Narges Mohammadi, ganadora del Premio Nobel de la Paz 2023, fue detenida en Irán en 2021. Activista de derechos humanos y autora del libro Tortura blanca, una colección de entrevistas que exploran las vivencias de mujeres iraníes encarceladas, ha pasado años entrando y saliendo de prisión debido a su labor.
Actualmente, según Amnistía Internacional, “cumple una condena de 12 años, 11 meses y 154 latigazos por cuatros casos distintos”, entre ellos, exigir la abolición de la pena de muerte y brindar apoyo a familiares de víctimas de la violencia policial.
Aunque ella permanece privada de su libertad, su esposo, Taghi Rahmani, presentará Tortura blanca en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara el próximo 4 de diciembre, a las 18:00 horas, acompañado por el periodista mexicano Ricardo Raphael.
La obra revela las experiencias de 14 mujeres, incluida la de Narges Mohammadi, en las prisiones de la República Islámica de Irán. A continuación presentamos una de esas historias, en palabras de la activista de derechos humanos.
LA HISTORIA DE NIGARA AFSHARZADEH, PRESENTE EN EL LIBRO TORTURA BLANCA
Nigara Afsharzadeh, nacida en 1978, es ciudadana de Turkmenistán. Fue detenida en 2014 en la ciudad de Mashhad, acusada de espionaje y condenada a cinco años de prisión. Nigara permaneció en las celdas de aislamiento durante el primer año y medio de su condena, después fue trasladada al pabellón de mujeres de la prisión de Evin, en Teherán, Irán.
—¿En qué fecha fuiste detenida y cómo?
—El 6 de enero de 2014, mientras estaba con mis dos hijos de seis y ocho años, fui detenida en la calle por dos hombres y dos mujeres.
Yo había venido a Irán para ver a mi hija. Su padre y yo nos habíamos separado. Un día, su padre me llamó y me dijo: “Vente a Irán para buscar a tu hija y llevártela”. Cuando vine me di cuenta de que había caído en una trampa. Estaba con mis dos hijos pequeños cuando fui arrestada en la calle. Me separaron de mis hijos y no tuve más noticias de ellos. No sabía qué les había pasado. Los interrogadores me dijeron que los habían llevado a un centro de cuidado infantil.
—¿Después de tu detención a dónde te llevaron?
— Me llevaron a una celda. Estaba oscura y solo tenía una manta. Al día siguiente vinieron a buscarme. Querían que metiera la cabeza en un saco, pero me resistí mucho y no les dejé hacerlo. Cuando subimos al coche me obligaron a poner la cabeza entre las piernas para que no viera nada. Durante el tiempo que estuve en la celda no me dieron nada de comer. Me dieron algo de comida cuando subí al avión, pero yo no podía comer nada.
—Cuando llegaste a Teherán, ¿a dónde te llevaron?
— Tenía los ojos vendados y no conocía los caminos. Cuando abrí los ojos estaba dentro de una celda que tenía, muy arriba, dos bombillas encendidas. Allí había tres mantas y una moqueta fina extendida en el suelo. Yo estaba en el tercer pasillo del pabellón 209 en la celda 32. Cuando entré en la celda no había nadie más en ese pasillo, por lo que estaba todo en silencio. No se oía nada, ni pasos, ni personas, ni el abrir y cerrar de las puertas de las celdas… nada. Los únicos seres vivos de aquel pasillo eran unas cucarachas muy gordas que tenían un aspecto terrible.
CONTINÚA LA ENTREVISTA EN TORTURA BLANCA
—¿Qué hacías en la celda?
— El tiempo no transcurre en la celda. Me encontraba totalmente sola. Sobre la puerta de la celda había una ventanita estrecha y las guardias a veces la abrían para echar un vistazo dentro. Yo, durante horas, pegaba la cara detrás de la ventanita para que, si ellas la abrían, yo pudiera ver el pasillo. La celda estaba en silencio y no se oía ningún sonido. Rebuscaba en toda la celda por si encontraba algo, como por ejemplo una hormiga; y cuando encontraba una, tenía cuidado de no perderla. Hablaba con la hormiga durante horas, lloraba y sollozaba.
Rezaba durante largas horas. Tenía la sensación de que veía a algunos de los profetas. Cuando dormía, tenía sueños extraños y al despertarme no me los creía. Durante el día andaba mucho, tanto que mis piernas ya no me respondían. Cuando me traían la comida, desmenuzaba el arroz y lo esparcía por el suelo con la esperanza de encontrar alguna hormiga u otros insectos para poder entretenerme con ellos.
Deseaba tener algo vivo en mi celda. Cuando una mosca entraba me daba una alegría enorme. La vigilaba con mucha atención y, cuando se abría la puerta de la celda, trataba de evitar que la mosca se escapara. Dentro de la celda andaba detrás de ella y le hablaba.
—¿Con qué frecuencia te dejaban salir a tomar aire y cómo hacías para ir al aseo y al cuarto de baño?
— Para poner un pie fuera de la celda, daba igual el motivo, estaba obligada a vendarme los ojos. Varias veces al día me dejaban ir al aseo con los ojos vendados. Si en algún momento miraba a la pared, aunque fuera por los bordes de la venda, me gritaban. Una vez a la semana me permitían ducharme. Dentro del lavabo debía darme prisa porque si no las guardias que estaban detrás de la puerta se enfadaban y me gritaban que terminara ya. Les decía que mi cuerpo olía mal y me contestaban: “¿Y qué? ¿Qué importa que huelas mal? Haber colaborado con tus interrogadores si querías tener mejores condiciones”.
