A veces pienso que algunas personas llegan a tu vida como desastres naturales.
No porque quieran hacerte daño, sino porque su forma de estar en el mundo tiene la potencia y el caos de algo que no se puede detener.
Con ella era así.
Una amistad como marea impredecible. De esas que un día te arrullan y al siguiente te arrastran.
Había tardes donde todo fluía. Risas largas, confesiones profundas, una complicidad casi infantil que parecía invencible.
Pero también había momentos donde su afecto se volvía rudo, su silencio pesaba como humedad encerrada. Y una parte de mí, sin saber cómo, empezó a encogerse para no incomodar.
Me tomó tiempo entenderlo, pero algunas personas no saben habitar el cariño sin hacer temblar el piso.
No porque no amen. Sino porque aprendieron que el afecto es supervivencia. Que la cercanía es un terreno minado. Que hay que protegerse incluso cuando alguien se acerca con las manos vacías, en son de paz.
Y yo, que alguna vez fui la chica del clima en un noticiero local —y lo que más me gustaba eran las metáforas—, creí que si podía leer sus tormentas, anticipar sus frentes fríos, todo estaría bien.
Pero no es así como funciona.
Pensaba en esto hace poco, leyendo sobre los terremotos silenciosos.
Esos que no se sienten pero se mueven bajo la superficie durante días, semanas.
No causan destrucción inmediata, pero acumulan presión.
Y cuando finalmente se rompen, lo hacen sin aviso.
Así fue nuestra amistad.
No fue un drama. Fue un desgaste lento.
Un día ya no estábamos donde solíamos estar.
Y sí, me duele.
Porque extraño la versión de mí que sólo existía con ella. Esa que sabía qué chiste hacer, qué palabra exacta decir para arrancarle una carcajada.
Pero también sé que había algo insostenible en ese vínculo.
Como vivir en una casa bonita en zona de deslave: te apegas, la decoras, le haces jardín, pero en el fondo sabes que no es un lugar seguro para quedarte. Que en cualquier momento todo puede desaparecer.
No todas las relaciones están destinadas a ser eternas.
Algunas solo vienen a enseñarte tus propios límites.
A mostrarte que también es válido decir “esto me sobrepasa”.
Que retirarse no siempre es un fracaso. A veces es una forma de autopreservación.
Hoy la recuerdo como se recuerda un gran temporal: con mezcla de nostalgia, aprendizaje y alivio.
Y cada tanto, cuando me siento tentada a volver a esos lugares donde ya sé que duele, me lo repito como mantra:
No todo lo que estremece es amor.
No todo lo que brilla es hogar.
No todo lo que fue, tenía que quedarse.
Quizá eso sea crecer:
Aprender a distinguir entre el vértigo que emociona y el que desgasta.
Entre la intensidad que enciende y la que calcina.
Entre quienes construyen contigo… y quienes, sin querer, sólo saben arrasar.
No todos los adioses deben doler eternamente; algunos son apenas pausas largas entre versiones de nosotras mismas que aún estamos descubriendo.
Y entonces, cuando me sorprende la memoria con una imagen suya —una risa, un gesto, un apodo tonto que solo ella decía— no me resisto, la dejo pasar, como el eco de una canción conocida que ahora suena distinta.