Las cosas se vuelven raras cuanto más lejos estás de casa, e independientemente de dónde provengas, no hay ningún lugar más lejano que el Polo Norte. Es ahí donde se ubica Longyearbyen. De alguna manera, esta población se localiza en un archipiélago del Océano Ártico llamado Svalbard. Más de 2,000 residentes lo habitan, entre ellos, cientos de niños que fueron rescatados de hogares donde sufrían abusos. Todos los habitantes están sujetos a las leyes noruegas y a algunas extrañas restricciones, incluida una que prohíbe la muerte.
Está prohibido morir en Longyearbyen, pero el lugar trata constantemente de asesinarte. Todos los años, el permafrost se expande a un ritmo de alrededor de 4 centímetros, y con él, las tumbas llenas de cadáveres repletos de virus (aparentemente, la muerte no siempre viola la ley). El clima evita que los cuerpos se deterioren, para delicia de los pocos animales que pueden sobrevivir al invierno ártico, por ejemplo, los osos polares, que son carnívoros y sorprendentemente rápidos, y a los cuales se debe el hecho de que estés obligado a llevar contigo un rifle en todo momento.
Llegué allí a finales de octubre, en el último tramo de un viaje al Ártico con un amigo, durante las largas noches polares. Durante meses, la oscuridad surca los cielos, salvo por el brillo verde y rojo de las auroras boreales.
La ciudad se levanta sobre un inmenso cubo de hielo, ubicado entre dos cumbres cubiertas de nieve. Existen apenas unas cuantas tiendas y edificios, y las pocas que hay venden un poco de todo: puedes alquilar un rifle Máuser en la tienda de ropa y enviar una carta desde el supermercado. Todos los productos, desde la sal hasta el brandi, deben ser importados, debido a un clima que logra matar hasta a las plantas más resistentes. Aquí también se ubica la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, un búnker subterráneo futurista que alberga millones de semillas de todo el mundo, y que puede sobrevivir a un holocausto nuclear.
Mientras estuve en la ciudad, no se produjo ningún suceso que pudiera provocar el aniquilamiento del planeta, pero poco después de mi llegada, mi acompañante cayó en cama con una grave fiebre. Longyearbyen es sede del centro médico ubicado más al norte de todo el planeta. Sin embargo, ya que la muerte no es ninguna opción, si te pones verdaderamente enfermo, serás escoltado amable pero firmemente a tierra firme en Noruega, y eso fue lo que le ocurrió a mi amigo.
Poco después de su partida, vagué sin rumbo por la ciudad hasta que encontré un bar de coñac refundido en un edificio. El propietario es un hípster irlandés con tatuajes de prisión y una historia de vida que terminó en el desencanto. Aquí todo el mundo parece tener su propia razón misteriosa para haber dejado atrás a la civilización.
Después de varios tragos, caminé hacia el muelle, donde un pequeño grupo de turistas abordaba un barco. Le pregunté al guía hacia dónde se dirigían. “Navegamos hacia Pyramiden —respondió—, la ciudad perdida del Ártico”.
Nunca había oído hablar de Pyramiden. Sin embargo, dado que la mayoría de las atracciones turísticas de Longyearbyen están cerradas durante los oscuros meses polares y que era el último día de mi viaje, decidí unirme al grupo, compuesto por unos cuantos turistas y la tripulación filipina.
De camino a Pyramiden, nos detuvimos a comer: filete de ballena enana y algunos trocitos de hielo de millones de años de antigüedad que enfriaron mi vaso de whisky Macallan de 18 años de añejamiento. “Es el agua más pura de la Tierra, pero también carece de todo tipo de nutrientes, incluso vitaminas”, me dijo una trabajadora filipina del barco. “Así que si vivieras aquí y consumieras estas aguas heladas, tendrías que tomar píldoras”.
Poco después de comenzar nuestro recorrido de seis horas, perdimos todo medio de comunicación, y nuestra única diversión eran las ballenas y las morsas que nos escoltaban a través de las azules aguas heladas.
