El Tribunal Supremo de Justicia dijo a Trump que no puede eliminar el programa DACA. Pero en las letras pequeñas se especifica que sí puede hacerlo si sigue las leyes y si presenta buenos argumentos.
Dulce García tenía 23 años cuando su hermano fue encerrado en un centro de detención para extranjeros en San Diego, California. Siempre había pensado que trabajaría como abogada criminalista, pero al verlo allí con su uniforme de preso, asustado y 7 kilos menos, decidió dedicarse a trabajar con migrantes. Gente como su hermano o como ella misma, nacidos en Cuernavaca, Morelos, pero instalados en Estados Unidos desde que apenas tienen recuerdos. Aquel golpe de realidad tuvo lugar en 2006. Once años después, ya convertida en abogada, tuvo su oportunidad. Ella es una de las seis personas que demandaron al presidente Donald Trump por su decisión de eliminar la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), el programa impulsado por Barack Obama que impide que sean deportados cerca de 700,000 dreamers o soñadores, como se conoce a los migrantes que llegaron al país cuando eran solo unos niños.
El 18 de junio pasado, el Tribunal Supremo de Justicia les dio la razón y Trump no podrá poner fin al DACA. Al menos, por el momento, decenas de miles de hombres y mujeres que han hecho su vida en Estados Unidos a pesar de no tener documentación van a tener un respiro. Falta por ver cuál será la reacción del inquilino de la Casa Blanca, pero encontrándose en plena campaña, García no duda de que seguirá utilizando su discurso racista. “Va a utilizar las mismas tácticas, nos echa la culpa de todo. Ahora que perdió está atacando a las familias con sus procesos de asilo, con las visas, o limitándoles la posibilidad de viajar. Continúa la misma agenda”, explica.
El DACA fue aprobado el 15 de junio de 2012 y permite que los menores de 31 años que llevan desde los 16 en Estados Unidos tengan cierta protección. Por un lado, impide la deportación. Por otro, les permite acceder a documentos como la licencia de conducir o el seguro social. No es una regularización como la residencia o la ciudadanía, pero al menos no viven con el terror a la deportación. El 5 de septiembre de 2017, Donald Trump anunció que ponía fin al programa. Dejó de inscribir a nuevos solicitantes y cerró las opciones que tenían los que ya estaban dados de alta, como los permisos para viajar al extranjero.
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“No ha sido nada fácil, pero siento que es una obligación. No solo por las personas que pelearon para ganar DACA, sino también por las que se quedaron fuera”, dice la abogada. Relata que la primera vez que vio el papel con el título “García contra Trump” fue cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Desde entonces, explica, lleva recibiendo amenazas por parte de los aliados del presidente. “Me dicen que no soy estadounidense, que me van a ejecutar”, lamenta.
“LA SOLUCIÓN ES LA RESIDENCIA”
Para explicar su demanda, García recuerda cómo la trataban cuando no tenía papeles. Por ejemplo, cuando su consejero en preparatoria le dijo que no iba a poder seguir estudiando por no tener documentos. O las veces en las que la familia durmió en la camioneta de su padre porque se había quedado sin empleo, no alcanzaba para pagar la renta y, al no tener documentos, tampoco podían pedir un préstamo.
“Cuando se ganó DACA yo estaba en escuela de leyes. Pero cuando uno no tiene papeles siempre está mirando a sus espaldas si hay un policía”, explica. Para la abogada, la regularización de Obama no es algo que al presidente se le ocurriera de repente, sino que estuvo empujada por la movilización de miles de personas. Por eso sigue confiando en la mayoría de la población para revertir las consecuencias de dos años con el DACA suspendido. Explica que al menos 100,000 personas se quedaron sin poder inscribirse desde 2017. Que la limitación que implica no tener documentos obligó incluso a que padres que estaban a punto de morir tuvieran que despedirse de sus hijos a través de videoconferencia.
“La solución permanente es la residencia, como previo paso a la ciudadanía”, dice la abogada. Asegura que tiene esperanza, aunque también teme la reacción de Trump.
A Brian de los Santos la aprobación del DACA le agarró celebrando sus 22 años. Llegó a Los Ángeles, California, dos décadas atrás, procedente de Ciudad Mendoza, en Veracruz. Lógicamente, no se acuerda de nada, pero el cruce forma parte de la historiografía familiar. Cuando iba de la mano de su tío. Cuando protestó porque esa nueva casa no era a la que estaba acostumbrado. “Fui a primaria, secundaria y prepa. Después a la universidad. Todo como indocumentado”, explica. Las leyes californianas, más garantistas con los migrantes, le habían permitido seguir su educación. Pero ese día, asegura, “me pude sentir esperanzado y más estadounidense”. Sus padres le mantuvieron el vínculo con la cultura latina, pero él ha pasado toda su vida en Estados Unidos, algo que se nota hasta en su forma de hablar. A pesar de ello, todavía tiene que aguantar a quien le aplaude, de forma condescendiente, lo bien que habla inglés incluso siendo migrante mexicano.
Cuanta De los Santos que aquel día, cuando se anunció eso que se llamaría DACA, lo primero que hizo fue comprar un periódico y tomarse una fotografía para poder utilizar como prueba. Reunió toda la documentación y aplicó en cuanto juntó el dinero.
“Lo que me cambió fue sentir paz. No solo ingresar dinero legalmente, sino también ayudar a mis papas”, explica. Puestos a quedarse con un momento, De Los Santos elige cuando le dio un cheque a su padre. “Me dio mucho orgullo”. No es algo material, algo que se mida en dólares. De lo que habla el joven es de certezas. Rentar un apartamento, poder salir de viaje, vivir sin tener miedo a que alguien pueda llegar por la espalda y de un día para otro termine deportado en México, ese país del que prácticamente no tiene recuerdos.
