Antes de conocer California —lo que se dice
conocer de verdad— pensaba que el estado terminaba, más o menos, en el extremo
norte del Puente Golden Gate, donde están los bosques de Muir, los viñedos de
Napa y, después, Oregón. Pero es absurdo. Hay mucho territorio antes de llegar
a la frontera, una extensión inimaginable para los urbanitas, quienes creemos
que tres cuadras fuera del centro de la ciudad son toda una aventura. Cierta
vez, en el pueblo de Weed [Yerba], justo al sur de la frontera de Oregón, entré
en un sanitario público y encontré, en el borde del lavamanos, un frasco de
vidrio con, bueno, ya saben. Los gordos grumos de esa cosa asquerosa yacían
allí, inocentemente, como en una jabonera. San Francisco estaba muy, pero muy
lejos.
La nueva novela de T. C. Boyle, ‘The Harder
They Come’, está ambientada en esa California, muy al norte de “Frisco”, en una
tierra húmeda y boscosa de hippies viejos, forajidos, conversos de la
agricultura, libertarios y gente que, nacida en la región y atrapada en los
imprevisibles vaivenes de la vida, jamás pudo salir de allí. Una California que
anda a trompicones en una especie de economía verde. “Yerba”, explica Boyle,
“el gran incentivo de la Costa Norte, la Costa Dorada, el Callejón de la Mota.
Cultivan uvas en Anderson Valley y cosechan yerba en las colinas”.
Uno de los nativos de la región es Sten
Stensen, veterano de Vietnam y encumbrado después al “grande y luminoso
altiplano de director escolar” en el “aletargado pueblo maderero de Fort
Bragg”. Cuando la novela inicia, se encuentra en un autobús que da tumbos por
Costa Rica, un desvencijado vehículo repleto de pálidos vacacionistas con
riñoneras y “pre-muertos” (jubilados), pero Sten no está listo para la tumba.
La escena que inaugura ‘The Harder They Come’ coloca a los viajeros en una
emboscada con tres ladrones, en un claro donde debían iniciar su paseo por la
naturaleza; y es allí donde Sten, haciendo gala de sus añejas habilidades de
combate cuerpo a cuerpo, mata a uno de los criminales a mano limpia y se
convierte en el héroe de aquellos blancos de edad media con quienes ha estado
holgazaneando en el Caribe. Luego, la historia lo sigue en su viaje de regreso
a Mendocino County, donde se convierte en una celebridad.
Mas el relumbrón del heroísmo no dura mucho,
opacado por el recrudecimiento de Adam, hijo único de Sten. Las señales de su
arribo son el conflicto central de la novela. La lucha entre padre e hijo,
entre el insensato salvajismo de la juventud y la mesurada sabiduría de la
edad. Entre dos visiones de California: una tierra para hombres con convicción
y fuerza, y una constelación de mercados orgánicos y tabernas de cervezas
ecológicas.
Adam es uno de los personajes más vívidos de
la ficción estadounidense reciente, una perversión de todos los ideales yuppies
sobre la buena paternidad, una pesadilla de la que sus progenitores no pueden
despertar (Carolee, esposa de Sten, jamás encarna completamente). Si conoces la
obra de Boyle, sabrás que nada le gusta más que destrozar las frágiles
ilusiones tras las que se ocultan sus personajes (y lectores). Adam es ese filo
aserrado que rasga el aburguesado confort en que sus padres se han acurrucado
durante mucho tiempo.
Alguna vez Adam fue “un dopado inveterado
que vestía camisetas de Burning Spear y hablaba con acento rastafari”, pero
entonces algo en sus sesos se desajustó y sucumbió a la paranoia, en particular
a una variedad anti-china que alude a las atroces leyes del “Peligro Amarillo”
anidadas en las entrañas del subconsciente histórico californiano. Durante un
viaje con hongos, arremete con su auto contra un patio de recreo alucinando que
era “una nave espacial de alienígenas chinos que acababa de aterrizar y
vomitaba un montón de pequeños hostiles que no paraban de chillar y que, al
final, resultaron ser niños, solo niños”. Después intentó hacer una “ofrenda de
paz” a la embajada china en San Francisco, pero aquello también salió mal.
Y así, Adam comenzó a retraerse, en sí mismo
y en las insondables arboledas del Imperio Secuoya, con la fantasía de vivir
como un lejano antepasado llamado John Colter, un intrépido pionero y miembro
de la expedición de Lewis y Clark que recolectaba pieles de castor, que
combatía indios y que nunca tuvo miedo de matar o morir aunque, de preferencia,
evitaba lo segundo. En otras palabras, un auténtico estadounidense. O según el
epígrafe de la novela, cortesía de D. H. Lawrence: “La esencia del espíritu
estadounidense es dura, aislada, estoica y asesina. Nunca, hasta ahora, se ha
fundido”.
“Yo nada tengo de original”
Si Adam fuera de los que leen (cosa que no
es; y tampoco habla, pues su discurso consiste, eminentemente, de gruñidos),
sin duda celebraría tan fiera descripción del temple nacional. “De vuelta a la
Edad de Piedra”, piensa. “Más Colters. Vivir de la tierra y prepararse para los
hostiles, porque van a venir y tomarán lo que quieran y nadie los detendrá”.