Mientras nos acercábamos al puerto de Pyramiden, nuestra guía escandinava nos dio instrucciones muy estrictas y dos horas para explorar. “Por favor, permanezcan cerca”, dijo. “Deben apegarse a las instrucciones del representante local y tienen prohibido entrar, explorar o tocar cualquier cosa que no sea lo que el representante les muestre. Yo me quedaré en el barco, así que por favor sigan cuidadosamente estas reglas, ya que están entrando a un territorio bajo la soberanía soviética”.
“Quiso decir rusa, ¿no?”, pregunté.
“No”, me dijo, con una sonrisa forzada. “Soviética”.
DE REGRESO A LA URSS
En Pyramiden solo viven tres personas, y una de ellas fue nuestro guía vespertino. Ivan, un ucraniano calvo de más de 2 metros de alto con una rubia barba de guerrero vikingo y penetrantes ojos azules, lucía tan salvaje y misterioso como el lugar en el que habitaba. Vestía ropas militares térmicas, llevaba un rifle y una pistola y tenía carrilleras de balas de 8 mm cruzando su pecho.
Nos reunimos con Ivan a la entrada del pueblo, cerca de un alto monumento triangular de color rojo en el que podía leerse el nombre de la ciudad en ruso y en inglés. Detrás de él, se extendía un estrecho valle rodeado por picos cubiertos de nieve que arrojaban una extraña sombra sobre las decenas de edificios que componían el asentamiento.
Ivan nos llevó a recorrer la plaza central. Sus modales y su comportamiento eran muy rusos: no trató de ser agradable ni complaciente. En lugar de ello, consideraba que el recorrido era su deber patriótico, el cual llevaba a cabo con la mayor sinceridad. Su acento ruso no combinaba bien con el Macallan, así que entendí muy poco de lo que decía. Sin embargo, era muy persuasivo.
Lo poco que pude entender fue que los suecos crearon Pyramiden en 1910 como una estación minera de carbón y la llamaron así debido a los glaciares que la rodean, los cuales recuerdan al complejo de pirámides de Guiza, en Egipto. Poco después de su inauguración, los suecos abandonaron la estación debido al duro clima, y se lo vendieron a los soviéticos 17 años más tarde.
En la década de 1940, los soviéticos decidieron convertir a Pyramiden en un asentamiento, y enviaron a mil mujeres y niños para dominar esta frontera ártica. Diseñaron edificios, pavimentaron caminos, extrajeron carbón y trajeron arena y pasto de Siberia. Sigue siendo un misterio por qué los soviéticos hicieron todo esto. Parte de ello tuvo que ver con los delirios de grandeza del imperialismo; si la URSS podía conquistar el Ártico, seguramente podría conquistar cualquier cosa. Algunas personas dicen que la proximidad del asentamiento con América del Norte lo convirtió en un espacio estratégico para la obtención de información o quizás, incluso para un ataque sorpresa. Otras personas se han preguntado si el sitio era una instalación de entrenamiento de espías o un terreno secreto para probar armas no convencionales.
Cualquiera que sea la razón, para sobrevivir aquí se requería creatividad y resistencia. Limitada por la naturaleza pero libre de la política, esta colonia soviética resistió e incluso prosperó durante más de cuatro décadas. En 1998, años después de la caída de la URSS, los residentes de Pyramiden la abandonaron. Aparentemente, la minería de carbón no era rentable. Sin embargo, dicha actividad nunca había sido rentable. Me pregunto qué fue lo que en realidad hizo que los habitantes dejaran el pueblo. ¿Qué es lo que convirtió a este espacio en un pueblo fantasma, en una cápsula del tiempo de su pasado comunista?
