La población mexicana quiere saber más sobre el destino de sus impuestos, está más dispuesta a exigirle a su Congreso y es menos tolerante con el despilfarro y la corrupción.
LAS CAMPAÑAS representan procesos complejos y extenuantes. Cada candidato busca convencer al electorado de que puede ganar la elección y de que sus propuestas son necesarias y, por supuesto, viables. Los políticos profesionales saben bien que después de la elección llega el momento de la verdad.
Después de la elección aparece la frialdad de las restricciones legales, las presupuestarias, las divisiones dentro del nuevo equipo presidencial y, por supuesto, las coyunturas inesperadas. El emocionante ritmo de la campaña es reemplazado por la cruda cotidianidad del gobierno. Los funcionarios electos tenderán a minimizar sus errores y a magnificar sus resultados.
Para evitar decepciones (o engaños) en una democracia, una de las agendas de mayor relevancia es la de rendición de cuentas. Las promesas democráticas de campaña, a través de las cuales fue electo un funcionario, requieren mecanismos que permitan evaluar si la promesa se cumplió y también si se hizo sin violar derechos constitucionales, reglas establecidas, o sin afectar libertades.
Aunque la ciudadanía quiere resultados concretos, los mecanismos de rendición de cuentas nos permiten corroborar que lo dicho por el nuevo gobierno no sea solo un bello discurso, sino que esté sustentado en evidencia.
Nuestra democracia todavía se maravilla con la potencia del discurso político, pero es cada vez más exigente al verificar que cada peso de los contribuyentes sea apropiadamente invertido.
Si en algo falló el gobierno saliente fue en pensar que nuestra joven democracia ya no es capaz de distinguir entre conceptos como eficacia y honestidad. La sociedad mexicana no solo quiere un gobierno eficaz, también desea un gobierno honesto.
La nueva administración tendrá que asimilar desde el principio que, pese a las dificultades propias de una sociedad sumida en una profunda desigualdad, con oportunidades de vida limitadas, pese a la marginación de comunidades enteras, nuestra sociedad es más crítica, está mejor informada, y es más exigente que nunca.
La sociedad mexicana quiere saber más sobre el destino de sus impuestos, está más dispuesta a exigirle a su Congreso y es menos tolerante con el despilfarro y la corrupción.
Y si su mandato en las urnas ha sido que el despilfarro y la corrupción deben terminar, el nuevo gobierno —los nuevos gobiernos en realidad— tendrán que ser capaces de investigar y sancionar a quienes hicieron de la corrupción un estilo de vida, pero también de corregir inmediatamente aquellos procesos de decisión en el gobierno que permitieron y facilitaron los abusos.
Sin una rendición de cuentas efectiva, sin un cambio administrativo profundo, pronto nos encontraremos con nuevos casos de corrupción y la impunidad seguirá presente en cada una de nuestras comunidades.
Por eso nuestro deber como ciudadanos es seguir exigiendo que se desmantelen las redes de corrupción que se han enquistado en el gobierno, pero especialmente, que los nuevos gobiernos emanados de la elección del 1 de julio hagan de la rendición de cuentas una nueva forma de régimen.
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El autor es director de Transparencia Mexicana capítulo de Transparencia Internacional