Oliver North, presidente entrante de la Asociación Nacional del Rifle, tiene una larga historia ocultando la verdad.
Hace tres décadas, mucho tiempo antes de que el presidente estadounidense Donald Trump se jactara del tamaño de la multitud que acudió a su toma de posesión, Oliver North, el nuevo presidente de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), mantuvo subyugado a todo el país con sus propias muestras de hipocresía y deshonestidad y transformar su desprecio fundamental por los hechos en una fortaleza política. Mientras continúa la investigación sobre el asunto Trump-Rusia, el ascenso, caída y regreso de North proporciona lecciones claras para el presidente y sus detractores.
North, antiguo infante de marina que trabajó como miembro del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) en el régimen del presidente Ronald Reagan, estuvo en el centro del mayor escándalo político de aquella época: el asunto Irán-Contras (finalmente fue acusado de tres cargos, aunque un panel de apelaciones anuló las acusaciones usando un tecnicismo). El escándalo tuvo que ver con una serie de operaciones encubiertas que se hicieron de manera torpe, a mediados de la década de los años 80, alrededor de un plan para vender misiles estadounidenses a Irán. Las ganancias de esas ventas irían a los rebeldes Contras que combatían al gobierno comunista de Nicaragua. Ambas cosas eran presuntamente ilegales y, ciertamente, los perpetradores se comportaron como si lo fueran. Pasaron por alto las políticas oficiales de Estados Unidos, por no mencionar las labores básicas de espionaje y el sentido común.
Aquellas no fueron actividades hostiles. Como lo explico en mi libro Iran-Contra: Reagan’s Scandal and the Unchecked Abuse of Presidential Power (Irán-Contras: el escándalo de Reagan y el abuso ilimitado del poder presidencial), Reagan conocía la mayoría, aunque probablemente no todos, los aspectos de estas operaciones y presionó a su personal para que continuara con ellas. Aunque el presidente comprendía que podía estar violando la ley, nunca renunció a sus objetivos primordiales de regresar a casa a los rehenes estadounidenses de Líbano y expulsar a los comunistas de este hemisferio.
North fue el principal soldado de a pie de Reagan en aquellas dudosas campañas. Al organizar venta de armas a los ayatolas y apoyar en secreto a los rebeldes nicaragüenses mintió de manera continua a prácticamente todos los grupos con los que se reunió: aquellos contra los que trabajaba (notablemente, los iraníes), con los que cooperaba (entre ellos, sus propios colegas y superiores del NSC) y a quienes querían saber más sobre lo que estaba haciendo (el Congreso y la prensa).
A finales de 1986, cuando salieron a la luz las operaciones con Irán y los Contras, una con un mes de diferencia respecto de la otra, sus engaños se multiplicaron. Falsificó documentos oficiales para despistar a los investigadores y destruyó cantidades desconocidas de pruebas, todo ello para evadir al Congreso, al Departamento de Justicia y a Lawrence Walsh, el fiscal independiente nombrado por el gobierno (predecesor de Robert Mueller en la actualidad).
Ninguna de estas acciones estaba fuera de lo ordinario para alguien que había sido atrapado rompiendo la ley. Sin embargo, eso cambió en 1987 cuando el Congreso estadounidense estaba dominado por los demócratas y tuvo audiencias públicas. Los demócratas de los comités conjuntos de investigación, algunos de los cuales eran veteranos de los juicios de Watergate, esperaban implícitamente una repetición de aquel éxito, en el que los legisladores se enfrentaron al presidente imperial y acabaron luciendo como héroes. En lugar de ello, todos los testigos pusieron en duda a los comités, justificando sus delitos con argumentos patrióticos o éticos, e inundaron a North con lacrimógenos elogios. Fawn Hall, su secretaria, resumió su sentido de superioridad moral al insistir en que había tiempos en los que “uno tiene que pasar por encima de las leyes escritas”.
Sin embargo, fue North quien ofreció la actuación más notable y descarada. Vistiendo su uniforme de la Infantería de Marina (en contraste con los trajes grises de sus interrogadores), los confrontó con una combinación de franca aceptación de sus faltas a la ética y una exagerada y efusiva lealtad hacia la bandera y el presidente. El siguiente ejemplo, bastante largo, capta su tono: la respuesta a una pregunta sobre por qué pensaba que Reagan lo había relevado de su puesto en la Casa Blanca:
“Permítame dejar muy clara una cosa, señor fiscal. Este teniente coronel no va a poner en duda una decisión tomada por el comandante en jefe, para quien sigo trabajando. Y estoy orgulloso de trabajar para ese comandante en jefe. Y si el comandante en jefe le dice a este teniente coronel que vaya al rincón y se pare de cabeza, yo lo haré. Y si el comandante en jefe decide darme de baja del personal del NSC, este teniente coronel saludará orgullosamente y dirá: ‘Gracias por la oportunidad de haber servido’ y se irá. Y no voy a criticar su decisión, sin importar la manera en que me haya relevado, señor”.
ENGAÑOS ESCANDALOSOS
En ocasiones, las confesiones de North fueron bastante extrañas. En una de las audiencias, los líderes del Congreso le preguntaron sobre una puerta de seguridad con un valor de 14,000 dólares que un socio le había instalado en su casa. North nunca pagó por ella, lo que hacía que el proyecto equivaliera a una compensación, lo cual constituía un delito federal si era aceptado por un funcionario gubernamental. North admitió que había escrito dos cartas falsas para el contratista para hacer parecer que pretendía pagar. Para lograr que todo pareciera real fue a una tienda minorista para utilizar a escondidas una máquina de escribir que estaba en exhibición, de manera que fuera imposible relacionar con él las cartas dirigidas al contratista. Luego, frotó con una lima la esfera de la máquina de escribir para desgastarla y que pareciera que las cartas habían sido escritas en momentos distintos.