Mientras continuábamos nuestro recorrido, observé las reliquias que nos rodeaban: cabañas de troncos a lo largo del bulevar principal, en las que se alojaban los solteros del asentamiento, así como un grandioso edificio de estilo soviético llamado “la Casa de los Locos”, habitada antiguamente por familias (al parecer, las risas y los gritos de los niños inspiraron este sobrenombre). Edificios de estilo art nouveau, todos ellos exquisitamente preservados, salpicaban el camino principal, que alojaba un comedor y un “espacio cultural” que cuenta con un gran piano de cola al que Ivan llamó “Octubre Rojo”. También había una escuela, un campo de hockey, y una piscina interior. Cerca de ahí, una vía del tren minero conectaba la base del asentamiento con la cumbre del glaciar noroeste. En el centro del pueblo había una estatua de Vladimir Lenin con los ojos ferozmente entrecerrados inspeccionando esta Riviera en el Ártico. Detrás de Lenin había un enorme edificio utilizado como antigua oficina central gubernamental, que, según mis sospechas, era utilizada para propósitos de inteligencia.
Ivan continuó su perorata, y quizás el efecto del Macallan comenzaba a desvanecerse, por lo que lentamente comencé a comprender lo que decía. “Pyramiden estaba destinada a ser una sociedad soviética utópica”, dijo, un lugar “donde cualquier extranjero pudiera venir sin visa, que pudiera servir como una muestra de la Unión Soviética en su mejor momento y demostrar que el comunismo no solamente funcionaba, sino que podía ser un verdadero paraíso en la Tierra”.
Los miembros del grupo se tomaron selfies con Lenin, pero yo no pude evitar soltar una risita.
“¿De qué te ríes?”, me regaño Ivan. “Esta es nuestra gran cultura”.
“¡Oh, no, camarada!”, le dije para tranquilizarlo. “Me dijeron que si viajaba lo suficientemente hacia el norte, podía encontrarme con Santa Claus y sus renos. Pero parece que la verdad es completamente opuesta. ¡Si Santa Claus es un símbolo del excesivo consumismo capitalista, una estatua de Lenin seguramente es el antídoto!”.
A Ivan esto no le pareció divertido y nos hizo apurarnos durante el resto del recorrido. Si el exterior de los edificios conformaban un pintoresco museo comunista, su interior lucía como el escenario de una película de horror soviética. Había una guardería con filas de camas, con una bacinica debajo de cada una, y diminutos pares de zapatos para niños, perfectamente acomodados. Los escritorios del aula estaban llenos de libros y lápices, cómics soviéticos y ejercicios de matemáticas a medio terminar, como si una alarma contra incendios los hubiera interrumpido a media clase y todos hubieran huido.
—¿Por qué vives en este páramo congelado y solitario? —le pregunté a Ivan.
—No estamos solos —respondió—. Hay miles de osos polares furiosos a nuestro alrededor.
Nuestro recorrido terminó en el Hotel Pyramiden, un elegante edificio con un vestíbulo pintado en color rojo Stalin. Hay un pequeño y bien surtido bar, que Ivan y compañía renovaron recientemente después de que un oso polar entrara a la fuerza y acabada con las reservas de cerveza. O al menos, eso dijeron.
Atendiendo el bar estaba un ruso de 19 años con corbata negra de moño y chaleco, al que Ivan llamaba afectuosamente Tom Cruise. Se parecía vagamente al actor, y su atuendo lucía extrañamente natural, teniendo en cuenta las circunstancias. Aunque lo usa solamente media hora cada mes, se siente muy orgulloso de su trabajo y de su presentación. Tom Cruise no hablaba ni una palabra de inglés, ni tampoco el tercer “soviético” del glaciar, una cocinera cincuentona llamada Irena, pero cuando señalé una extraña botella destilada con una sospechosa raíz, ella dijo “Chrain”, palabra que yo conocía gracias a mi abuela polaco-israelí. El chrain es una bebida alcohólica destilada con rábanos y es la cura perfecta para el congelamiento y la nostalgia.
Después de unos tragos, Ivan animó al grupo a moverse y salir del hotel para nuestro largo viaje de vuelta a Longyearbyen. Todo el mundo parecía emocionado por irse, pero yo seguía intrigado por Pyramiden, su historia y su propósito. Para que Rusia mantuviera su soberanía sobre Pyramiden, me había dicho Ivan, al menos dos ciudadanos tenían que vivir allí todo el tiempo. ¿Pero por qué le importa a Moscú este helado cementerio soviético? ¿Hay petróleo? ¿Oro? ¿Alguna clase de secretos ocultos que deba proteger?
