Cuando el empresario José Vargas quiso vender su invento para controlar fugas de hidrocarburos en Pemex, se enteró de que la palabra “diezmo” no sólo se usa en la Iglesia o en los libros de historia. “Diezmo”, en el diccionario de la corrupción de México, significa: cantidad que una empresa o particular debe entregar a un funcionario público al obtener el contrato para realizar una obra pública, vender un bien o prestar un servicio. Esa cantidad equivale al 10 por ciento, o más, del total del contrato.
Cuando en la comunidad indígena de Cherán, ubicada en Michoacán, quisieron pavimentar sus calles principales, los doce gobernantes —elegidos por el sistema de usos y costumbres, y quienes ocupan el lugar del alcalde— conocieron cuál es el camino que siguen varios municipios del país para realizar obras públicas: deben elegir alguna de las empresas “sugeridas” por el gobierno estatal. No se trata de compañías que se distingan por realizar un trabajo profesional, son empresas que están de acuerdo en pagar el “diezmo” a funcionarios estatales y municipales.
Cuando se busca qué sucedió con el exsecretario de comunicaciones del gobierno del Estado de México, Apolinar Mena Vargas, después de que renunció en mayo pasado por una serie de audios en el que directivos de la empresa OHL-México le ofrecen pagar sus vacaciones en un hotel de la Riviera Maya, es posible enterarse que en menos de cuatro meses regresó a la administración pública.
El funcionario con el que empezó a destaparse lo que hoy ya se conoce como “el Caso OHL”, uno de los escándalos recientes sobre posible corrupción en la construcción y manejo del Circuito Exterior Mexiquense, hoy es secretario técnico del gabinete del gobierno del Estado de México sin que la ciudadanía conozca si se realizó una investigación sobre el soborno que revelaron los audios.
En México, país considerado como el más corrupto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la corrupción es una práctica tan difundida, dice la investigadora Amparo Casar, que “atraviesa clases sociales, sectores económicos, sector público y privado. Tenemos prácticas corruptas vertical y horizontalmente: en los tres órdenes de gobierno, en el sector privado y en la ciudadanía”.
Esta corrupción —señalan estudios internacionales y coinciden académicos— aumentó en los últimos años y tiene al país “en un punto de quiebre”, con pérdidas económicas, poco margen para el crecimiento y metido en una crisis de violaciones a los derechos humanos.
LA PÉRDIDA DE UN PAÍS
La fama de México como una nación donde reina la corrupción tiene ya tiempo, pero en los últimos años esta imagen se ha fortalecido. El Índice de Estado de Derecho, del World Justice Project, de 2014, lo ubica en la lista de los veinte países con servidores públicos más corruptos. En el Índice de la Percepción de la Corrupción 2014, realizado por Transparencia Internacional, México ocupó el lugar 103 en una lista de 175 países, muy por debajo de naciones como Chile y Brasil. En sus estudios, el Banco Mundial identificó que el país disminuyó el control de la corrupción, ya que pasó de una calificación de poco más de 50 puntos, que tenía en 2003, a 39 en 2013. Y para Transparencia Internacional, México es uno de los tres países de la OCDE que no hacen nada para perseguir los delitos contra la corrupción corporativa, pese a que por investigaciones periodísticas se ha conocido de varios casos, entre ellos el soborno de 52 000 dólares que pagaron ejecutivos de Walmart para cambiar el uso de suelo alrededor de Teotihuacan, y construir una de sus tiendas.
Además de la mala reputación internacional, la corrupción le está saliendo muy cara al país y a sus ciudadanos. El Banco de México y el Banco Mundial, por ejemplo, estiman que equivale al 9 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB).
Desde 2001, la organización Transparencia Mexicana realiza el estudio Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno, para medir —a través de encuestas directas— cómo la corrupción afecta económicamente a los hogares. En el más reciente, del 2010, identificó que un hogar mexicano gasta, en promedio, 14 por ciento de sus ingresos en actos de corrupción para obtener la cartilla militar, recibir apoyo o incorporarse a programas sociales del gobierno, para obtener una licencia o permiso de uso de suelo, para recibir atención urgente en un hospital, para evitar una detención o infracción, entre otras tantas acciones.
Los mexicanos, de acuerdo con este índice, pagan “mordidas” por agilizar trámites que, en teoría, son gratuitos; por acceder a derechos ciudadanos y por evitar la justicia cuando realizan acciones ilegales.
En su estudio “México, anatomía de la corrupción”, la investigadora Amparo Casar, quien es directora de anticorrupción del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), escribe: “La corrupción es un obstáculo a la productividad, a la competitividad, a la inversión y al crecimiento”.