Además de sus escandalosos engaños, las confesiones de una deshonestidad más rutinaria por parte de North (“Le diré ahora mismo a usted, fiscal, y a todos los miembros aquí reunidos, que engañé al Congreso”), de alguna manera lograron embotar los intentos del Comité de atraparlo en una mentira flagrante. Su actitud de escolar arrepentido (“Quiero que sepan que las mentiras no se me dan muy fácilmente”) exasperaron a los interrogadores y su actitud, a la vez fanfarrona (“Mentí cada vez que me reuní con los iraníes”) y autoexculpatoria (“Pienso que debemos poner en la balanza la diferencia entre salvar vidas y decir mentiras”), mantenían fuera de balance a los líderes del Congreso.
Uno de los objetivos principales para North y sus abogados era presentar a los congresistas como personas que formaban parte del sistema establecido en Washington y que actuaban para autopromocionarse, siendo parte del pantano y, a North, como el desinteresado fuereño sin miedo a hacerles frente. Alcanzaron el objetivo con un efecto espectacular.
Ambas partes, el equipo de North y los comités del Congreso, comprendían lo que estaba en juego. Pero North era mucho mejor en el escenario político al utilizar elementos de utilería que iban desde su pecho lleno de medallas hasta montones de telegramas enviados por sus admiradores (en ocasiones usó una Biblia durante el juicio), además de una voz ahogada por la emoción. Mientras tanto, como señaló alguna vez la leyenda de Hollywood Steven Spielberg, los interrogadores, desde sus elevados estrados, adoptaron sin darse cuenta “el ángulo del villano”, mirando con desprecio a los acusados y dándoles la ventaja de lucir como víctimas y no como héroes.
El impacto de la aparición de North, que duró toda una semana, fue extraordinario. Las muestras públicas de apoyo al teniente coronel, bautizadas por la prensa como “Olliemanía”, asombraron a la mayoría de los miembros del comité, quienes se morían de vergüenza cuando los oficiales de la policía del Capitolio hacían filas para fotografiarse con él. Miles de telegramas, en los días previos al correo electrónico, y de llamadas telefónicas al Congreso en apoyo de North, intimidaron a la mayoría y les hicieron reducir su enfoque agresivo. Unos cuantos de los que habían atacado a North antes de su testimonio, se echaron atrás cobardemente y lo trataron como a una celebridad. Envalentonados, los miembros republicanos defendieron aún más a Reagan y a su gobierno, convirtiéndose en protectores del partido, en lugar de tratar de descubrir la verdad sobre lo que había ocurrido y quién era el responsable.
LAS ANGUSTIAS DE NORTH
Años antes de que el candidato Trump pusiera a la nación con los pelos de punta por su inclinación a mentir descaradamente y distorsionar los hechos (PolitiFact descubrió que alrededor de 70 por ciento de sus afirmaciones eran “mayormente falsas”, “falsas” o “vulgares mentiras”), North demostró que la teatralidad y el espectáculo pueden ser más eficaces que la verdad. Al invocar valores tradicionales como el patriotismo o apelar a las emociones populares ejerció una atracción magnética en millones de estadounidenses. También exacerbó algunas de las mismas divisiones políticas que existen en la actualidad.
El considerable número de seguidores de North (el ejército de Ollie, como se les conocía) era similar a la base de fieles de Trump. Sin embargo, las experiencias posteriores de North podrían resultar educativas para el actual presidente, así como para Michael Cohen, su abogado personal, actualmente bajo investigación. Una es que la amenaza de una acusación judicial puede tener un efecto determinante hasta en el más fiel de los asesores. En el mismo instante en que el encarcelamiento se vislumbró como una posibilidad real para North; su papel como soldado leal desapareció rápidamente. “No creo que ninguna de estas personas [sus superiores] haya previsto el resultado de lo que ha ocurrido”, declaró North al Congreso. “Yo creo honestamente que esperaban que Ollie se retirara en silencio, y Ollie pretendía hacerlo, hasta el día en que alguien decidió interponer una acción judicial”.
Otra lección de las angustias de North es que una falange fanática de partidarios podría no ser suficiente en todos los casos. Cuando el exmiembro del NSC dejó atrás sus problemas legales y se postuló para el Senado por Virginia en 1994, una cohorte de miembros de alto nivel de su partido retomó su ira, largamente contenida contra él por no haberse mantenido al lado de Reagan hasta el fin. En palabras de Pete McCloskey, un prominente excongresista del Partido Republicano, “el único compromiso absoluto de Oliver North es consigo mismo y con sus ambiciones. North se envuelve en la bandera, pero traiciona a la república que representa”. Incluso Reagan criticó a su antiguo asesor por sus “declaraciones falsas”, al escribir, en 1994, que “me indignan bastante las afirmaciones hechas por Oliver North”.
La apuesta de North por un escaño en el Senado fracasó. Siguió adelante hasta forjarse una exitosa carrera en Fox News antes de poner la mirada en la dirección de la NRA. Pero nunca trató de postularse de nuevo para ningún cargo. Había ido demasiado lejos.
Nancy Reagan, que no era alguien que olvidara los desaires hechos a su esposo, dijo una vez al público de PBS: “Ollie North tiene un gran problema para distinguir la realidad de la fantasía”.
En esto se parece mucho a Trump.
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Malcolm Byrne es director de investigación del Archivo de Seguridad Nacional, una organización no gubernamental de la Universidad George Washington, y autor de Iran-Contra: Reagan’s Scandal and the Unchecked Abuse of Presidential Power. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek