Este artículo apareció primero
en el sitio del Consejo de Relaciones Exteriores de EE UU.
Pocos presidentes han amado el
puesto. Teddy Roosevelt dijo: “Ningún presidente jamás se ha divertido tanto
como me he divertido yo”. No obstante, la mayoría de los presidentes han
hallado el puesto demandante, quizás demasiado demandante.
James K. Polk prácticamente
trabajo hasta extenuarse. Zachary Taylor, el héroe de la guerra entre México y
EE UU, halló más difícil el ser presidente que el dirigir a los hombres en
batalla. Dwight Eisenhower sufrió un infarto por el estrés de liderar al Mundo
Libre.
Muchos presidentes expresan
alivio en cuanto los pueden llamar “ex presidente”. Esta tendencia empezó
pronto. John Adams le dijo a su esposa Abigail que George Washington se veía
demasiado feliz de verlo prestar juramento al cargo. “Creí que lo oí decir:
‘¡Ay, ya estoy más que fuera y tú más que dentro! ¡Mira quién de los dos será
más feliz!”
Andrew Johnson, quien fue
sometido a juicio político por la Cámara de Representantes pero absuelto por el
Senado, regresó al Capitolio seis años después de dejar la Casa Blanca como
senador por Tennessee. Cuando un conocido mencionó que sus nuevas habitaciones
eran más pequeñas que aquellas de la Casa Blanca, él respondió: “Pero son más
cómodas”. Rutherford B. Hayes anhelaba escaparse de lo que llamaba una “vida de
servidumbre, responsabilidad y trabajo duro”.
La única parte del puesto que a
Chester Arthur le gustaba era organizar fiestas. Al parecer, eso hizo muy bien.
Su apodo era el “príncipe de la hospitalidad”.
Grover Cleveland afirmó que “no
[había] hombre más feliz en Estados Unidos” cuando perdió la reelección en
1888. El tiempo lejos de la Casa Blanca al parecer le hizo cambiar de opinión.
Se postuló de nuevo en 1892 y ganó, convirtiéndolo en el único presidente de EE
UU que ha tenido dos períodos no consecutivos.
Muchos presidentes modernos
culpan a los medios de comunicación de hacer sus vidas miserables. Pero la
queja es tan vieja como la República. Thomas Jefferson sugirió que los editores
de periódicos deberían dividir sus publicaciones “en cuatro capítulos,
titulando al 1º, Verdades. 2º, Probabilidades. 3º, Posibilidades. 4º,
Mentiras”.
El
discurso de toma de posesión
El primer acto oficial de
cualquier presidente electo es dar un discurso de toma de posesión. Las
expectativas y el interés son altos. Tan altos de hecho, que muchos presidentes
electos canalizan a su pasante universitario interno y trabajan hasta altas horas
de la noche en su redacción.
James Garfield terminó su
discurso hasta las 2:30 a.m. el Día de la Toma de Posesión. Bill Clinton lo
superó por dos horas, jugueteando con su discurso hasta las 4:30 a.m.
Algunos presidentes se ponen a
la altura de la ocasión el Día de la Toma de Posesión con retórica de altos
vuelos que resuena al paso del tiempo. Franklin Delano Roosevelt nos dio: “Lo
único que debemos temer es al miedo mismo”. John F. Kennedy nos dio: “Que todas
las naciones sepan, ya sea que nos deseen el bien o el mal, que pagaremos
cualquier precio, soportaremos cualquier carga, enfrentaremos cualquier
adversidad, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier enemigo,
con el fin de asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”.
Vamos, la mayoría de los
discursos de toma de posesión son olvidables. James Buchanan usó el suyo para
quejarse de que el país se consumía tanto en el debate de la esclavitud que
estaba ignorando otros asuntos más importantes. Ese discurso nos dice mucho del
porqué Buchanan encabeza toda lista de los peores presidentes de la historia
estadounidense.
Ulysses S. Grant, mucho mejor
general que presidente, usó su discurso de toma de posesión para quejarse de
que sus críticos lo trataban injustamente. La mayoría de los presidentes
comparte este sentimiento, pero encuentran mejores lugares donde expresarlo.