En países con una corrupción sistemática, donde “las instituciones, reglas y normas de conducta ya se han adaptado a un modus operandi corrupto”, hay un efecto negativo para la estabilidad de las instituciones, erosiona el Estado de derecho y corroe el crecimiento económico y la competitividad, señala en el estudio “La Corrupción en América Latina”, realizado por el proyecto de Rendición de Cuentas y Anticorrupción en América, de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo.
El economista Shang Jin Wei, de la Oficina Nacional de Investigación Económica, organización privada de Estados Unidos, mostró en un estudio que un incremento del 1 por ciento en el Índice de Percepción de la Corrupción reduce la inversión extranjera directa en 11 por ciento.
Samuel González Ruiz, investigador y experto en justicia penal y delincuencia organizada, comenta que el problema de la corrupción no es sólo el costo económico, no es el “diezmo”, el 10 por ciento que se pide para obtener un contrato: “Por ese pacto de corrupción se contratan empresas que no son las mejores y, por lo tanto, son empresas que harán carreteras mal hechas, con errores que cuestan vidas, por ejemplo”.
El estudio “Peace and Corruption. 2015”, del Institute for Economics & Peace, muestra que existe una relación estadística entre la paz y la corrupción: “Como se evidencia en México en los últimos diez años, muchos ciudadanos se han visto obligados a alterar sus vidas día a día como resultado del aumento de la violencia y la corrupción. El aumento de la violencia está directamente vinculado a la corrupción en la policía y los sistemas judiciales”.
El investigador Daniel Márquez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, enumera otras de las consecuencias que trae consigo esta práctica: hay una falta de eficacia institucional, no hay una correspondencia entre el discurso político-jurídico y la forma en que operan las instituciones. La sociedad ya no cree en sus leyes, la propia ciudadanía se siente en derecho de violarlas. Nos transformamos, dice el doctor en derecho, “en una sociedad cínica”.
“El costo de la corrupción en México se volvió inaceptable —dice Eduardo Bohorquez, director de Transparencia Mexicana—. Hoy es más caro que se mantenga la corrupción en el país. Estamos en un punto de quiebre entre una sociedad que toleraba la corrupción, porque se beneficiaba de ella, a una sociedad que está empezando a exigir que esto cambie, porque los costos ya rebasaron los beneficios”.
¿CORRUPTOS POR NATURALEZA?
A principios de septiembre, la Procuraduría General de la República (PGR) abrió una investigación —después de una denuncia presentada por el Consejo Nacional Ciudadano (CNC)— contra el gobernador de Nuevo León, el priista Rodrigo Medina, por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito.
En enero de este año, el presidente municipal de Charapan, Michoacán, el perredista Simón Vicente Pacheco, es detenido y acusado de enriquecimiento ilícito. De acuerdo con la investigación de la Procuraduría General de Justicia del Estado, el alcalde no informó en su declaración patrimonial una buena parte de su patrimonio: automóviles, autobuses y camiones de volteo. Dos días después de ser detenido salió libre, al pagar una fianza por poco más de 400 000 pesos. El presidente municipal sigue en el cargo.
En junio pasado, la PGR informó que se busca al expresidente municipal de Atizapán de Zaragoza, el panista Gonzalo Alarcón Bárcena, acusado de fraude, peculado y ejercicio indebido del servicio público por más de 50 millones de pesos. Hasta ahora no se ha detenido al exalcalde.
En los últimos quince años, de acuerdo con el estudio “México, anatomía de la corrupción”, la PGR ha recibido 444 denuncias por delitos relacionados con la corrupción; pero sólo se registraron siete consignaciones.
Una investigación realizada por Pablo Montes, del IMCO, encontró que entre los años 2000 y 2013 se exhibieron en la prensa 71 casos de corrupción, por parte de 41 gobernadores. De estos, sólo dieciséis casos fueron investigados y sólo cuatro gobernadores fueron procesados y encontrados culpables.
Y si se busca en el Registro de Servidores Sancionados de la Secretaría de la Función Pública, se encontrará que de septiembre de 2010 a 2015 los gobiernos de los estados sólo han sancionado a tres funcionarios públicos por “extorsión”. En la información pública de ese registro no es posible conocer cuántos funcionarios del gobierno federal han sido sancionados en los últimos años.
La corrupción “es un asunto de orden cultural”, que se debe combatir al asimilar “nuevos valores éticos y morales para hacer un cambio estructural desde la sociedad”, ha repetido en varias ocasiones el presidente Enrique Peña Nieto.
No han sido pocos los especialistas e investigadores que han rechazado esta explicación “cultural” de la corrupción. Entre ellos está el doctor en Derecho Daniel Márquez.
El investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM ha encontrado registros de prácticas corruptas, como venta de cargos públicos, desde los tiempos en que este territorio se llamaba la Nueva España. Aun así, señala, “no puede decirse que la corrupción es cultural, porque es restarle responsabilidad a quienes tienen el deber de combatirla. Decir que es cultural es una forma de justificar por qué no han realizado prácticas efectivas para enfrentarla… Lo que sí se puede decir es que la corrupción es una cultura de ciertas élites”.
Luis Gabriel Rojas, doctor en gobierno por la Universidad de Essex, en Inglaterra, escribió en agosto pasado el artículo “Breve análisis político del discurso anticorrupción en México”, en Nexos. En su texto señala que “si bien se puede argumentar que hay corrupción en la base y en la parte alta de la sociedad, los efectos económicos y sociales de una y otra son diferentes”. La corrupción que él llama “extractiva”, es aquella que ejercen la clase política y las élites económicas, la misma que “profundiza la desigualdad económica y de oportunidades, y obstaculiza el desarrollo económico y humano”.
El discurso de la corrupción “como un asunto cultural”, destaca Rojas, no es sólo retórico, sino que tiene impacto en la vida pública, ya que se han tenido acciones en contra de quienes están en la base de la sociedad, mientras que a “altos exfuncionarios y funcionarios públicos, con fortunas inexplicables y manejo dudoso de recursos públicos, no se les ha exigido ningún tipo de rendición de cuentas”.
Así como la corrupción ha aumentado en México, también el debate nacional e internacional sobre su práctica, la forma de medirla, cómo contabilizar sus efectos y cómo combatirla. Por ejemplo, en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM se creó un laboratorio anticorrupción, dirigido por la doctora en ciencia política Irma Sandoval.
Para Sandoval, la corrupción no debe combatirse pensando que es un problema cultural: “La corrupción es estructural y tiene una fórmula: es el abuso del poder, más la impunidad, menos la participación ciudadana. Esa es la corrupción que está privatizando los espacios públicos y que alienta la impunidad que nos ha llevado a una crisis en los derechos humanos”.
La corrupción —apunta a su vez Amparo Casar, investigadora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE)— no es solamente un problema de ética: “No tenemos que apelar a la parte moral de la población. Tenemos que apelar a los intereses de México y de cada uno de los ciudadanos… Al país le conviene combatirla para tener mayor bienestar, mejores salarios y mejores servicios públicos”.
Hay estudios que demuestran que disminuir la corrupción permite un crecimiento económico. Por ejemplo, el economista Paulo Mauro, del Fondo Monetario Internacional, señala que tan sólo una reducción de dos puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción contribuiría a aumentar la tasas de crecimiento anual en 0.5 por ciento.
LA SALIDA DEL LABERINTO
Esto ocurrió el 21 de agosto del 2015 en México: el secretario de la Función Pública, Virgilio Andrade, presentó el informe en el que se asegura que no existe “conflicto de intereses” cuando la esposa del presidente, la actriz Angélica Rivera, y el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, adquirieron sus casas con el contratista más beneficiado del actual sexenio. Pocas horas después, el presidente Enrique Peña Nieto aseguró que se acelerarán las acciones para tener las leyes necesarias para dar forma al Sistema Nacional Anticorrupción.
Ese mismo día, 21 de agosto de 2015, esto pasaba en Guatemala: se anunció la detención de la exvicepresidenta Roxana Baldetti Elías, a quien se denunció por “estafa, defraudación aduanera y cohecho pasivo (recibir sobornos)”, por encabezar una red de defraudación aduanera, junto con el presidente Otto Pérez Molina. La Fiscalía General comenzó los trámites para comenzar un juicio en contra del presidente. Los noticiarios destacaron que estas acciones mandan un mensaje claro a la clase política: “Se acabó la impunidad”. Los ciudadanos salieron a las calles para festejar el arresto de la exvicepresidenta y exigir la renuncia de Pérez Molina.
En un mismo día, la corrupción ofrecía dos caras diferentes: en México sólo se quedaba en el discurso la intenciones de combatirla y en Guatemala se realizaban acciones judiciales.
En México, pese a que las leyes existentes “alcanzarían para combatir la corrupción”, no existe “voluntad política para combatir la corrupción, como ha quedado demostrado con el tema de la Casa Blanca y los exgobernadores que han sido acusados de actos corruptos”, dice Casar.
La voluntad política —apunta Eduardo Bohorquez, de Transparencia Mexicana— difícilmente llegará. Por ello, señala, el cambio tiene que impulsarse desde la sociedad civil y, en México, asegura, esa presión social “está empezando a crecer”.
Como ejemplo menciona los pasos que se han dado para crear el Sistema Nacional Anticorrupción, iniciativa propuesta por varias organizaciones civiles y que comenzó a tener forma, en mayo pasado, cuando el Ejecutivo federal promulgó la reforma constitucional para su creación.
