
Nunca supe si lo que me gustó primero de ti fue tu manera de hablar o la forma en que el campo parecía escucharte.
Decías que los caballos entendían más de silencios que de órdenes, y lo comprobé la primera vez que los vi acercarse cuando apenas levantabas la mano.
Yo venía de otro ritmo —de la prisa, del cemento, del ruido—, y me quedé quieta, mirando cómo todo en tu mundo respiraba distinto.
Al principio me sentía fuera de lugar: no sabía cómo tomar una pal, ni distinguir la comida de los caballos de la de los gallos.
Pero tú no te reías. Solo decías: “todo se aprende mirando”.
Y sí, aprendí.
A amasar pan al amanecer, a espantar gallinas sin miedo, a dejar que el olor del establo se quedara en la ropa como una promesa.
Había algo hipnótico en ese orden natural que tú habitabas sin esfuerzo.
Las yeguas, las vacas, el perro viejo dormido junto al portón, el estanque donde bebía el resto de tu manada: todo tenía su tiempo.
Y en medio de ese tiempo, sin darnos cuenta, encontramos el nuestro.
Las noches allá eran otra cosa.
La oscuridad no asusta: abraza.
Nos sentábamos en las caballerizas, tú con una cerveza, yo con una cobija sobre las piernas, y hablábamos de cosas que en la ciudad nadie se atreve a decir: del miedo a perder a los padres, de lo que uno no quiere repetir, de cómo el amor también puede ser una forma de trabajo.
Con el tiempo empezamos a imaginar un futuro.
Una casa en medio del terreno, un huerto pequeño y un árbol que diera sombra para leer en las tardes.
Querías una niña. Decías que la llamaríamos Elena, por tu abuela.
Cuando te lo confirme, tus ojos se llenaron de amor y de esperanza. Me abrazaste tan fuerte que el aire olía a certeza. Sonreíamos deformes.
Por primera vez, el futuro me pareció un lugar amable.
Decías que se parecería a mí, pero yo sabía que tendría tu mirada: esa mezcla de fuerza y ternura de quien sabe perder sin rendirse.
Pero el campo enseña sin hablar. Y tiene sus propias leyes.
Y cuando el silencio llegó —ese que no tiene explicación ni consuelo—, aprendí que también las promesas pueden desvanecerse sin ruido.
Después, nada volvió a ser igual.
La distancia se instaló entre los días, entre los cuerpos, entre los gestos que antes bastaban.
Ya no había risas en las noches ni pan fresco al amanecer.
Solo la costumbre de seguir, como si eso fuera suficiente.
Un día te vi de espaldas, en el corral, arreglando una cerca rota. La luz caía sobre ti y pensé que había cosas que no se rompen, solo se aflojan.
Y que a veces no es falta de amor, sino exceso de realidad.
Las yeguas que tanto cuidábamos galoparon lejos, tan lejos como se va lo que no se puede retener.
Y nosotros, sin saberlo, las seguimos.
A veces pienso que sigues ahí, levantándote antes del sol, silbando mientras cargas el heno, riendo con otra mujer que quizá se parece más a la vida que quisiste tener.
Y me alegra.
Porque no hay tristeza en recordar lo que fue real, aunque no durara.
Solo una gratitud suave, como el olor de la tierra después de la lluvia. Yo sigo aquí, en otra vida, con las manos limpias, y el alma llena de campo.
Y a veces, cuando el viento huele a hierba mojada, me parece escuchar el galope de algo que no llegó, pero existió por un instante y nos marcó para siempre.
La vida que no vivimos.
La hija que no tuvimos.
El amor que fue y se quedó latiendo, aunque nadie lo nombre. El amor que habita sutilmente en todas partes.