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Las que saben

Publicado el 16 de diciembre, 2025
Las que saben

Desde niña, admiraba a las abejas.

No por la miel, ni por el aguijón —ese miedo heredado que se aprende antes de entender— que les da mala fama (sobre todo después de ver “Mi primer beso”) , sino por algo más difícil de nombrar: la forma en que se mueven juntas, como si el caos no fuera una opción posible. Como si cada una supiera exactamente qué hacer sin que nadie lo ordene.

Lo recordó hace poco, en el patio de la casa de su abuela.

Un patio amplio, irregular, con esa mezcla de plantas que crecen sin permiso y objetos que nadie se atreve a tirar. En una esquina, detrás de unas macetas viejas, había aparecido un pequeño panal adherido a la pared. Discreto. Vivo. Las abejas entraban y salían con una calma que contrastaba con todo lo demás.

—No lo vayas a quitar —dijo la abuela, sin dramatismo—. Ellas nos temen más a nosotros que nosotros a ellas.

Lo dijo con esa obstinación tranquila que sólo tienen quienes han vivido lo suficiente como para no discutir con la naturaleza. La misma con la que defiende plantas secas, rutinas viejas y silencios largos. El panal no estorbaba. No hacía ruido. Y, de algún modo difícil de explicar, daba cierta calma.

Ella se quedó observándolas más tiempo del que tenía disponible. Como suele pasar cuando algo mínimo empieza a volverse importante sin pedir permiso.

La miel parece un detalle menor. Un hilo dorado que cae lento sobre una cuchara, una gota espesa que alguien agrega al té cuando el cuerpo pide tregua. No reclama atención. Está ahí desde hace miles de años, cumpliendo su función sin discursos ni alardes. Pero basta detenerse un segundo para entender que no es un logro individual. La miel no existe sin comunidad.

Una sola abeja no produce nada extraordinario. Un panal, sí. Y no porque haya genios ocultos, sino porque hay un sistema que funciona con una precisión que haría sonrojar a cualquier reloj suizo. Cada abeja ocupa su lugar sin competir, sin protagonismo, sin ansiedad por destacar. No hay improvisación, pero tampoco rigidez: hay orden vivo.

Para producir medio kilo de miel, una colonia visita millones de flores, recorre distancias absurdas para un cuerpo tan pequeño, transforma el néctar, lo ventila, lo cuida, lo guarda. Todo sin aplausos. Todo sin autoría. Nadie firma la obra.

Aristóteles observó a las abejas convencido de que en su organización había una forma primitiva —y quizá más sabia— de política. Virgilio las admiraba porque trabajaban para algo que las trascendía. Napoleón las adoptó como símbolo no por su dulzura, sino por su orden. La abeja siempre ha sido menos metáfora de sacrificio y más evidencia de que el todo puede funcionar sin aplastar a la parte.

En el panal no hay guerra interna.

Hay roles distintos, todos indispensables. Hay jerarquía, sí, pero no humillación. La reina no gobierna: fecunda. Produce vida para que el sistema continúe. Si falla, el panal no entra en caos; se reorganiza. La naturaleza no dramatiza. Ajusta.

Tal vez por eso ese pequeño panal en el patio de la abuela resultaba tan conmovedor.

Nosotros, con cerebros complejos y lenguaje sofisticado, solemos confundir comunidad con renuncia. Nos enseñaron que pensar en el colectivo implica perder algo propio. Que colaborar es diluirse. Que funcionar juntas exige sacrificios heroicos, épicas mal entendidas, banderas que luego no saben qué hacer contigo, ni mucho menos nosotros con ellas.

Las abejas no se inmolan por una idea abstracta.

No se abandonan. No se traicionan. Simplemente ocupan su lugar. Y en ese gesto, mínimo y exacto, el sistema florece.

Hoy sabemos que sin abejas todo colapsa. No como metáfora, sino como hecho: sin polinización no hay alimentos, no hay equilibrio, no hay futuro. Y aun así seguimos tratándolas —y tratándonos— como si fuéramos reemplazables.

Tal vez el nudo en la garganta venga de ahí. De intuir que la perfección no está en brillar más que otros, sino en funcionar con otros sin dejar de ser.

De aceptar que hay una belleza profunda en los sistemas que no hacen ruido, que no buscan héroes, que no necesitan discursos para sostenerse.

La abuela lo sabía sin haberlo leído en ningún lado. Las abuelas muy a menudo saben.

Nunca habló de comunidad, pero la practicó.

Nunca usó la palabra “sistema”, pero sostuvo uno entero con gestos “mínimos”: la mesa puesta todos los días, las plantas que nadie regaba más que ella, la casa funcionando incluso cuando el mundo afuera parecía desordenarse. Como el panal del patio: ahí, discreto, haciendo lo suyo.

—Déjalas —decía—. Ellas saben.

Y quizá no hablaba solo de las abejas.

La miel no es dulce por casualidad.

Lo es porque miles de cuerpos diminutos entendieron algo que a nosotros todavía se nos escapa:

que sostener no es sacrificarse,

que cuidar no es desaparecer,

que el orden no siempre se impone —a veces se hereda.

Quizá por eso el panal sigue ahí, en la casa de la abuela.

Porque no estorba.

Porque da abundancia.

Porque recuerda, en silencio, que hay mujeres que funcionan igual que las abejas: sin alardes, sin permiso, sosteniendo lo que nadie mira… hasta que falta.

Y entonces, casi siempre, ya es tarde.

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