
Dicen que los caminos no se hacen con máquinas, sino con tiempo.
Y con hombres como él.
Su jornada empieza antes del sol. El aire huele a diésel y café recién colado.
El campamento apenas despierta entre los cerros: lonas, herramientas, botas marcadas por el lodo seco de otros días.
Él revisa las líneas del trazo sobre la tierra como quien lee un mapa antiguo.
Dice que no hay terreno imposible, solo tierra que aún no confía en ti.
Trabaja en regiones donde el polvo parece eterno, donde el eco de las máquinas se confunde con el canto de los pájaros.
Lleva años abriendo paso en la sierra, trazando rutas que otros recorrerán sin detenerse a pensar que hubo manos que midieron cada curva, que calcularon cada pendiente para que el agua corra sin destruir el camino.
A veces lo pienso como a los constructores del México profundo: los que levantaron puentes en medio de barrancas, los que cruzaron ríos con tablones y fe, los que sin manuales hicieron del territorio una posibilidad.
Hay algo de epopeya en ese trabajo, aunque no figure en los libros. Porque aquí el heroísmo no tiene uniforme, solo callos en las manos y una fe inquebrantable en el deber.
Él lo dice sin adornos: “Abrir camino es acercar la vida.”
Y es verdad. Cuando termina una obra y ve pasar el primer auto, guarda silencio.
Sabe que detrás de ese paso hay un niño que podrá ir a la escuela sin mojarse los pies, una mujer que llegará al hospital antes de que sea tarde, un pueblo que ya no quedará aislado en temporada de lluvias.
Hace años que vive así: quince días allá, dos en casa. Su familia aprendió a medir el tiempo en regresos.
Guarda las cartas que su hijo le escribió cuando todavía usaba lápiz y cuadernos escolares.
En el bolsillo lleva una estampita vieja, casi borrada, de la Virgen del Camino, y una navaja que perteneció a su abuelo, uno de los que trabajó en la Panamericana.
“México se hizo a pie y a pala”, dice, “y todavía lo seguimos haciendo.”
En la tarde, cuando el sol cae y el polvo se tiñe de naranja, se sienta sobre una piedra a mirar el horizonte.
No habla mucho, pero su silencio tiene peso.
Quienes trabajan con él saben que confía más en la intuición que en los planos.
“Cada curva tiene su carácter”, dice. “Si la fuerzas, te cobra.”
He visto su rostro curtido por la lluvia y el sol, su mirada fija en lo que falta, nunca en lo que ya está.
Y entiendo que construir caminos también construye a quien los hace.
Que cada tramo terminado deja una huella invisible en la piel y otra más honda, en el alma.
Cuando lo pienso, me doy cuenta de que el país se sostiene sobre esas manos anónimas.
Las que abren paso, las que levantan muros, las que siembran postes y esperan a que la señal llegue.
En los mapas, los caminos son líneas delgadas. En la vida, son arterias que nos conectan.
A veces, cuando paso por una carretera nueva, imagino que sigue ahí, midiendo con la vista el próximo trazo.
Y me gusta pensar que en cada kilómetro pavimentado hay algo suyo, una suerte de promesa silenciosa: que aunque nadie lo recuerde, él también ayudó a que el país siguiera andando.
Porque al final, eso es lo que hace: no solo construir caminos, sino mantener viva la idea de que siempre hay una ruta po nosible, incluso en medio de la nada.