Sortearon múltiple riesgos y obstáculos para alcanzar “el sueño americano”; dejaron su fuerza, salud y vitalidad en los campos de trabajo de una nación que hoy los echa de nuevo a la calle y los discrimina por haber perdido su valor más preciado: la juventud.
UNA DECENA DE VIEJOS permanecen sentados en la caja de una pick up estacionada en la tienda Home Depot de San Diego, California. Cuando se acerca un auto, todos corren hacia él pensando hallar un potencial cliente que requiera de sus servicios de albañilería, mecánica o cualquier otro arreglo necesario.
“Hi Mrs., what do you need?”, preguntan con desesperación casi al mismo tiempo, mientras el coche se aleja buscando un espacio en el estacionamiento.
Entonces, el grupo de inmigrantes, la mayoría de origen mexicano, regresa cabizbajo al punto de encuentro en la camioneta desvencijada.
Rogelio López es oriundo de Guanajuato, pero migró a Estados Unidos hace más de dos décadas. Se instaló en el pequeño poblado de Smithfield, en Carolina del Norte —ahí únicamente 10 por ciento de la población es de origen latino—. Cuando llegó a territorio americano, como casi todos los inmigrantes que representaban la fuerza laboral campesina en Estados Unidos, tramitó papeles falsos para que el empleador le diera trabajo en la cosecha. Pero cuando cumplió 50 años, lo echaron argumentando que su documentación había sido falsificada.
“Los papeles falsos les sirven cuando les conviene”, refiere el sexagenario cubriéndose la cara para protegerse del intenso sol. Y de inmediato agrega:
“Cuando eres joven y fuerte te necesitan para trabajar, se hacen de la vista gorda porque saben que esos papeles son falsos, pero cuando eres mayor y ya no les sirves entonces el gobierno te echa sin pagarte absolutamente nada por una vida de trabajo arduo. Es —afirma— una esclavitud simulada”.
Aun con un dejo de esperanza por recuperar algo de la liquidación merecida por las décadas de trabajo, López contrató a un abogado laboral para que intercediera en su caso.
Hoy, más que su incierto y desolador futuro, a don Rogelio lo preocupa el de su hija mayor, quien hace unos meses llegó a California a vivir con él.
“El sueño americano es migrar a la esclavitud”, suelta con una mueca.
DISCRIMINADOS POR ‘VIEJOS’
Para poder trabajar en Estados Unidos, los inmigrantes que llegan sin papeles legales deben pagar entre 300 y 500 dólares para obtener documentación falsa: una identificación de residente (Resident Card) y la tarjeta de seguridad social.
Con solo corroborar el número de seguridad social con las oficinas de gobierno, un empleador sabe que la documentación que recibe es falsa. Sin embargo, todos se hacen de la vista gorda: únicamente tres de diez empleadores reportan las irregularidades. ¿El motivo? La necesidad de contar con mano de obra barata para ejecutar los trabajos más pesados.
Así fue como Apolinar Lara, originario de Ciudad de México, obtuvo un trabajo como montacargas en HEB —una de las cadenas de supermercado más grandes de Estados Unidos.
“Ahí aceptaban a cualquiera porque era un trabajo muy pesado, excepto a los muy viejos”, cuenta.
Por cada tráiler que Lara descargaba recibía 25 dólares. La capacidad y habilidad física de cada empleado es la que permite hacer más o menos dinero.
“La descarga se hace en parejas”, explica Apolinar, “entre más joven y fuerte sea tu pareja, descargas más tráileres y más dinero haces. Por eso los jóvenes fuertes se juntan con otros jóvenes y los viejos quedan relegados”.
En los cuatro años que Apolinar estuvo en Estados Unidos trabajando, este fue el trabajo más redituable que tuvo. Semanalmente podía llegar a ganar 600 dólares, lo que representaba su renta mensual en la propiedad que alquilaba con su hermano y tres personas más.
Mientras que él y otro joven descargaban de cinco a seis tráileres diarios, los cuatro viejos que ahí trabajaban lograban terminar de vaciar únicamente dos tráileres por pareja —lo que de ahí ganaban les alcanzaba apenas para sobrevivir.
“Siempre había discriminación con los viejos, porque buscaban a los más chavos para hacer más dinero descargando los tráileres”, relata Apolinar con su voz ronca.
Uno de esos viejos se hizo su amigo, y de vez en cuando le pedía permiso para poder inyectarse heroína en el sótano de la casa que rentaba.
“Ya no tenía ni espacio en donde inyectarse el viejo”, expresa Apolinar, quien fue deportado dos veces a México, hasta que se vio obligado a dejar “el sueño americano” atrás y retornar al país del que, en principio, salió huyendo.
