiología del cáncer. Lo que para algunos podría parecer una causalidad obvia, para otros no es más que el destino cruel, pero la infrecuencia global de la enfermedad, combinada con su alta frecuencia relativa entre los varones de Camp Lejeune, así como los otros padecimientos que atormentaron a aquellos que vivieron en la base, dejaban claro que existía una conexión. “Esto tiene todas las características de un núcleo de cáncer de mama en varones”, señaló en esa época el famoso epidemiólogo Richard Clapp. De hecho, actualmente se piensa que Camp Lejeune es el mayor núcleo existente que se conoce de la variante masculina de esa enfermedad.
“Tanta audacia”
La ley de Superfund, aprobada en 1980, no fue aplicable en instalaciones federales sino hasta 1986. En cuanto fue expuesto al litigio, el Departamento de Defensa ya no pudo desestimar al movimiento ambientalista como una simple molestia izquierdista. El Organismo de Protección Ambiental tuvo un mejor desempeño durante el régimen del autodenominado “presidente ecologista”, George H.W. Bush, que el que tuvo con Ronald Reagan. La presidencia de Clinton pareció envalentonar a los reguladores, incluso cuando el demócrata centrista permitió que el impuesto de Superfund a la industria expirara en 1995. Sin embargo, la presidencia de George W. Bush resultó ser un anhelado indulto para los contaminadores, pues el aspirante texano inundó rápidamente al Organismo de Protección Ambiental con sus amigos de la industria.
Los ataques del 11/9 fueron una oportunidad especialmente adecuada para que el Pentágono reaccionara ante la vigilancia implementada en 1986. Con el EPA debilitado por la Casa Blanca y el país herido y con un ánimo belicoso, el Pentágono pidió en 2003 pasar por alto la contaminación. El Departamento de Defensa pensaba que a los estadounidenses les atemorizaban mucho más los terroristas que los contaminadores. “La forma en que se aplican ciertas leyes ambientales dificulta seriamente nuestras oportunidades de entrenamiento militar”, escribió el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld en una carta enviada en abril de 2003 a Christine Todd Whitman, directora del EPA.
Los oficiales militares no previeron la resistencia con la que tropezarían en Capitol Hill. Quizás el crítico más vociferante de las exenciones fue Dingell. “En ningún lugar un solo conjunto de propuestas legislativas ha tenido tanta audacia y tan pocos méritos”, rugió el viejo legislador durante una audiencia. “Quiero señalar que la tarea del Departamento de Defensa es defender a la nación, no envenenarla”.
A pesar de tener de su lado a una Casa Blanca amigable con la industria, el Pentágono no logró obtener las exenciones a las leyes ambientales. Igualmente importante fue el hecho de que su actitud haya atraído la atención de Estados Unidos hacia el problema de la contaminación militar, con lo que Camp Lejeune se convirtió en un ejemplo de lo que podía ocurrir cuando se permitía que el Departamento de Defensa se autosupervisara.
Sullivan, la principal oficial del Pentágono encargada de temas ambientales, dijo que limpiar toda la contaminación del Pentágono costaría US$27 mil millones a los contribuyentes estadounidenses. Sin embargo, se muestra optimista sobre los desafíos que enfrenta, señalando que el Departamento de Defensa ha hecho todo lo posible para cumplir con las nuevas reglas. En su opinión, sus fallas fueron resultado de una amplia ignorancia sobre el peligro de ciertos químicos, la cual no se limitaba al Pentágono. “Todos crecimos al mismo tiempo”, me dijo.
Otras personas se muestran escépticas acerca de los esfuerzos del Pentágono para convertirse en un organismo más limpio. En un informe de la religiosamente neutral Oficina de Rendición de Cuentas Gubernamental de Estados Unidos (GAO, por sus siglas en inglés) se consideró que la tarea de limpiar miles de bases militares y otras instalaciones a través del país era “desalentadora”. El organismo llegó a la conclusión de que “Identificar e investigar estos peligros tomará décadas, y la limpieza a fondo costará miles de millones de dólares”. La GAO también ha descubierto que los reguladores carecen de instrumentos suficientes para hacer que el Pentágono limpie sus muchos desórdenes.
“Un World Trade Center en cámara lenta”
Actualmente, Camp Lejeune es una ordenada base de edificios de ladrillo rojo y tupidos bosques de pinos. Ocasionalmente, uno puede apreciar vistas del New River, que se abre hasta convertirse en una bahía que semeja un tazón azul. Los infantes de marina pueden alquilar cabañas sobre una playa que recuerda las extensiones vírgenes de Cape Cod. La base es hogar de una rara variedad de pájaro carpintero y de la Dionaea, una especie de planta carnívora. El sitio parece común y corriente, e incluso bonito en algunas partes, si uno puede soportar el extenuante calor del sur. Es como un cuerpo cuyas heridas han sanado, aunque las cicatrices todavía son visibles si uno sabe dónde mirar: los postes amarillos de los pozos de observación, lotes vacíos detrás de vallas de alambre de púas, huertas debajo de las cuales se esconden vertederos de desechos. Pero la mayoría de las personas no miran.
Pasamos por un edificio muy corriente al lado del camino. Aquí, la base almacenó alguna vez el pesticida tóxico DDT, que se volvió tristemente célebre gracias a Silent Spring (La primavera silenciosa), el libro de Rachel Carson. Posteriormente, el mismo edificio se utilizó como guardería, con niños jugando en la tierra impregnada de un veneno indiscutible. Les dije a los funcionarios ambientales que me guiaron alrededor de la base que recordé algo que Ernest Hemingway escribió alguna vez: “Todas las cosas realmente perversas empiezan desde la inocencia”. No creo que supieran si esto pretendía ser una condena o una exculpación. Yo tampoco lo sé.