Tenía que averiguarlo.
LA PIEL DEL OSO POLAR
Estas preguntas se arremolinaban en mi mente, mezcladas con el licor de rábano, mientras Ivan acompañaba al resto del grupo hacia el autobús. Yo me quede atrás. Él me encontró en el sofá y de inmediato me dijo que me fuera. Mientras hablaba, sostenía firmemente su rifle. El próximo barco, me explico, no llegaría sino hasta varios días después.
—No, gracias —le dije—. Creo que me voy a quedar.
—¿Qué? —exclamó—. No puedes quedarte. No hay nadie aquí, además de nosotros, los tres soviéticos, tenemos suministros limitados y no hay ningún contacto con el mundo exterior. Yo hablo un poco de inglés, pero mis camaradas no saben ni una palabra de ese idioma. Aquí no hay nada para ti.
No me importó, y el autobús se fue sin mí. Ivan dijo algo en ruso y me miró con condescendencia. La única palabra que logre identificar fue “jid”, un antiguo insulto antisemita ruso.
Atrapado en el Ártico, en ese remoto reducto de la civilización, y dependiendo completamente de salvajes hombres armados que me veían, en el mejor de los casos, como una molestia indeseada, hice la única cosa sensata que se me ocurrió: pedí varias rondas de tragos de licor de rábano hasta que la botella quedó vacía, y por primera vez Ivan esbozó una sonrisa. “Existe una costumbre en las partes más al norte del mundo —dijo— según la cual debes beber un trago con los mismos niveles de alcohol que tu línea de latitud. Cuanto más alto y más frío te encuentres, tanto más fuerte debe ser el trago, y no hay nada más alto que el lugar donde estamos. Así que le dije a Tom que te preparara un trago ártico”, también conocido como coctel “nos vemos mañana”.
Tom Cruise obedeció y mezcló varios licores azules, verdes y rojos. Difícilmente puedo recordar las horas que siguieron. Me desperté en medio de la oscuridad, en una extraña habitación, con una jaqueca martilleante. No había teléfono en la habitación, y las ventanas estaban cubiertas. El aire era helado, y me sentía atrapado en un extraño sueño lúcido del que no podía despertar. Salí al vestíbulo, y comencé a tocar puertas a lo largo de un corredor carmesí, tratando de hallar a mis anfitriones soviéticos. La confusión se convirtió en pánico, mientras pasaba de un piso al siguiente; debo haber tocado cientos de puertas. El lugar estaba completamente abandonado (aparentemente, mis nuevos camaradas dormían en otro lugar).
Finalmente, logré llegar hasta el vestíbulo principal y me acerqué al bar, esperando que la piel del oso polar me calentara y curara mi resaca. Fue ahí donde vi un rifle y un juego de llaves, que me tentaron a explorar libremente los secretos de Pyramiden, sin restricciones ni censura, sin protección ni sentido común. Explorar el pueblo por mi propia cuenta era un riesgo de seguridad y un delito, y pasar el resto de mi vida en una prisión rusa no me parecía menos intimidante que acabar como alimento para los osos polares. Tomé las llaves y el rifle, me cerré el anorak y salí hacia la tundra congelada.
De inmediato, el negrísimo frío ártico pareció tragarme por completo. Caminé hacia la Casa de los Locos, en la que las paredes del corredor estaban decoradas con carteles de personajes rusos copiados de Disney, y las paredes mostraban fotos familiares de niños en el carrusel, adultos jugando a las cartas, parejas bailando o participando en torneos de hockey. Incluso encontré algunas revistas Playboy escondidas en armarios de madera improvisados. Todo ello recordaba la vida que alguna vez bullía a través de estas habitaciones, ahora desiertas.
