Encontré algunas cartas de amor de personajes tan enormes como distintos como Franz Kafka, Gustave Flaubert, Gabriela Mistral, Ingrid Bergman, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, James Joyce y otros no precisamente literarios como Simón Bolívar, Ludwig van Beethoven, Montesquieu y Napoleón. Más que el interés por conocer detalles de sus amoríos, que siempre complacen los bordes de la curiosidad, ofrecen una vista esplendorosa de la condición humana y el lenguaje de su tiempo, cuyo palimpsesto se ha reescrito con palabras que no solo suprimen la amplitud o el matiz apasionado de 1800 o 1900, sino que han dado lugar a definiciones artificiales, imprecisas y que forman parte del etiquetado contemporáneo con el que la inmensa mayoría define las relaciones humanas y a las personas.
Decía Henry Miller, un escritor muy controvertido, criticado entre otras cosas por la manera en la que llevaba sus relaciones amorosas, que todos los días matamos nuestras mejores pasiones. Reflexiono en ello y veo muy lejos el tiempo en el que los laberintos de la condición humana se podían escudriñar desde la lectura, desde el conocimiento del lenguaje y sin los etiquetados lapidarios a los que a todo se le encasilla como tóxico o intenso, palabras muy favoritas para definir las relaciones que no se ajustan a la prisa utilitaria de nuestros días.
Cada vez se conoce menos las distintas posibilidades para expresarnos por las agendas sociales y políticas que van direccionando en redes sociales el pensamiento colectivo y, por añadidura, el individual, en el que pareciera que habita una obsesión por compactar no solo el lenguaje, sino las emociones humanas; so pena de parecer cursi o con algún defecto emocional y hasta psicológico por la presión enorme que a veces llega a la autocensura si no se definen desde la paz, el equilibrio y la supremacía del yo como la meta impostergable del diario vivir, haciendo angustioso cada proceso natural de la vida humana cuando no se consigue vivir prácticamente sin problemas.
También lee: Conmovedora carta de sobreviviente del Holocausto llega a su destino 75 años después
Me pregunto cómo le iría a Napoleón, el estratega militar que rigió el rumbo de Europa, si escribiera ahora lo que le expresó a su amada Josefina en 1801. Qué acusaciones caerían sobre sus espaldas si trasladamos sus textos a estos tiempos en los que el feminismo recalcitrante parece ser el único compás desde el que hay que trazar el rumbo de la emancipación absoluta: “Sé menos bella, menos graciosa, menos tierna y, sobre todo, menos buena; no seas celosa nunca, no llores nunca, tus lágrimas me hacen perder la razón y me queman la sangre”, dice un texto que nos sirve para entender que, al final de cuentas y pese al paso del tiempo, no importa las jerarquías ni la trascendencia política, económica, científica, literaria o social que se alcance en la vida porque al final de cuentas somos lo que hemos sido a lo largo de los siglos: seres humanos que tienen emociones diversas que necesitan ser nutridas, expresadas y protegidas desde el lenguaje y la intimidad.
Leí una carta de Gabriela Mistral y me impresionó no solo su prosa, sino la pasión y la claridad que expresa a Alfredo Videla en 1906 cuando ella tenía tan solo 15 años: “El amor cubre los infortunios más grandes con mantos de aurora y de flores. Bajo su imperio todo es bello. La tristeza es dulce, la queja es arrullo, la flagelación de la traición es caricia. Hasta la indiferencia del ídolo hace amar más”, dice un amplio texto en el que desmenuza el intrincado emocional que le produce las demoras para cartearse uno al otro.
Simón Bolívar, considerado el libertador de América, le escribió a Fanny en 1830 una carta muy sentida: “Muero despreciable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores; víctima de intenso dolor, presa de infinitas amarguras. Te dejo mis recuerdos, mis tristezas y las lágrimas que no llegaron a verter mis ojos”. Este texto sincero y seguramente doloroso para él termina con una hermosa prosa: “A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín”.
¿Y CUANDO LAS EMOCIONES SE TRADUCEN EN PALABRAS…?
