Mucho antes de esta contingencia, hace algunos años, cuando llegué a la ciudad no conocía a nadie, por teléfono contacté a una mujer que buscaba roomie, bastó verla al ajustar detalles para saber que sin duda se convertiría en una de mis amigas más cercanas; Marissa.
Quedarnos juntas en casa era una decisión consciente y voluntaria. Nos llevábamos muy bien; teníamos ganas de compartir cómo había estado nuestro día , ponernos al tanto de las novedades, ir a hacer las compras tarde por la noche para evitar multitudes, preferíamos preparar comida y abrir una botella de vino (aunque no hubiera motivo especial) , charlar hasta la madrugada a pesar de tener trabajo al día siguiente, ocupar los fines de semana entre visitas de amigos, café, maratones de series y películas.
Entonces no parecía tan obvio preferir pasar el mayor tiempo libre dentro de los 150 metros cuadrados que compartimos, no había que estar en la misma habitación para sabernos cerca, para sentirme acompañada. Nuestro departamento no era nada del otro mundo; una mesa improvisada para comer, desayunar, cenar y jugar cartas- dependiendo la ocasión-, un banco de madera estilo barroco con cojín de terciopelo en rojo, una silla plegable de madera y dos sillones grises. Aún así nos encantaba estar ahí.
Después de tres navidades juntas su abuela enfermó y Marissa tuvo que volver a su ciudad natal. Todo pasó muy rápido, un martes por la mañana llegó la camioneta de la mudanza, al partir se llevó el love seat gris en el que le conté que mi madre no me hablaba desde que le declaré que era gay y después me solté a llorar dejándome mecer entre sus brazos, también se llevó sus libros de enfermería y el ropero viejo que tenía en su cuarto, el cristo que le regaló su padrino y claro, toda su ropa excepto unas pantuflas que prefirió dejar como si se trataran de un souvenir.
El miércoles muy temprano compartimos un café y la acompañé a su auto, le di un abrazo y le pedí que me avisara cuando estuviera en su destino. No fue hasta esa noche, cuando al regresar del trabajo, colocar la mochila de la computadora en la mesa y sentir el vacío que acababa de dejar que entendí. No era el departamento lo que me gustaba, sino vivir con ella.
No extrañaba ver sus cosas desordenadas en el baño que compartíamos, ni la pasta de dientes con la tapa abierta, claro que no, yo extrañaba no poder contener la risa cuando nos poníamos mascarillas los viernes por la tarde. Claro que después de ser amigas y vivir juntas la nostalgia que sentí me parecía de lo más normal. Pasaron un par de meses, llegó alguien nuevo; era agradable, comprensiva, simpática e interesante, mucho más de lo que se puede esperar de alguien que llega a compartir departamento con una completa desconocida.
La vida continuo y aún así , seguía sintiendo los vacíos. En las paredes recién pintadas de otro color, en las macetas nuevas, hasta en la por fin renovada taza del baño. No importaba cuantas plantas adornaran ahora el living, los libros viejos acomodados por color en el librero o el nuevo tapiz de los cojines sobre mi cama. No era el espacio lo que estaba vacío, sino una parte en mi que se había llevado con ella. Era mucho más que una nostalgia normal, estaba enamorada de Marissa.
En una buena historia seguiría contarles que tras esta revelación tomé las llaves del auto, manejé hasta su casa , toqué la puerta y al verla por fin le dije todo lo que no sabía que llevaba tiempo sintiendo por ella, que se sorprendió de verme pero fueron más sus ganas de responderme con un beso que de decir otra cosa, que todo el miedo que sentí durante esas horas sola en la carretera sirvió como impulso y no como barrera. Pero no. Sabía bien que Marissa había conocido a alguien, que no le gustan las sorpresas, ni las visitas inesperadas, y lo más importante; tampoco las mujeres.
Así que, en lugar de eso, sólo la llamé; le dije que la extrañaba, le mostré las nuevas adquisiciones en la casa mediante una video llamada y al verla, sonreí. Después de todo , fue gracias a ella que transformé este lugar, porque aunque hay ausencias que siempre están presentes, el vacío que me dejó me ha servido como espacio fértil. Ya no me importa estar sola o acompañada, volteo alrededor y me doy cuenta que por primera vez me gusta el lugar en el que estoy, este hogar que me he construido. Es irónico cómo después de todo ha sido gracias a Marissa que esta cuarentena me es más llevadera.