Allende su poder matemático y su colosal dominio de la física, fue uno de los más grandes artistas de la segunda mitad del siglo XX y de las primeras dos décadas del XXI. Un creador
de la talla de Picasso o de Rulfo o de Stravinsky.
“Papá, se murió Stephen Hawking”, me dijo consternada y por whatsapp una de mis hijas, minutos después de que la noticia se había hecho viral. Me quedé helado. No podía creer que uno de mis superhéroes hubiera dejado de existir. Que ese tan maltrecho cuerpo que lo había albergado durante un lapso inexplicablemente largo se hubiera apagado. A la incredulidad siguió una honda tristeza. Enseguida, una retahíla de preguntas. ¿Quién fue realmente el que murió? ¿Un científico de élite? ¿Un cosmólogo revolucionario? ¿Un tetrapléjico heroico? ¿El cerebro vivo más poderoso de nuestra especie, junto con el de Gary Kasparov?
Y de pronto llegó una reflexión sorprendente, acaso una idea esclarecedora. Claro. Se ha ido un creador. Un artista. Porque —allende el poder matemático de este inglés y más allá de su colosal dominio de la física— Stephen Hawking, como todo científico de élite que destroza paradigmas, revoluciona su terreno y lo reinventa, fue ante todo un hombre dotado de un portentoso poder de imaginación. Solo así, solo desde ahí, alguien puede concebir o participar en la urdimbre de esas cimas de la ficción científica —demostrables, plausibles, ciertas— como son la teoría del Big Bang o la de los agujeros negros y la singularidad gravitacional o la de los multiversos o la de la teoría unificada de supercuerdas.
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Sí. Hoy no tengo duda. Hawking fue uno de los más grandes artistas de la segunda mitad del siglo XX y de las primeras dos décadas del XXI. Un creador de la talla de Picasso o de Rulfo o de Stravinsky. Un hombre que inventó mundos y realidades que explican mundos y realidades. Que de hecho son esos mundos y esas realidades. Y que además —como artista verdadero y cabal que fue— las transmitió brillantemente a un público al que sedujo y atrapó. Hawking narró, pintó y compuso a punta de integrales y fórmulas y derivadas y ecuaciones cuadráticas. Se transformó en un legítimo líder de opinión, como tantos artistas de élite. Y fue una figura-modelo para más de una generación. Nunca una mente más libre habitó un cuerpo más confinado.
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Hoy, sin él, nuestra especie es mucho, mucho menos inteligente. Hoy, tras su partida (posiblemente voluntaria y asistida, como él mismo insinuara hace tres años), se extingue una estrella de lucidez e inteligencia gigantesca y hermosa. Implota, mejor dicho. Y deja tras de sí un vacío que, a diferencia de los que él imaginó, irradiará permanentemente luz, inteligencia, humor, sabiduría, optimismo y valor.