Gustavo Adolfo Bécquer, en su libro Cartas literarias a una mujer, escribió que ante la interrogante de qué es el amor había buscado en casi todos los libros las mejores definiciones. “Las hay en griego y en árabe; en chino y en latín; en copto y en ruso, pero después de haberlas conocido casi todas, he puesto una mano sobre mi corazón, he consultado mis sentimientos y no he podido menos de repetir con Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!”.
Efectivamente, las emociones se traducen en palabras y la comunicación que supervisa ese ojo tirano de la corrección política, en el que, como en la casa del jabonero, el que no cae resbala, está sujeto a todos los paredones del linchamiento humano, particularmente tecnológico, que se ha visto socavado por la facilidad con la que se trabaja para suprimir las emociones profundas, pero se enardece a la hora de enterrar reputaciones a través de un lenguaje corto, semianalfabetizado y contaminado por agendas infladas que están lejos de la sana costumbre humana de disentir o de la libertad de expresión que por fortuna tenemos todos.
¿Sería acusado Beethoven de falsa modestia o con síndrome del impostor si ahora escribiese lo que redactó en 1810 para Teresa Brunswih? “¡Qué existencia! ¡Vivir sin ti! Abrumado por la bondad de los hombres en todas partes; bondad que procuro tan poco merecer, que creo merecer tan poco. Me hace daño la humildad del hombre ante el hombre. Considerándome en relación con el universo, ¿qué soy yo y qué es el que se tiene por muy grande?”, lo que refleja un claro agobio por el reconocimiento público cuando simplemente extrañaba a su enamorada.
No te pierdas: Dos toneladas de arte: ‘Tú’, de Rivelino, arriba al Museo Memoria y Tolerancia
Gustave Flaubert, uno de los referentes de la literatura universal, expresa sus inseguridades respecto de su habilidad para escribir en una muy quisquillosa carta para Louise Colet en 1846. “Me parece que escribo mal, vas a leer esto con frialdad; no logro decir nada de lo que quiero porque mis frases surgen como suspiros; para comprenderlas hay que llenar el vacío que separa una de la otra”.
James Joyce le escribe a Nora Bernacle Joyce en 1909 un texto en el que se repudia a sí mismo y manda al precipicio su relación en unas cuantas líneas: “Déjame. Es una degradación y una vergüenza para ti vivir con un vil canalla como yo. Actúa con valor y déjame. Tú me has dado las cosas más bellas de este mundo, pero solo era poner miel en la boca del asno”.
Desde luego he seleccionado fragmentos en los que sus autores, sintiéndose profundamente vulnerados por el dolor, la pasión, la decepción o la ira nos revelan aspectos íntimos en contextos que desconocemos, pero podemos dilucidar que el lenguaje es más amplio, más culto y evidentemente más sincero, porque en los nubarrones de las dudas de sus autores ni por la cabeza les pasaba la amenaza de la exhibición pública que ahora navega paradójicamente en dos extremos: el de la superficialidad de la corrección política y la mordaz comunicación donde se etiquetan y condenan reputaciones sin el más mínimo pudor en la era tecnológica.
Te interesa: ¿Escribir, corregir, reseñar una novela con inteligencia artificial? ¡Ay, MarIA!
Es increíble que en los tiempos de los derechos humanos nos comuniquemos en los extremos. No hay punto medio. Las emociones naturales se tildan de cursilería, defecto emocional o hasta psicológico. Hay etiquetas en todas partes que nos hemos colgado a diestra y siniestra y que, lejos de fortalecernos, están inhibiendo sentimientos tan necesarios para una vida espontánea.
Por eso la literatura, en la que nos retratamos todos, ha sobrevivido a impetuosas épocas dictadas por la moral en turno y los atavismos ideológicos que insisten en socavar la sinceridad humana.
Se nos olvida que en la intimidad somos distintos, pero parecemos los mismos a la hora de sentir. Sí, esa palabra tan injustamente abaratada en nuestros días. N
—∞—
Adriana García es escritora y periodista. Sus ensayos y novelas se han publicado en México y Estados Unidos. Ha dirigido diversas oficinas de comunicación y es asesora en comunicación política de organizaciones públicas y privadas. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad de la autora.