Richard Nixon nos dio la frase
memorable: “El sueño americano no se cumple a quienes se quedan dormidos”. Eh,
sí, claro.
Algunos presidentes van directo
al grano en sus discursos de toma de posesión. El segundo discurso de toma de
posesión de Washington totalizaba apenas 135 palabras, o más o menos la
longitud de dos recitaciones del Padre Nuestro.
William Henry Harrison, el
héroe de la Batalla de Tippecanoe, se fue al otro extremo. Le tomó dos horas
dar un discurso de 8000 palabras. Era un día en extremo frío, pero Harrison, de
68 años, habló sin abrigo o sombrero. Pescó un resfriado, que se convirtió en
neumonía, y murió un mes después. Ello lo convirtió en el primer presidente que
murió en el cargo. (También convirtió a John Tyler en el primer vicepresidente
en terminar el período de un presidente.)
Harrison tiene otras dos
distinciones. Primero, fue el último presidente estadounidense nacido como
súbdito de Inglaterra. Segundo, fue el primero, y hasta ahora único presidente,
en ver a su nieto convertirse en presidente. Benjamin Harrison, por favor, haga
una reverencia.
Cuando George Washington prestó
juramento al cargo por primera vez en la Ciudad de Nueva York el 30 de abril de
1789, solo las personas dentro del alcance de su voz pudieron oír lo que tenía
para decir. Todo presidente posterior hasta Woodrow Wilson también habló sin el
beneficio de la amplificación. Lo cual suscita la pregunta: ¿la gente que pasó
dos horas escuchando a William Henry Harrison hablar por horas en el frío
extremo en realidad lo oyó?
Warren Harding fue el primer
presidente que dio su discurso de toma de posesión con un micrófono. Calvin
Coolidge fue el primer presidente que dio su discurso de toma de posesión por
la radio. Harry Truman fue el primero en dar el suyo por televisión. Bill
Clinton fue el primero en hacerlo por internet.
Cualquier presidente hoy día
que prestase el juramento al cargo sin poner su mano sobre una Biblia se
convertiría al instante en un paria político. Pero al parecer no siempre fue
así. Franklin Pierce se negó a usar la Biblia durante su juramentación. Barack
Obama usó la Biblia de Lincoln.
Los cambios en la tecnología
han ido de la mano con cambios en la moda. Hoy damos por sentado que el
presidente vestirá un traje de dos piezas. Sin embargo, los primeros cinco
presidentes —George Washington, John Adams, Thomas Jefferson, James Madison y
James Monroe— usaron pantalones bombachos a la rodilla. John Quincy Adams fue
el primero en usar pantalones largos, así que podemos considerarlo una especie
de seguidor de la moda.
La tradición hoy día exige una
serie de bailes de gala en la noche del Día de la Toma de Posesión. Los
presidentes van de un hotel de Washington a otro hotel de Washington, bailando
brevemente e inspirando a sus partidarios.
Sin embargo, en los buenos días
de antaño las festividades eran más íntimas y bulliciosas. Andrew Jackson
celebró una fiesta para quienes le deseaban el bien en la Casa Blanca. Sin
embargo, las cosas se salieron de control, al estilo de la película Colegio de
Animales. La Casa Blanca solo se salvó cuando los sirvientes presidenciales
cargaron cubas de helado y licor al prado para atraer a la gente fuera de la
mansión.
Aterrizar
en el monte Rushmore
Todos los presidentes en el Día
de la Toma de Posesión imaginan que su presidencia será grandiosa. En la mente
del pueblo estadounidense, Ronald Reagan encabeza la lista actual de los
mejores presidentes, seguido por Abraham Lincoln, Bill Clinton, John Kennedy y
George Washington.
Los historiadores y politólogos
profesionales se burlan de la clasificación popular porque está obviamente
inclinada a favor de presidentes recientes. Los profesionales más bien nombran
típicamente a George Washington, Abraham Lincoln y FDR como los tres mejores
presidentes.