Lo que más me intrigaba era el edificio que, según mis sospechas, era el cuartel local de la KGB, así que comencé a cruzar el bulevar central hacia la estatua de Lenin. De repente, un rayo de luz penetró en la oscuridad, y comenzó a aparecer la aurora boreal, docenas de estrellas fugaces volando horizontalmente en direcciones opuestas, hasta que una red de color verde se encendió en la oscuridad. Pyramiden brillaba con alegría, e incluso Lenin parecía contento. Me sentí magníficamente solitario, como si el universo me hubiera brindado un espectáculo privado.
Sin embargo, como pronto descubriría, no estaba solo.
A ESPALDAS DE LENIN
Mientras las luces verdes se apagaban, el primer rugido penetró el silencio. Estaba espantosamente cerca, pero yo no sabía exactamente de dónde provenía. Estaba atrapado en el fin del mundo, agazapado detrás de Lenin, esperando que su gran estatua sirviera para ahuyentar a los osos. Pronto recordé que era inútil; los osos polares pueden oler a una persona con una precisión mortal. Son capaces de alcanzar velocidades de hasta 40 kilómetros por hora, y la única forma de sobrevivir a su ataque es dispararles o encontrar refugio de inmediato.
Traté de recordar mi entrenamiento militar. Coloqué balas en la cámara de mi arma, apuntando a la oscuridad. Pero ni el ejército israelí es tan paranoico como para preparar a sus soldados para defenderse contra un ejército de osos polares asesinos. Esperé aterrado, mareado y adormecido, durante lo que pareció ser una hora. Una extraña y sofocante fatiga comenzó a recorrer mi cuerpo. Consideré la posibilidad de orar, pero resultaba imposible hacerlo adecuadamente. Los judíos tenemos diferentes oraciones para cada parte del día. También debemos dirigir nuestra mirada hacia Jerusalén. Pero ahí, en aquel limbo olvidado de Dios, donde el sol no sale ni se pone, donde las zonas horarias convergen en cualquier dirección que vayas, esa tarea resultaba imposible.
Mi mejor oportunidad era tratar de llegar al hotel. Apenas di un paso cuando volví a oír el rugido, esta vez diez veces más fuerte, proveniente desde la Casa de los Locos. Apunté el rifle hacia el sonido y escuché un tercer rugido, esta vez más amenazador que los que lo precedieron. Por primera vez, pude ver una sombra a través de la oscuridad, corriendo a través del bulevar. Me di cuenta de que el hotel estaba demasiado lejos. El único lugar al que podía ir sin riesgos era el “edificio administrativo”. Corrí hacia él y busqué la llave a ciegas. Mis dedos estaban congelados. Los rugidos eran cada vez más fuertes y ninguna de las llaves parecía encajar. Temiendo por mi vida, golpeé la ventana con mi rifle, rompiendo el cristal.
Entré y corrí rápidamente por las escaleras, dejando atrás los carteles de propaganda soviética que decoraban el primer nivel. Abrí una pesada puerta de madera y entré en una habitación en la que una pintura me miraba desde una esquina: un cráneo humano pintado sobre una pieza de seda negra. En la parte posterior de la puerta había un triángulo dibujado que conectaba las estructuras del asentamiento. El edificio al que había oído estaba en la punta superior del triángulo. Encima del diagrama de la pirámide, habían dibujado una figura con la forma de un ojo alrededor de la estructura más alta de Pyramiden, la cima de su mina de carbón. Finalmente, pensé que tenía algunas pistas. Pero ¿qué significaban?
En las habitaciones adyacentes había montones de documentos y libros, junto con ecuaciones de lógica predictiva garabateadas en los muros. Entre ellas, había una cita en inglés de Friedrich Nietzsche, que no me puedo quitar de la cabeza: “¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se dirige ahora? ¿Se aleja de todos los soles? ¿Acaso no estamos cayendo perpetuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Hay todavía arriba y abajo? ¿Acaso no estamos en medio de una nada infinita? ¿Acaso no sentimos el aliento del espacio vacío? ¿Acaso no se ha vuelto más frío? ¿Acaso no oscurece cada vez más? ¿Acaso no debemos convertirnos en dioses simplemente para ser dignos de ello? No ha habido nunca mayor hazaña; y quienquiera que nazca después de nosotros, por virtud de esta hazaña, deberá ser parte de una historia más alta que toda la historia escrita hasta este momento”.
