Doña Severa Escalante, mi abuela, contaba una anécdota: … de un gobernante que gastaba sin medida el presupuesto de la hacienda pública. Repartía sin control. Ante la ausencia de una política pública el gasto de dicha ocurrencia empobrecía y dañaba al “pueblo bueno”, no medía las dadivas generosas que daba. Un buen día, al salir del palacio se dio cuenta que había gastado todo el presupuesto, ni siquiera traía en la bolsa para dar prueba de su generosidad; se encontró a los guardias, buscó en sus bolsos y no traía dinero, les dijo “¿Compañeros, cada uno de ustedes me puede prestar cien pesos?”, “¡claro, señor presidente por supuesto!”, contestaron los guardias, le extendieron los billetes de cien pesos. “Bueno pues guárdenselos… Se los pedí para dárselos a ustedes”. La anécdota se contemporiza.
Todas las mañanitas mexicanas, “tienen un no sé qué, que qué se yo…”, comprobamos que en el ámbito político la mentira tiene una gran eficacia mediática. La educación escolástica en su afán de crear competencia, construir una sociedad de normales, de premiar a las y los mejores…, produce mentirosos sobre todo en política, empujada por el poder gubernamental. La competencia sobre quién tiene la razón, muestra una carencia de interlocutores válidos al señalar quienes son los malos se engendra la mentira pivote, “ergo”, el que predica es el bueno de los buenos.
Para un pueblo generoso, laborioso, leal, comprometido, en ese escenario que se apodera “la verdad verdadera”, nada hay más peligroso que una acción contraria al “dicho de la verdad”. La circunstancia es muy clara, las palabras, el escenario, la tribuna, desde luego la persona, sostiene narrativas de “realidades inventadas”. Decir mentiras se convirtió en una industria de enunciados a modo de un arte de gobernar, ese discurso esquiva la verdad y empobrece lo hechos, deja aniquilado todo conversatorio, desaparece uno de los participantes legítimos para la comunicación.
Se pierde la oportunidad del diálogo y consecuentemente de los consensos al solo contar con oído pasivo. Verdad y mentira son una realidad en la comunicación política, se condicionan discursivamente, una demanda a la otra y viceversa. El predicado: “no mentir” al enunciarse proclama una verdad imperativa, la que dice el propagandista, con lo que enuncia una mentira en el propio predicado; podrá ser por indolencia o analfabetismo. Dichos enunciados ocultan, destruyen, falsean, los hechos que presumen. La mentira produce efectos de verdad del círculo comunicativo y en la ignorancia, sobre todo, en la política del poder público, se empoderan desde las alboradas del atril donde cotidianamente ataviado metafóricamente con birrete y casulla de justiciero, enjuicia, condena, basurea, perdona, condona, maldice, ampara… En ese modo jurídico no hay derecho de audiencia, no hay presunción de inocencia, no hay carpeta de investigación… estos escenarios empoderan los dichos del odio, del rencor, en los discursos de todo tipo en la vida social. La “verdad oficial” al enunciarse nutre redes sociales y robots que la multiplican bajo la idea alemana de que la mentira en su multiplicación empodera su afán de hacerla verdad con la magia de vínculos comunicativos. Debemos tener muy claro que mientras el discurso de la verdad no alce la voz, la mentira seguirá siendo eficaz.
El mentiroso pierde los valores de tendencia que le exijan responsabilidad, sobre todo en política, en la que los consensos son por sectores, grupos, partidos, sociedades… la cartografía de la mentira contiene polígonos irregulares y mañosos, es difícil conocer sus coordenadas, son inexactas, sus curvas de nivel, sus croquis, son falsos. Uno de esos mapas son las famosas “encuestas a modo” en las que sus resultantes muestran “supuestas verdades” que velan hechos verdaderos. El efecto de verdad que muestran es la eficacia de las mentiras políticas. Si a la sociedad le indigna la falsedad en ese encuentro la mentira se desvela en todo su esplendor de oprobio. Es decir, pone en descubierto lo que la mentira enuncia y, sobre todo, quien la predica. Nos damos cuenta de que los juegos de lenguaje facilitan escenarios comunicativos, el predicador usa las expresiones, por ejemplo, prometer, dar órdenes, describir un objeto, absolver o condenar a alguien…
“El mentiroso de Megara” de la clase de lógica nada tiene que hacer en nuestra realidad mitómana. Los argumentos se sofistican, a cada argumento se produce un contraargumento mediante el cual hace imperativo que la verdad esté en la primera persona. Me decía una Profesora de educación secundaria. “Te diré una noticia buena y otra mala, ¿cuál quieres primero?” ¿Cuál es la buena? “¡Que el sistema de salud será como el de Dinamarca!” ¿Y la mala? “¡Que es una mentira!”
Heidegger nos enseña que el físico esencial de la verdad “es el desvelamiento”, es decir, la autenticidad. Podemos decir entonces que las cosas y las personas son verdaderas en cuanto son auténticas.