Vamos, son demasiados los
presidentes que no logran impresionar al pueblo o a los profesionales. El caso
más triste tal vez sea Millard Fillmore. Él no pudo impresionar ni a su propio
padre, quien dijo que él pertenecía a su hogar en Buffalo y no en Washington.
No obstante, el paradigma del
fracaso presidencial es Herbert Hoover. Él era un niño mimado antes de hacerse
presidente. Nacido en West Branch, Iowa, de origen humilde, quedó huérfano a
una edad temprana. Con el tiempo llegó a ser miembro de la primera generación
que entró a la Universidad Stanford, donde entre otros logros importunó al ex
presidente Benjamin Harrison para que pagara los veinticinco centavos que debía
por entrar a un juego de béisbol en Stanford.
Se graduó de licenciado en
geología, se convirtió en ingeniero minero, vivió en Australia y China (donde
aprendió chino mandarín), sobrevivió al Levantamiento de los Bóxers y se
convirtió en un hombre adinerado. Durante la Primera Guerra Mundial, entró al
servicio público y se distinguió por su manejo de las acciones de auxilio
europeas después de que la guerra terminó.
A un joven FDR le sorprendía
que Hoover “ciertamente es una maravilla, y deseo que podamos hacerlo
presidente de los Estados Unidos. No podría haber uno mejor”. Por supuesto, lo
irónico de esa declaración es que FDR terminó compitiendo con Hoover y
derrotándolo. FDR ganó porque Hoover presidió durante el peor colapso económico
en la historia estadounidense. La Gran depresión tal vez no haya sido
responsabilidad de Hoover, pero él cargó con la culpa.
Entonces, ¿qué se necesita para
que un presidente tenga éxito? Una clave es estar en sintonía con la opinión
pública. Aun cuando quizás sea prudente no estar tan en sintonía con la opinión
pública como William McKinley, de quien se dice que tenía su oreja tan cerca
del suelo que estaba llena de saltamontes.
Un presidente también necesita
saber cómo trabajar con el Congreso. Esa fue una habilidad que se le escapó a
Jimmy Carter, aun cuando sus compañeros demócratas controlaban tanto la Cámara
de Representantes como el Senado. Dijo un miembro del Congreso: “Carter no
podía hacer que el Congreso recitara el Juramento de Lealtad”.
Para tener éxito, un presidente
necesita saber cuándo hacer un compromiso. El ejemplo a seguir aquí no es
Woodrow Wilson. Él una vez dijo: “Lo siento por quienes no están de acuerdo
conmigo, porque sé que están equivocados”. La renuencia de Wilson a hacer un
compromiso llevó a la desaparición de su gran proyecto, el Tratado de
Versalles.
Los presidentes exitosos deben
saber cómo decir una cosa y hacer otra. Los republicanos hoy alaban a Ronald
Reagan como un defensor del recorte de impuestos, de resolver los déficits y
del gobierno pequeño. Su historial en realidad fue muy diferente. Él convirtió
en ley once aumentos a los impuestos, vio inflarse el déficit del presupuesto
federal durante su presidencia, y dejó a EE UU con un gobierno más grande que
el que heredó de Jimmy Carter. Pero lo que la gente recuerda que él hizo
importa más que lo que en realidad hizo.
Los presidentes también deben
saber lidiar con secretarios del gabinete temperamentales. Pocos han tenido más
dificultades que James Monroe. Él una vez tuvo que usar un par de tenazas de
chimenea para ahuyentar a su secretario del tesoro blandiendo un bastón. Monroe
también usó su espada una vez para disolver una pelea en una cena de la Casa
Blanca entre los embajadores visitantes de Francia y Gran Bretaña.
Todos los presidentes deben
estar preparados para dar algunos tumbos en el camino. Como me dijo una vez un
profesor de ciencias políticas, la gente te ama cuando entras, te ama cuando
sales y refunfuña en el ínterin. La diferencia entre las altas y las bajas
puede ser asombrosa, como lo descubrió el Presidente George W. Bush. Él tiene
el récord de los índices de aprobación pública más altos y más bajos.
