No sé cómo empezó exactamente. Solo recuerdo el vaso helado, las notas cítricas y ese dejo amargo que se queda al final del trago. Era una bebida nueva, o eso pensé. Pero al primer sorbo supe que no lo era. No del todo.
No era el sabor lo que reconocía. Era la emoción que trajo consigo. Esa mezcla de asombro, alerta, ternura y nostalgia que sólo aparece cuando algo que parecía olvidado regresa sin avisar. Como un olor en una calle cualquiera. Como una voz entre la multitud que no se parece a nada… y sin embargo, a todo.
Y es que la memoria no es una línea recta, sino una serie de espejos. A veces, probar algo nuevo es, en realidad, una forma de regresar. No a un momento específico, sino a una sensación que alguna vez nos sostuvo. Y eso, a su modo, también construye la realidad.
Vivimos rodeadas de información. De estímulos. De datos que dicen ser ciertos. Pero el cerebro —dicen los expertos— no distingue tan fácilmente entre lo que pasó y lo que solo imaginamos. ¿Será por eso que lo falso se propaga más rápido que lo real?
Leía que un estudio del MIT reveló que las noticias falsas tienen un 70% más de probabilidades de ser compartidas y replicadas que las verdaderas. Seis veces más rápido. La explicación no es nueva: lo que conmueve, alarma o sorprende activa más nuestro impulso de compartir. Las emociones intensas superan a los hechos. Las mentiras no solo circulan más, sino que se disfrazan mejor. Juegan con nuestras memorias, se acoplan a nuestras heridas. Nos seducen.
Y lo peor es que, una vez que una falsedad se instala, aunque después la desmintamos, su huella queda. Como una sombra tenue. Como una mancha que ya no se borra del todo. Porque el cerebro, por alguna razón, recuerda mejor la primera historia, no la corrección.
Pienso entonces que muchas veces vivimos versiones editadas de la realidad. Versiones que otros escriben por nosotras. O que nosotras mismas adaptamos, para sobrevivir. Y que eso también pasa en lo íntimo. En lo que recordamos de las personas, de los vínculos, de nosotras mismas. Tal vez no nos mentimos del todo… pero tampoco nos decimos la verdad completa.
Y me quedé pensando: ¿a dónde va lo que no supimos nombrar? ¿Lo que sentimos sin entender? ¿Lo que no encajó en ninguna historia, pero aun así nos marcó?
Hay algo en mí que se activa cada vez que pruebo algo nuevo. Un radar. Un eco. Una alerta emocional.
Porque quizá no todo lo que vivimos se archiva en el tiempo lineal. Tal vez habitamos más en las sensaciones que en los hechos. Tal vez recordar no es reconstruir, sino resignificar.
Y mientras afuera las noticias corren más rápido que la luz, yo intento quedarme un poco más en lo que se mueve lento. En lo que no grita. En lo que se repite con sutileza, como ese trago que, sin saberlo, me devolvió algo que creía perdido