Este Sistema Nacional Anticorrupción —de acuerdo con las organizaciones que lo impulsan como IMCO y Transparencia Mexicana— se integraría por cuatro áreas: un Tribunal Federal de Cuentas autónomo, con capacidad de sancionar actos corruptos de funcionarios y particulares; una fiscalía especializada en materia de corrupción en los tres niveles de gobierno; la Auditoría Superior de la Federación, con autonomía de gestión, y la Secretaría de la Función Pública, con contralores de carrera.
“El punto más importante es que sea un auténtico sistema, no que haya una figura que reemplace a todos los demás y que cuente con mecanismos que permitan medir sus resultados”, señala Bohorquez, pero reconoce que si no existe un cambio radical en la Procuraduría General de la República (PGR) y entre los jueces, “no funcionará”.
Este sistema, agrega, deberá estar conectado con la Ley Federal de Transparencia. Empero, Bohorquez advierte que en los últimos años México ha aprendido que avanzar en el tema de transparencia de la información pública “no garantiza honestidad gubernamental”. Y como ejemplo está el Distrito Federal, que tiene la mejor puntuación nacional en acceso a la información pública, pero la peor calificación cuando se habla de corrupción.
Las organizaciones civiles también buscan que el Sistema Nacional Anticorrupción permita realizar investigaciones por oficio y que, cuando exista una denuncia, se investigue tanto al funcionario público que se acusa de un acto de corrupción, como a la persona o empresa que corrompió.
El Sistema Nacional Anticorrupción implica, además, la creación de leyes secundarias y hacer cambios en cerca de doscientos artículos de varias leyes como la Ley de Contratación de Obra Pública, la de Adquisiciones o la de Lavado de Dinero.
Amparo Casar, quien también desde la sociedad civil impulsa el Sistema Nacional Anticorrupción, señala que uno de los retos es tipificar en forma adecuada las acciones que caen dentro del paraguas de la corrupción y homogenizar a nivel nacional las sanciones. En la actualidad, el Código Penal tipifica catorce conductas, “pero su definición no es clara”.
Las nuevas leyes no serán suficientes —considera la analista— si no se enfrenta como un proyecto colectivo, pero sobre todo si no se ponen práctica esas leyes: “Si no hay acciones que se traduzcan en la investigación, persecución y sanción de los actos de corrupción, las expectativas sobre la inutilidad de un nuevo marco legal contra la corrupción se habrán visto satisfechas y la decepción de la ciudadanía seguirá creciendo”.
Luis Gabriel Rojas está entre quienes no muestran mucho entusiasmo por el Sistema Nacional Anticorrupción. Así lo precisa en el artículo de Nexos,donde además señala cómo la lucha contra la corrupción tiene que impulsarse desde la sociedad: “Hay estudios que muestran que la solución a la corrupción extractiva no pasa en primera instancia por la creación de instituciones concedidas, construidas y ocupadas por los poderes fácticos, sino que depende de la capacidad de los ciudadanos para organizarse colectivamente y construir una redistribución real del poder”.
Por su parte, Daniel Márquez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, tampoco es partidario del Sistema Nacional Anticorrupción, porque “está mal enfocado; lo que se está creando es un sistema disfuncional”. Y como ejemplo de ello señala que se requieren estructuras administrativas diseñadas para investigar, y lo que se tiene son “estructuras burocráticas”.
Para Márquez, México tendría que voltear a mirar el proceso que ha llevado Guatemala. En el país centroamericano, recuerda, después de varias décadas de impunidad se logró la intervención de la Organización de las Naciones Unidas para crear la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), así como una Fiscalía Especial contra la Impunidad, en 2006.
La CICIG presentó los primeros resultados de la investigación que realizó por el caso de la red de defraudación aduanera en abril de 2015, a partir de entonces comenzó a crecer la movilización ciudadana en las calles, hasta llegar a la detención de la ex vicepresidenta, la renuncia del presidente Otto Pérez Molina —a principios de septiembre— y su encarcelamiento preventivo mientras hay un juicio en su contra.
“México necesita una fiscalía anticorrupción, pero realmente se tiene que garantizar que sea independiente”, apunta Márquez. Y al igual que Luis Gabriel Rojas y la doctora Irma Sandoval, del Instituto de Investigaciones Sociales, considera que la clave para comenzar a sacudir la corrupción en el país está en “una sociedad movilizada, eso es más valioso que cualquier reforma legal”.
Una sociedad movilizada, como la de Guatemala, que en últimas semanas ha mostrado una de las caras poco vistas en el combate a la corrupción: llevar a juicio a quien fue su presidente.