Los
hombres que ocuparon el puesto
Como la popularidad pública es
fugaz, Harry Truman tal vez acertó cuando estableció la regla cardinal de la
vida política en Washington: si quieres un amigo, consigue un perro. La mayoría
de los presidentes han seguido la máxima de Truman. Por lo menos la mitad tenía
perros. Los nombres de sus perros incluyen Sweetlips (Washington), Satan (John
Adams), Fido (Lincoln), Grim (Hayes), Veto (Garfield), Stubby (Wilson), Oh Boy
(Harding), Fala (FDR) y J. Edgar (LBJ).
Algunos presidentes se
atrevieron a ser diferentes en lo tocante a animales de compañía. Andrew
Jackson tenía un perico llamado Pol al que le enseñó palabrotas. Martin van
Buren tuvo por un tiempo dos cachorros de tigre. Benjamin Harrison tenía
zarigüeyas llamadas Mr. Reciprocity y Mr. Protection. McKinley tenía un perico
llamado Washington Post. Theodore Roosevelt tenía su propia colección de
animales, incluida una culebra rayada llamada Emily Spinach, una rata llamada
Jonathan, un guacamayo llamado Eli Yale y un tejón llamado Josiah. Calvin
Coolidge al parecer quería empezar su propio zoológico. Sus mascotas incluían
un burro, un oso negro, un hipopótamo pigmeo, un ualabí, cachorros de león, un
antílope, mapaches y un lince.
Todos saben que John F. Kennedy
fue el primer (y hasta ahora único) presidente católico romano y que Barack
Obama es el primer presidente afroestadounidense. Pero ninguno de los dos es el
presidente más alto. Abraham Lincoln tiene esa distinción con sus 1.93 metros,
con Lyndon Baines Johnson solo 3 centímetros detrás. Si quiere ganar una
apuesta, pregúntele a algún amigo republicano: ¿Quién era más alto, Ronald Reagan
o George H.W. Bush? No, no era el Gipper.
Una buena cantidad de los
presidentes se hubieran distendido los cuellos al mirar a Lincoln. James
Madison, el padre de la Constitución, es el presidente más bajito. Medía 1.63
metros. Martin Van Buren y Benjamin Harrison se ubican apenas detrás (¿o
sobre?) de él con 1.68. James K. Polk fue llamado “el Napoleón del tocón” y “un
hombre bajo con un programa largo”.
Obama está entre los
presidentes más delgados. La distinción del presidente más pesado es para William
Howard Taft, quien pesaba entre 136 y 159 kilos. Él era tan pesado que la Casa
Blanca tuvo que instalar una bañera especial para admitir su barriga. Taft
también fue el último presidente que usó vello facial, en su caso un bigote.
Ser un ex presidente parece
haber hecho maravillas para Taft: perdió 36 kilos un año después de dejar la
Casa Blanca. La pérdida de peso sin duda alargó la vida de Taft. También le
permitió disfrutar de su trabajo favorito: juez presidente de la Suprema Corte.
Él sigue siendo la única persona que ha sido tanto presidente como juez de la
Suprema Corte.
¿Quién
falta?
Los lectores que han prestado
mucha atención saben que he mencionado a todos los presidentes menos uno:
Gerald Ford. Ello se debe a que él, al contrario de los otros cuarenta y dos
hombres que fueron presidentes, no fue elegido ni presidente ni vicepresidente.
Sin embargo, fue el único presidente lo bastante inteligente para asistir a la
Universidad de Michigan, lo cual lo convierte en nuestro presidente favorito
oficial. ¡Salud por los Vencedores!
Una nota bibliográfica. Muchas
de las historias de esta entrada provienen del libro maravilloso de Paul F.
Boller, Presidential Anecdotes. Es una gran lectura. Sus otros libros igual de
interesantes incluyen: Presidential Campaigns: From George Washington to George
W. Bush y Congressional Anecdotes. Recomiendo ampliamente los tres libros.