ENVEJECER SIN RECOMPENSA
Para migrar a Estados Unidos hay que tener entereza. El viaje puede llegar a durar meses, los peligros son múltiples y el riesgo de ser deportado es mayor desde que Donald Trump asumió como presidente. Su discurso antiinmigrante ha ido acompañado de acciones contundentes para frenar el paso ilegal de personas en la frontera sur de Estados Unidos.
Desde el proyecto de construcción para extender el muro a lo largo de los más de 3,000 kilómetros de frontera colindante con México, hasta el despliegue de elementos militares. Estas tácticas han resultado en un mayor número de detenciones.
Por tercer mes consecutivo, en mayo pasado se registraron más de 50,000 detenciones por parte de agentes migratorios. Este número es tres veces mayor comparado con el mismo mes del año previo, de acuerdo con información del Departamento de Seguridad Nacional.
California es uno de los estados con mayor presencia de migrantes por su cercanía con el paso fronterizo más transitado de la franja, la garita de San Isidro, en Tijuana.
En San Diego el sol cae a plomo en el mes más caluroso del año: mayo. En esa ciudad estadounidense, los migrantes que pasan de los 50 años esperan horas que se convierten en días, con la esperanza de ser contratados por quien necesite mano de obra para jardinería o albañilería. Son un grupo de hombres mayores que ya no pertenecen a ningún lugar, no son de aquí ni son de allá. Dedicaron su vida al campo y los echaron por viejos. Ahora rondan por las calles apelando a la caridad de potenciales empleadores.
La vida en el campo es dura. Un grupo de entre 10 y 15 hombres renta un pequeño cuarto para dividirse los costos de la renta. Ahí cocinan una vez a la semana frijoles con huevo
—que es el platillo que comen diariamente para poder mandar dinero a las familias que dejaron atrás: esposas viudas e hijos huérfanos—. La mayoría crecerá sin su figura paterna.
“¿Para qué tanto sacrificio por la familia? Si después resulta que te hacen un hijo por internet”, se queja Fernando Romero, quien ha residido en Estados Unidos 40 años trabajando en la pisca.
“Hoy el negro le dice al migrante: ‘Ahora tú eres el esclavo’”, expresa con cierta amargura.
Romero trabajó por dos décadas en los campos de un señor conocido como el “Rey del Durazno”, por las grandes extensiones de plantíos que posee. Su minada condición física no le permite hacer el trabajo que hace 20 años hacía en la pisca; sin embargo, ahora se encarga de conseguir a los migrantes jóvenes que llegan con la sed de hacer dinero en terrenos extranjeros.
“Es mucho más difícil conseguir a gente que esté dispuesta a venir a trabajar acá. Son muchos los riesgos y el esfuerzo que hay que hacer para llegar a Estados Unidos, las políticas de Trump han hecho que los migrantes duden en venir a trabajar la tierra, están escaseando”, relata Romero, de complexión delgada y tez arrugada.
Durante los 20 años que trabajó en la pisca, vio como cada año su patrón debía pagar 20,000 dólares al gobierno estadounidense como multa por tener a personas con documentación falsa o sin papeles trabajando en el campo. No obstante, eran los únicos que estaban dispuestos a hacer este trabajo.
“Si no fuera por los migrantes, los campos estarían vacíos”, manifiesta Romero.
Trabajar en la pizca mina tu fuerza y energía. El intenso sol que por horas soporta tu cuerpo en movimiento, las manos rasposas que con los años se convierten en callos sin sensibilidad. Años dedicados al campo y al sacrificio de vivir lejos de la tierra que es tuya, pero que cada vez es más ajena. Y la nueva familia de los inmigrantes de la tercera edad son otros, como ellos: viejos abandonados por sus familias, extrabajadores explotados que, además, han sido abandonados por el gobierno.
“En este país, si tú no tienes familia, tienes que hacer tu comida y ver cómo sobrevives. Porque aquí nadie te va a dar nada. Yo tengo un pie aquí y otro afuera. Yo soy un pie aquí, y el otro allá. Estás en un país que no es tuyo. El día de mañana no sabes si vas a amanecer aquí durmiendo o no. Puede ser que mañana mismo estés en la cárcel”, dice el guatemalteco Carlos Medina, quien llegó a Louisiana en 2008.
Hoy, como inmigrante de la tercera edad en Estados Unidos, sobrevive como muchas personas de su edad en condiciones precarias, con temor constante a ser deportado, y una sola certeza: el sueño americano concluyó y no resultó lo que esperaba.