Sin embargo, hasta que llegue la invasión china, Adam se conforma con ser parte
de la versión moderna de la recolección de pieles de castor: cultivar opio.
Su perturbado espíritu alberga algunos de
los impulsos más horribles de la sociedad estadounidense, incluidos el temor de
los extranjeros y el deseo de violencia. Es como un incipiente Kurtz en ‘El
corazón de las tinieblas’, solo que sin acólitos. Sería de lo más antipático de
no estar tan evidentemente enfermo; al menos su vulnerabilidad psicótica mueve
a compasión. Y lo mismo hace la monstruosa paradoja de su deseo de purgarse de
la mierda de la sociedad para producir más mierda de autoría propia. Y es que,
para él, hasta su nombre es derivativo. “Adam [Adán] fue el hombre original”,
lamenta, “y yo nada tengo de original”.
Halla refugio en el amplio seno de Sara
Hovarty Jennings, una cuidadora de caballos del Movimiento Ciudadano Soberano
que abriga arraigadas y muy ingenuas opiniones sobre el “Ilegítimo Gobierno
Estadounidense de la Corporación Estados Unidos” y en particular, su
manifestación californiana, “el máximo estado nodriza, donde todo lo que
hiciste, menos respirar, está regulado hasta el tope y hay una lista de
prohibiciones de un kilómetro de largo pegada en cada esquina”. Su implacable y
pretenciosa ética libertaria (imagina a un Ron Paul como un adolescente ebrio
de azúcar) choca con policías, jueces y demás órganos de la autoridad del
antedicho aparato federal/estatal/municipal codicioso y supuestamente ilegal.
Alerta arruina-sorpresas: La cosa se pone
fea y luego, se pone del carajo. Adam recorre el bosque con su rifle de asalto
Norinco SKS Sporter (irónicamente, de factura china) para que su operación de
cultivo de opio pueda echar raíces, por así decirlo; entre tanto, unos
mexicanos cultivan mota en esos mismos bosques de secuoyas. Un grupo de guardas
silvícolas xenófobos, con Sten entre ellos, sale en busca del supuesto
sembradío mexicano. Mientras, Sara ha liberado a su perro —un ruidoso cachorro
con rastas llamado Kutya— de la perrera local, donde lo habían encerrado porque
le faltaba la vacuna de la rabia. Igual que Adam, la joven se encuentra en
condición de prófuga aunque por razones distintas (el amorío de este par es
casi exclusivamente físico y por tanto, no del todo creíble: si bien comparten
instintos antigubernamentales, jamás conectan más allá del plano carnal).
Los verdaderos seguidores de Boyle
recordarán ‘El fin del mundo’ (1987), una hábil exploración de la historia del
Valle del Río Hudson, donde pasaba con notable fluidez de los barones del
territorio holandés del siglo XVII a sus descendientes directos del siglo XX
(para mí, es una de las contadas novelas históricas que no cae en el kitsch ni
cede bajo el peso del tiempo). Pues bien, en ‘The Harder They Come’ —su 15ª
novela, amén de 10 colecciones de cuentos cortos— aborda muchos temas
similares, sobre todo el concepto nietzscheano del tiempo recurrente, de que la
historia siempre regresa para abofetear el presente. Sin embargo, en las dos obras
deja aflorar su curiosidad por los vestigios del antiguo espíritu
estadounidense y su expresión actual. Hijo de la década de los sesenta (terminó
la universidad en 1968), Boyle está interesado en el largo frío que siguió al
Verano del Amor, la transformación de los impulsos revolucionarios de aquella
era en el hoy familiar espíritu corporativista que bien podría considerarse la
esencia codiciosa del alma estadounidense.
Unos diez años más joven que Thomas Pynchon,
Boyle es menos cerebral, menos paranoico, aunque se muestra igualmente
intrigado por los fracasos del proyecto estadounidense, esos sombríos valles
del espíritu nacional donde ningún novelista meramente bueno se atrevería a
incursionar. No obstante, de los dos, Boyle es el más legible, capaz de crear
páginas más placenteras y con intereses menos insulares. Aunque Pynchon también
ambientó una obra en el norte de California (‘Vineland’, 1990), la suya es una
California nada verosímil, plagada de ninjas y zombis; más como una casa de la
risa con los espejos rotos.
Hace quince años, Boyle dijo a ‘The Paris
Review’ que estaba “escribiendo novelas con compromiso social” y señaló algunos
de los tópicos “alegres” de sus recientes ‘La cortina de Tortilla y Un amigo de
la Tierra’: “los problemas insolubles de la degradación ambiental, la
sobrepoblación y el inminente colapso de la biosfera”. Esas inquietudes
reaparecen en ‘The Harder They Come’, junto con los temas de la incomprensión
generacional, la desigualdad económica y el consabido racismo. No es un libro
“bonito”. Pero bien visto, los mejores libros nunca lo son.