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“NOS LLAMABA BAD HOMBRES”
“El DACA cambió las dinámicas en las familias”, explica. De la noche a la mañana, núcleos que llevaban muchos años sin acceder a documentación en regla tenían uno de sus integrantes que les permitía regularizar algunas dinámicas.
En su caso, él siguió estudiando periodismo y comenzó a trabajar en medios como Los Angeles Times. Aunque asegura que siempre le ha gustado reivindicarse como persona sin documentos legales, admite que la deportación ya no era una de sus preocupaciones.
Pero luego llegó Trump.
El joven acepta que le costó procesar “qué es lo que significaba su impacto para nuestras comunidades cuando nos llamaba bad hombres, violadores”.
El día en el que Trump ganó, él fue quien tuvo que cambiar la cabeza en LA Times anunciando la victoria electoral del magnate. “Esa noche me llegaron como unos diez mensajes de disculpa, lamentándose de cómo sería mi vida a partir de entonces”, dice.
Si el DACA en 2012 había supuesto certezas, la decisión de Trump de poner fin a la regularización fue un retroceso. Él, que estaba haciéndose una vida en el único lugar que había conocido, tenía que plantearse sobre su futuro. ¿Y si ahora podían deportarle?
Fue entonces cuando Dulce García interpuso su denuncia contra el presidente. Y distintos juzgados le dieron la razón. “Fue un respiro”, asegura De los Santos.
El joven se queja sobre cómo Trump ha podido jugar durante todos estos años con la población migrante. “Pagamos impuestos, servicios, incrementamos la fuerza de trabajo”, protesta. El hecho de que la regularización de Obama no fuera algo permanente añade incertidumbre. Lo que la Casa Blanca aprobó, la Casa Blanca puede eliminar.
María Ibarra-Frayre relata el cambio que supuso DACA analizando todas las cosas que no podría hacer: trabajar de forma legal o subirse a un avión, lo que en su caso le implicaría dificultades para verse con su pareja, que reside en California, a casi 4,000 kilómetros de su domicilio en Ann Arbor, Michigan, muy cerca de Detroit. Todo ello, además, con la espada de Damocles de la deportación siempre sobre su cabeza. Para la joven, el momento en el que se dio cuenta de que algo había cambiado fue a los 22 años cuando obtuvo por primera vez su licencia de manejo. “La mayoría de chicos tienen su licencia con 16 años, pero yo no pude porque no tenía papeles ni acceso al seguro social”, explica.
Aquel día pudo experimentar “la libertad de manejar y estar sola manejando sin tener miedo de que la policía me iba a parar o a deportar”.
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Ella es activista social, del movimiento We The People en Michigan. Quizá por eso es más consciente de que, a pesar de los beneficios, el DACA es algo que podía no durar para siempre y que tiene sus limitaciones.
Por eso, ella siempre estuvo preparándose para lo peor.
PROTECCIÓN NO PERMANENTE
“Hemos hecho muchas actividades para parar a las familias. Para explicar que, aunque es una protección, no es permanente”, explica. Puede haber un accidente o un error o una confusión y, de la noche a la mañana, perder el documento. Además del riesgo de que un presidente como Trump tome la decisión de poner fin al programa.
Por eso, ella recomienda siempre a las familias que dejen todo preparado. “Que sepan quién es su abogado y a quién recurrir en caso de que le detengan y quieran deportarle”, explica.
Ella misma, beneficiaria del DACA, puso en práctica este protocolo.
“Hice un plan de emergencia. Sobre quién será el beneficiario de mis cuentas. He tenido conversaciones con amigos que son activistas. SI esto pasa, habla con esta persona. También hablé con mis papás y con mi pareja”, dice. “Mis amigos saben qué hacer, cómo buscarme en la base de datos de ICE y cómo contactar con el centro de detención”, dice.
El riesgo del arresto migratorio siempre está y hay cientos de miles de personas sin documentos que no se acogieron al DACA. Por eso, aboga porque toda la comunidad conozca esta información.
Cuenta Ibarra-Frayle que solo pudo regresar a México en una ocasión, en 2016, cuando el programa para dreamers daba luz verde a salir del país si había una razón. Desde que Trump impuso su veto al DACA esta opción se cerró por completo. Y no sabe si la decisión de los jueces revertirá esta situación.
“No han dicho exactamente que todas las libertades van a regresar”, explica.
Para la joven activista, ser irregular en Estados Unidos es vivir con miedo. “He vivido por tanto tiempo con miedo, siempre pensando qué iba a pasar, que no es posible vivir así”, explica. Por eso, desde hace diez años trabaja por los derechos de los migrantes. Dice que intenta sacar sus propios temores de la ecuación. Incluso cuando Trump anunció el fin de la regularización, que la afectaba a ella directamente, trató de “seguir mi vida y si llegaba ese momento, afrontarlo”.
Algunos de sus miedos se disiparon el 18 de junio, cuando el Tribunal Supremo de Justicia dijo a Trump que no podía eliminar el programa DACA.
Aquel día fue de celebración. Pero después tocaba analizar la letra pequeña.
“Trump puede eliminar el programa, la Corte dijo que puede. Solo que de una manera que siga las leyes y no hacerlo tan rápido o sin explicaciones”, explica.
Así que la decisión de los jueces se queda en un respiro.
“Ganamos un año más”, dice.
El martes 3 de noviembre, su futuro y el de otros cientos de miles de jóvenes, en su mayoría mexicanos, se juegan en las elecciones que enfrentan al republicano Trump con el demócrata Joe Biden. Aunque llevan toda su vida en Estados Unidos, no podrán votar. Si vuelve a ganar el actual presidente es posible que se reactive la maquinaria que les amenaza de la deportación.