

Hay momentos que, si bien no cambian el rumbo del mundo, sí el nuestro.
Pequeños desvíos del destino que no se anuncian con ruido, sino con una pausa.
A veces basta un cruce de miradas para que algo, dentro, empiece a moverse como una piedra lanzada al agua: sin estruendo, pero con ondas que se expanden hasta donde ya no vemos.
La vi en una sala de espera de aeropuerto, de esas donde todos fingimos paciencia mientras contenemos la prisa. A través de las ventanas se veía cómo se formaba una tormenta en el cielo que contrastaba con una calma extraña en ella. Su presencia no buscaba llamar la atención, la sostenía. Era de esas personas que parecen estar perfectamente a salvo dentro de sí mismas. No era la belleza lo que detenía el tiempo, sino la serenidad con que lo habitaba como si estuviera flotando con los pies anclados en la tierra.
Leía. No con ansiedad ni distracción, sino con una devoción silenciosa, como si lo que estaba en las páginas también la estuviera leyendo a ella, con una curiosidad contagiosa, pero no alcancé a distinguir lo que decía la portada. Me sorprendió darme cuenta de que, sin proponérmelo, había empezado a acompasar mi respiración a la suya. Respirar.
Cuando anunciaron el retraso de varios vuelos, levantó la vista. Nos miramos y compartimos una sonrisa breve, como un paréntesis entre dos desconocidos que saben que no se deben nada, pero que, por un instante, se entienden.
Fue ella quien habló primero, con la naturalidad de quien sabe que la vida cabe en una conversación de aeropuerto, que las salas de espera han sido testigos silenciosos de muchas vidas, de instantes que como el famoso aleteo de una mariposa pueden alterarlo todo.
Me preguntó si creía en las coincidencias.
No supe qué responder.
Entonces dijo: “A veces pienso que las cosas importantes no llegan para quedarse, sino para movernos un poco del lugar donde estábamos”. Cerró el libro que llevaba, lo guardó.
Hablamos del clima, de los libros que se terminan antes de tiempo, de los vuelos que se retrasan justo cuando uno más necesita avanzar. Me contó sobre su miedo irracional a las tormentas, el que había vencido una tarde de verano cuando se empapó hasta los huesos y entendió que el agua no venía a destruir, sino a limpiar. Que le gustaba caminar descalza sobre el pasto, decía, porque así podía recordar que la tierra también tiene memoria.
Su voz tenía la textura del agua: fluía, limpiaba, dejaba sed. Había algo en su manera de mirar —aunque no era la mirada lo que importaba, sino la atención con la que sostenía el mundo— que hacía que todo a su alrededor pareciera calmarse.
La escuché decir que la vida, como los vuelos, a veces necesita tormentas para despegar. Y esa frase se me quedó pegada, como una gota persistente que cae al mismo lugar hasta abrir un cauce.
Cuando llamaron, dio un último trago al café, despacio, disfrutándolo, guardó sus cosas y me dijo: “Fue bonito hablar contigo. O escucharte pensar.”
Y se fue.
Así, sin ruido, como quien deja una huella que no necesita confirmación.
Se levantó despacio, recogió su abrigo y me regaló una sonrisa de esas que parecen entenderlo todo sin preguntar nada. Caminó entre la gente como si el caos no la tocara.
Y entonces lo sentí: el eco de su presencia expandiéndose dentro de mí, como las ondas que deja una piedra cuando toca el agua. No un impacto, sino un movimiento silencioso que reordena algo invisible.
No sé si alguna vez volví a verla. Tal vez sí, en otro vuelo, con otro nombre, en otra historia.
O tal vez fue solo un instante que se quedó suspendido para recordarme que hay encuentros que no despegan, pero dejan el alma abierta, esperando el próximo aterrizaje.
aeropuerto volvió a llenarse de voces, de maletas arrastradas, de notificaciones y de ausencias. Pero algo en mí se había desplazado.
No fue amor ni promesa.
Fue algo más sutil, más hondo: la evidencia de que los encuentros no necesitan duración para ser profundos. Que a veces basta un instante para que se tambalee una certeza, para que el alma cambie de posición, aunque el cuerpo siga en el mismo sitio. Sonreí. Respiré.
Desde entonces, pienso que esos momentos —mínimos, casi invisibles— son la forma más pura de movimiento. No generan cataclismos afuera, pero deshacen estructuras adentro.
Nos reacomodan sin aviso, como si el universo, por un segundo, nos soplara al oído: “todavía puedes sentir”.
Y esa es la maravilla y el vértigo de estar vivos.
Que todo puede pasar en cualquier momento.
Una mirada. Una palabra. Una sala de espera.
Y de pronto, sin saber cómo, algo empieza a transformarse.