
La visita del secretario de Estado norteamericano, Marco Rubio, a la Presidente Claudia Sheinbaum fue todo menos un gesto de cortesía diplomática. Detrás de la sonrisa protocolaria y de los comunicados que hablan de cooperación, lo que se mostró fue, en realidad, la enorme desconfianza que Estados Unidos tiene hacia México. Y no es para menos: el país vecino del norte ve a nuestro gobierno con sospecha, percibe a nuestras instituciones como incapaces de controlar al crimen organizado, y entiende que detrás de cada promesa mexicana se esconde una fisura que tarde o temprano terminará por reventar.
Rubio llegó con un doble mensaje: el de la presión y el de la amenaza. Presión para que México cumpla con la tarea de frenar el flujo de fentanilo hacia territorio estadounidense. Amenaza, porque la Casa Blanca tiene siempre a la mano el garrote de los aranceles, esa palanca comercial que tanto ha gustado a Trump y que convierte a la seguridad en un trueque mercantil: seguridad por comercio, cooperación por aranceles. Una ecuación brutal en la que México no negocia desde la igualdad, sino desde la debilidad.
Washington no confía en que México pueda, por sí mismo, enfrentar a los cárteles. Y no confía porque la evidencia es demoledora: las redes criminales se han incrustado en las aduanas, en los puertos, en las policías locales y, peor aún, en las estructuras castrenses que supuestamente habían llegado para limpiarlas. La reciente detención del vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna, acusado de encabezar una red de contrabando y huachicol desde aduanas, confirma el peor temor de los estadounidenses: que ni siquiera los uniformados están libres de la corrupción que alimenta al crimen organizado.
El mensaje es brutal: si hasta un vicealmirante encargado de blindar los puntos estratégicos del comercio internacional cae por corrupción, ¿qué confianza puede tener Washington en la palabra del gobierno mexicano? Esa es la desconfianza que se respiró en cada reunión con Rubio, aunque no aparezca en las fotos ni en los discursos.
La Presidente Sheinbaum quiso poner sobre la mesa la línea roja de siempre: no habrá tolerancia a acciones unilaterales en nuestro territorio. Lo dijo con firmeza, y está bien que lo haya hecho. Pero ¿qué valor tiene esa línea roja cuando en la práctica nuestras instituciones no logran contener la infiltración criminal? A ojos de Washington, las palabras de México son promesas huecas que se repiten sexenio tras sexenio mientras el país se hunde en la violencia. La desconfianza no es gratuita: es la consecuencia directa de un Estado que no logra asegurar sus aduanas, que se deja penetrar por redes criminales, que finge control mientras pierde soberanía de facto frente a los cárteles.
Rubio no vino a sonreír. Vino a medir, a presionar y a dejar claro que si México no cumple, habrá consecuencias. No se trata ya de cooperación en igualdad de condiciones, sino de un mecanismo de inspección permanente en el que México queda como país vigilado. En otras palabras: Sheinbaum se reunió con un interlocutor que no confía en ella, ni en su gabinete, ni en las instituciones que dice encabezar. Lo cortés no quita lo incisivo: la Casa Blanca desconfía de México, y con razón.
Y aquí está la gran contradicción: mientras Washington endurece su postura, el gobierno mexicano sigue repitiendo la narrativa de soberanía como si con declaraciones bastara para contener la presión. Pero la soberanía se ejerce, no se declama. Y se ejerce limpiando a fondo las aduanas, procesando con rigor a los responsables de corrupción, y demostrando que México puede cumplir con sus obligaciones sin necesidad de supervisores extranjeros. La detención del vicealmirante podría ser el inicio de una limpieza institucional o, por el contrario, otro caso que se diluya en la marea de expedientes inconclusos. Lo que ocurra definirá si la desconfianza de Washington se mantiene o se multiplica.
En este contexto, resulta imposible ignorar que Estados Unidos ya no ve a México como un socio confiable. Lo ve como un riesgo, un agujero negro de inseguridad, corrupción y violencia que amenaza directamente a su frontera y a su política interna. Y lo peor es que cada movimiento confirma esa visión. Los homicidios no ceden, el control territorial de los cárteles se expande, las aduanas están penetradas y las fiscalías viven en la simulación. ¿Qué confianza puede haber? Ninguna. Y por eso Washington actúa con desconfianza: porque México se ha ganado a pulso esa falta de credibilidad.
El dilema para Sheinbaum es mayúsculo. Si cede demasiado a Washington, quedará como una Presidente sometida al guion del vecino del norte. Si no cede, arriesga aranceles, sanciones y presiones económicas que minarían su gobierno en plena fase de consolidación. Pero más allá de la estrategia diplomática, el verdadero desafío está adentro: limpiar la casa. Solo así se puede recuperar la confianza perdida. Porque la credibilidad internacional no se gana con discursos ni con comunicados, se gana con hechos y con sentencias firmes contra corruptos y criminales.
Y en medio de esa escena, un detalle tan extraño como incómodo: los grandes ausentes fueron el secretario de la Defensa y el secretario de Marina. En una reunión donde se habló de crimen organizado, aduanas y cooperación militar, no estuvieron ni el general ni el almirante. ¿Quién ordenó esa ausencia? ¿Fue exigencia de Estados Unidos, cálculo del propio Omar García Harfuch o decisión de los mandos militares? Esta última hipótesis es la menos probable, porque en un régimen presidencialista los uniformados responden a la Comandante Suprema de las Fuerzas Armadas: la Presidente de México. El vacío no es anecdótico, es un signo de opacidad que alimenta todavía más la desconfianza de Washington hacia nuestro país.
Estados Unidos desconfía de México. Y lo hace porque ha visto a un país que promete, pero no cumple; que entrega cabezas mediáticas, pero no redes completas; que presume soberanía, pero se rinde en silencio frente a la captura institucional. Mientras esa sea la realidad, cada visita de un secretario de Estado será menos un diálogo entre iguales y más una inspección disfrazada de cortesía.
Rubio lo dejó claro: Estados Unidos no cree en México. Y la visita no cambió esa percepción. Al contrario, la reforzó. El caso del vicealmirante detenido fue el recordatorio perfecto de por qué Washington mira a nuestro país con sospecha. No hubo confianza, ni la habrá mientras las grietas del Estado mexicano sigan abiertas.
El desafío es enorme: demostrar que México puede ser socio, no carga. Que puede ser aliado, no sospechoso. Que puede ser un país soberano que colabora desde la dignidad y no desde la sumisión. Mientras eso no ocurra, la desconfianza de Washington seguirá marcando cada encuentro, cada negociación y cada amenaza. Y esa desconfianza, más que la diplomacia, es hoy la verdadera brújula de la relación bilateral.
@Fschutte
Consultor en seguridad y analista político