El argumento de la ignorancia queda plenamente descartado cuando se habla del TCE, que pudo haber sido clasificado como un carcinógeno conocido mucho antes de 2011, que fue cuando el EPA finalmente dio a conocer su esperada determinación acerca de los muchos riesgos del disolvente. De acuerdo con un reportaje en dos partes acerca del tricloroetileno, publicado por Los Ángeles Times en la década de 1990, el EPA se dio cuenta de que el TCE tenía “hasta 40 veces más probabilidades de provocar cáncer [de lo que dicho organismo] había pensado”. Sus esfuerzos para clasificar al TCE como un carcinógeno fueron obstaculizados en gran parte por el Pentágono, que hizo que expertos aseguraran confiadamente que el peligro del TCE había sido sobredimensionado. Esos intentos para calmar las preocupaciones fracasaron, pero la demora fue muy costosa, mientras que la contaminación sigue siendo inmensa y la limpieza ha sido demasiado lenta. David Ozonoff, un epidemiólogo de la Universidad de Boston, dijo que el problema del TCE en la nación era “Un World Trade Center en cámara lenta”.
Los funcionarios de asuntos públicos y temas ambientales que me guiaron alrededor de Camp Lejeune eran jóvenes, estaban bien informados y tenían un temperamento alegre, y no eran los estirados subalternos de Dick Cheney que uno podría esperar del nefando complejo de la industria militar. Me dijeron con orgullo que el agua de la base era probablemente la más limpia de la nación. Es posible escuchar un estribillo similar acerca de Woburn, Massachusetts, y del río Toms, en Nueva Jersey, los infames núcleos de cáncer donde el agua también estaba contaminada con TCE. Lo que no dicen es que la prístina agua de hoy ha sido pagada con creces por las generaciones anteriores.
Sin embargo, aún quedan varias docenas de sitios, donde cada derrame de benceno, vertedero de municiones y lote impregnado de TCE constituye su propio campo de batalla privado. Tendrán que pasar varias décadas antes de que la base quede completamente limpia, aunque la negligencia anterior parece haber sido reemplazada por una diligencia penitente. Se han instalado paneles solares en 2000 casas, lo que convierte a Camp Lejeune en una de las comunidades residenciales más grandes de la nación que utilizan energía solar. Y lo que parece aún más improbable, a principios de este año, Camp Lejeune obtuvo un premio de restauración ambiental del Pentágono, superando a otras bases de distintos servicios. Por supuesto, esto se debe en parte a que aquí había mucho que restaurar.
“Son hábiles”
En 2012, defensores como Jerry Ensminger y Mike Partain obtuvieron una victoria cuando el presidente Barack Obama firmó la Ley para Honrar a los Veteranos de Estados Unidos y Atender a las Familias de Camp Lejeune, cuya intención es garantizar que las personas que contrajeron alguna enfermedad debido al agua de Lejeune obtengan tratamiento médico del Departamento de Asuntos de los Veteranos. Esta ley también se conoce como Ley Janey Ensminger, como justo reconocimiento para el padre que convirtió su dolor en justa ira. En la Sala Oval, Ensminger se encontraba junto al Presidente y miraba sobre su hombro, como para asegurarse de que el proyecto de ley fuera firmado apropiadamente.
Ensminger dijo que trabajar en Camp Lejeune ha sido “extremadamente difícil”. No exageraba. A principios de esta primavera, el Departamento de Justicia de Obama presentó un expediente amicus curiae (presentación realizada por un tercero ajeno) ante la Suprema Corte en el caso de CTS Corporation contra Waldburger en el que 25 residentes de Asheville, Carolina del Norte, demandaban a una empresa electrónica por contaminar su pozo de agua. El expediente estaba a favor del contaminador y no de las presuntas víctimas. Eso parecía poner al gobierno en desacuerdo con su postura sobre el tratamiento de las víctimas de exposición a sustancias tóxicas.
Cuando la Suprema Corte falló a favor de CTS en junio, dijo esencialmente que la ley parlamentaria de Carolina del Norte, con 10 años de antigüedad, superaba al estatuto de limitaciones de la ley de Superfund. Una ley parlamentaria es mucho más favorable para la empresa, mientras que un estatuto de limitaciones favorece a las personas que, como Ensminger, podrían desear demandar a un posible contaminador, ya que les da mucho más tiempo para descubrir el resultado de su enfermedad (que podía tardar mucho más que una década en manifestarse). Algunos observadores señalan que el fallo de la Suprema Corte podría dificultar las demandas judiciales contra Camp Lejeune.
“No importa”, dijo Ensminger un par de días antes de la decisión de la Suprema Corte. “No me daré por vencido”. En las horas posteriores al fallo, él y sus abogados identificaron rápidamente un hueco en la opinión de la mayoría, el cual estaban ansiosos por aprovechar, mientras que los legisladores de Carolina del Norte se apresuraban para aprobar la legislación que preservaría los reclamos legales de las víctimas de CTS y de Camp Lejeune. (El gobernador de Carolina del Norte, Pat McCrory, firmó el proyecto de ley a finales de junio).
“Uno debe mirar a estas personas tan atentamente como un halcón, amigo”, me dijo Ensminger acerca de los infantes de marina. “Son hábiles”. Las fuerzas armadas se llevaron su hija. Asimismo, acabaron con muchas otras vidas sin disparar un solo tiro.