Horas después, me arrastré por la oscuridad y volví al hotel. Estaba agotado. Me estaba congelando. Pero no me habían comido vivo.
“JUEGAS COMO UN JUDÍO”
“Zavtrak, Zavtrak”, dijo la voz tras mi puerta. Era Tom Cruise, instándome a bajar las escaleras para comer algo de la comida de Irina, avena con mantequilla, carnes frías, ensalada rusa y jugo de frambuesa.
“Buenos días”, dijo Ivan, sonriendo. “¿Cómo dormiste?”. Yo quería que me tradujera algunos de los escritos que descubrí la noche anterior. También quería que me llevara a la mina de carbón. Sabía que era improbable que accediera, así que decidí tratar de emborracharlo. Otra vez. Vi un mazo de cartas en una mesa cercana.
—¿Durak? —pregunté.
Tom Cruise saltó de su asiento y me miró con incredulidad. Ivan también parecía complacido.
—¿Sabes jugar Durak? ¿Por qué no nos lo dijiste antes? No necesitas hablar ruso para llevarte bien con los rusos, solo bebe bien y juega Durak.
—Bebamos un cóctel matutino y repartamos las cartas —dije—. El ganador podrá pedirle lo que quiera al perdedor.
Durak significa “idiota” en ruso, y como cualquier otra cosa rusa, no hay ganadores. Beber e insultarse entre sí son una parte importante del juego. Así que nos abocamos apasionadamente a ello.
—Juegas como judío —gruñó Ivan.
—Bueno, Jesús también lo hacía.
—Jesús no nos importaba mucho en la vieja Unión Soviética.
—Está bien, entonces déjame jugar a las cartas como un típico judío mientras dejo que te comportes tan racista como un típico ucraniano.
—Tienes unas bolas muy grandes para estar circuncidado.
—Brindo por eso.
—Yo también.
—Brindo por tu madre.
Bebimos y reímos mientras Tom Cruise rogaba que le tradujéramos lo que decíamos. Pronto, habíamos terminado otra botella de licor del Ártico, y le pedí a Ivan que me llevara a la mina de carbón, donde esperaba comprender finalmente el propósito de Pyramiden, si realmente era un puesto secreto de inteligencia o solo un viejo pueblo minero soviético en el extremo del mundo, un lugar donde gente notable había sido enviada por su imperio para vivir, amar y morir, desafiando la naturaleza a superar su potencial humano.
Pero Ivan se negó con una astuta sonrisa.
—Lo siento camarada —dijo—. La parte superior de la mina es peligrosa. Podría venirse abajo. Es imposible llevarte ahí.
LLAMADO DESDE LA CORTINA DE HIERRO
—Entonces, ¿cómo terminarías este viaje? —me preguntó Ivan.
Era de mañana, pocos días después de mi llegada a Pyramiden, y estábamos abordando el barco de regreso a Longyearbyen. Ambos estábamos cansados, pues habíamos pasado los últimos días caminando por el pueblo y mirando artefactos soviéticos, a petición mía, recuperando y traduciendo historias y notas sobre la vida diaria en Pyramiden, al tiempo que nos volvíamos grandes amigos.
—Al parecer —dije—, Pyramiden simboliza los valores que superan a la libertad, donde se venera a la humanidad, pero no a las vidas humanas. Contrario al deseo contemporáneo de obtener la gloria instantánea, casi nadie sabe que esas personas existieron. Pusieron sus convicciones antes que la supervivencia, sin mencionar la comodidad, como si la angustia y las dificultades tuvieran su propio mérito.
—Sí, eso es lo que te hace el licor de rábano —bromeó Ivan.
Una ballena asesina nadaba cerca del barco, saltando fuera del agua y salpicando la cubierta con trozos de hielo.
—Te hace pensar como ruso.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek