LEO BRACALIELLO, un niño de dos años que fue diagnosticado con autismo, se sienta con las piernas cruzadas sobre un tapete blanco, con sus grandes ojos azules fijos en la cara de un robot, cantando monótonamente: “Sí, estás contento, y lo sabes…” Cuando la canción termina, Leo le balbucea a su madre: “De nuevo”. El robot lo complace.
Esa fue una de las primeras sesiones Leo sostuvo con Kaspar: un robot social en préstamo de la Universidad de Hertfordshire, en Inglaterra. Unas cuantas sesiones así sirvieron para lo que los científicos llaman “seguir con la mirada”: un primer paso nodal para el intercambio social donde, a menudo, algunos niños con autismo tienen dificultades. Tras seis meses de estar en contaco con su amigo mecánico, Leo empezó a memorizar gestos, canciones y frases del robot —y se emocionaba cada vez más con sus juegos.
Alrededor de uno de cada 160 niños en el mundo tiene autismo, según cálculos de la Organización Mundial de la Salud. Aun cuando el trastorno cubre una gama amplia de comportamientos, por lo general se caracteriza por algún grado de discapacidad en el comportamiento social, la comunicación y el lenguaje, así como por la tendencia hacia un rango estrecho de intereses y actividades, todos los cuales, según muchos terapeutas, los robots ayudan a paliar.
Si bien muchos padres hallan aterrador a Kaspar al principio, comparándolo con un mini Frankenstein o un fugitivo de la Isla de los juguetes perdidos, los niños con autismo agradecen este descanso de los rostros humanos abrumadoramente matizados, dice Ben Robins, director del proyecto Kaspar. Al contrario de los terapeutas del lenguaje o los padres, los robots tienen una paciencia ilimitada y no juzgan. Son predecibles y no intimidan. “La simplicidad del robot es clave”, explica Robins.
Las oraciones, los gestos y las canciones de Kaspar son básicas. Están pensadas para ayudar a niños en todos los puntos del espectro autista para que, a su vez, aprendan secuencias para interactuar con la gente, lo cual puede ser útil en la vida real. El robot también ayuda con la imaginación social, o la capacidad de entender, explicar y predecir lo que sucede en la mente de alguien, un reto sobrecogedor para niños con autismo. Para enseñar esta habilidad, Robins hace que el robot demuestre emociones como “miedo” o “felicidad”, mientras el niño interactúa voluntariamente con el robot.
Los robots tienen sus detractores. Sara Luterman, domiciliada en Washington, D.C., defensora del autismo y editora de la revista en línea de la comunidad autista NOS, cree que los robots son “un desperdicio de dinero ostentoso y costoso” que podrían desviar recursos y atención de necesidades más apremiantes, como la atención médica mental y la vivienda.
Debbieanne Robinson no está de acuerdo. Matthew, su hijo con autismo de cinco años, vio un robot social llamado Milo en la televisión una noche, y sus ojos se “encendieron”, dice ella. Le pagó al fabricante en Dallas, Robokind, 5,000 dólares para que le enviaran uno de los robots. Según relata, en su hogar en Uxbridge, un suburbio de Londres, Matthew está jugando con Milo un juego diseñado para enseñar la diferencia entre los saludos hola, qué onda, y qué tal. Él se desternilla de la risa con las gracias del robot.
Robinson espera abrir su propio jardín de niños para niños con autismo. “Si no vas a asumir un riesgo, entonces no llegarás a ningún lado”, dice ella.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek