
En los mercados siempre hay un rumor subterráneo, una música hecha de voces que regatean, de bolsas que se rompen, de cuchillos que golpean las tablas al partir la carne. Es un latido colectivo. Entre los puestos de frutas y las aguas frescas de la esquina, las historias se esconden mejor que en cualquier trama: basta detenerse y mirar.
Ese sábado, el aire olía a cilantro fresco y a tortillas recién salidas del comal. El vapor de los tamales se mezclaba con el aroma punzante del pescado y el dulzor de los mangos maduros que manchaban de resina las manos de quien los tocaba. Entre ese paisaje de olores y voces, un grupo de jovenes caminaba juntos, pero no del todo unidos. El lenguaje de sus cuerpos lo decía todo: hombros que se rozaban menos de lo habitual, silencios que pesaban más que la caja de jitomates que llevaban con ellos.
Ella —la de la blusa blanca con flores amarillas— sostenía una bolsa de tela demasiado cargada. No pedía ayuda. Tampoco rechazaba la que le ofrecían. Asentía en automático, como quien se aferra a un guion aprendido. El hombre a su lado, distraído intentaba bromear con el vendedor de los chiles, pero su risa sonaba ajena, como si la hubiera ensayado frente al espejo. “Qué barato está hoy”, decía, nadie respondía.
En ese gesto mínimo se revelaba lo esencial: había un adiós que ya había comenzado, aunque ninguno lo pronunciara todavía. Era un adiós que se disfrazaba de rutina, que se escondía entre el olor a naranja partida y las voces que gritaban “¡pásele, pásele!”.
Los demás del grupo fingían no verlo o quizá, en lo suyo, no lo veían. Una de las amigas hablaba demasiado alto, como si las palabras pudieran tapar lo evidente. Otro se quedaba callado, mirando las jaulas con gallinas al fondo, evitando involucrarse. Pero entre las guayabas apiladas, entre los aguacates que se palpaban con dedos expertos, se intuía lo inevitable: había una cuerda rota que nadie sabía cómo volver a tensar.
Recordé entonces una línea de Marguerite Duras: “El silencio se aprende con los años, como el secreto de un lenguaje imposible.” Y ahí estaba ese silencio, expandiéndose entre el murmullo del mercado, más feroz que cualquier discusión.
El mango que ella eligió se resbaló de la bolsa. Él lo recogió, lo sostuvo un instante, se lo tendió. Ella ya estaba de espaldas. Fue una escena mínima, casi ridícula en apariencia, pero cargada de esas grietas invisibles que anuncian el derrumbe. No hubo reclamo ni reconciliación. Solo la naturalidad del desinterés. Como una fruta madura que nadie alcanza a probar.
El mercado siguió latiendo, indiferente. Los niños corrían con bolsas de frituras, una señora peleaba por el precio del queso, alguien afinaba su guitarra para cantar corridos en la esquina. La vida seguía, como sigue siempre, sin importar que un vínculo se marchite frente a los ojos de quienes nos atrevemos a mirar.
Y, sin embargo, algo quedó suspendido: la certeza de que los cuerpos hablan más que las bocas, y que, incluso en el ruido de un mercado, se revelan las verdades más difíciles de sostener.
Al final, nadie lo notó. Solo fui alguien que pasó, que se detuvo un instante y guardó la escena como quien recoge una sombra del suelo: ligera, invisible, imposible de olvidar.
El bullicio siguió como si nada. Nadie se detuvo a mirar cómo, en ese instante mínimo, algo se rompía. Y en medio de esa multitud entendí que lo verdaderamente brutal no son los finales estruendosos, sino los que pasan inadvertidos.
El mercado se fue vaciando poco a poco, como una ola que se retira dejando charcos brillantes en el suelo. Entre el eco de los pregones y el crujir de las bolsas, quedó suspendido un silencio distinto, como una grieta que nadie nombró. Y tal vez nadie lo recuerde mañana. Pero yo lo vi, y supe que a veces las despedidas más hondas se esconden en los gestos más pequeños.