Dos veces a la semana, durante unos veinte minutos, me dejaban ir al patio a tomar el aire. El patio no tenía flores ni plantas, pero sí tenía muros altos.
“ME EMPEZÓ A SALIR DE MIS PEZONES UN LÍQUIDO DE COLOR NEGRO”
—¿Cómo era tu estado de salud? ¿Recibías tratamientos médicos?
— Casi no comía. Los agentes me decían que yo iba a seguir siendo su invitada durante mucho tiempo. Pero yo no tenía apetito. Rápidamente perdí peso. En el momento de mi detención pesaba setenta kilos y solo en los primeros meses bajé a cincuenta y tres.
Pasado algún tiempo empezó a salir de mis pezones un líquido de color negro y todavía sigo con ese problema. Desde los primeros meses sufrí de insomnio y ansiedad. Me encontraba mal. Me llevaron a una habitación y me dijeron que esa era la enfermería del pabellón 209. Allí había una persona que al ver mi estado me prescribió algún medicamento. Desde ese momento, cada día me daban siete u ocho pastillas y me decían: “Tómalas, te pondrás bien”. Pero yo, en realidad, no dormía por las noches. Me quedaba despierta durante horas. Sonaba el Adhan para la oración de la mañana, y no había pegado ojo ya que no tenía sueño, y como estaba sola y sin tener nada que hacer, me angustiaba.
No me daba cuenta del paso de tiempo. Multitud de veces tocaba el botón para avisar a las guardias que necesitaba ir al aseo. Las guardias venían adormiladas y yo les preguntaba: “Disculpe, ¿cómo se prepara la sopa Ash?”. Preguntaba sobre las recetas de comidas o sobre cuestiones sin sentido. No sabes cuánto se enfadaban. Me gritaban y golpeaban la puerta, diciendo que eran las tres o las cuatro de la madrugada y que por qué no me dormía y las dejaba dormir a ellas. Pero yo me sorprendía al ver que ellas dormían. No sabía cuándo era de noche. Tocaba el botón sin ninguna razón, salvo para ver a un ser vivo.
Estuve en la celda durante un año y medio. Dormía sobre las duras y secas mantas militares. No tenía almohada y durante todo este tiempo ponía una manta debajo de mi cabeza y otra manta encima. Tenía heridas en las costillas y en la espalda, y se me infectaron. Informé de aquellas heridas a las guardias, pero no hicieron nada.
Me daban un pantalón y una blusa y cada vez que iba al baño me daban un conjunto nuevo para cambiarme. Las mantas eran tan ásperas que me causaban dolor en los huesos, pero yo no tenía más remedio que usarlas.
“ESTE ES TU FINAL”
—¿Cómo eran los interrogatorios?
— El primer día, cuando me llevaron al cuarto de interrogatorios, allí había dos interrogadores. Uno de ellos era joven y el otro de mediana edad. Este último me dijo: “Este es tu final. Considéralo como tu tumba. Piensa que ya estás muerta, y nosotros dos somos Nakir y Munkar”.
Yo ni siquiera comprendía lo que aquellos dos me decían. Me preguntaba quién de ellos sería Nakir y quién Munkar. Me hicieron preguntas a las que yo no sabía responder. Me dijeron que me fuera y volviera cuando tuviera las respuestas. Yo no estaba en buen estado mental, ya que me preocupaban mucho mis hijos. Me dijeron que como mis hijos se habían quedado en la calle, se habían visto obligados a llevarlos a un centro de cuidado infantil. Estaba tan preocupada que no sabía qué hacer. No podía comer nada, y cuando venían y se daban cuenta se enfadaban. Me decían: “¿Estás en huelga de hambre?”. Y yo les respondía: “¿Qué es una huelga?”.
Contraje varias enfermedades. Estaba tan enferma que me dieron pastillas calmantes. Un día llegó el interrogador y me dijo: “Tu acusación es de espionaje. Me tendrás que decir qué has hecho en Irán”.
Cuando me interrogaban tenía los ojos vendados y únicamente podía oír sus voces. Fingían estar enfadados me tiraban a la cara cualquier objeto que estuviera su alcance, por ejemplo, un paquete de té u otras cosas. En otra ocasión, el que estaba detrás de mí le pegó una patada a mi silla y me grito “¡Mentirosa!”.
“LAS MUJERES SON COMO UN PAÑUELO, SE LAS USA Y SE LAS TIRA A LA BASURA”, PARTE DEL LIBRO TORTURA BLANCA
A veces, en el cuarto estaban solamente aquellos dos interrogadores, y otras veces había más. Escuchando sus voces, podía adivinar que había hasta cinco de ellos detrás de mí. Una vez me dieron un vaso de agua y me dijeron que tirara el agua al suelo. Así lo hice. Después uno de ellos me dijo que la recogiera con las manos. Empecé a recoger el agua. Y me dijo: “No se puede recoger el agua que has derramado”.
Yo no comprendía lo que me decían. Un día, uno de los interrogadores usó un pañuelo de papel para limpiarse la nariz. Después tiró el papel al suelo y me dijo: “Las mujeres son como este pañuelo de papel, se las usa y después se las tira a la basura”.
A veces el interrogatorio se prolongaba desde la mañana hasta la noche. Ellos comían sus comidas y sus cenas y me daban algo, pero yo no podía comer nada. El interrogador siempre me amenazaba diciendo: “Te quedarás en la celda hasta que todos tus cabellos se pongan tan blancos como tus dientes. Serás ejecutada, te colgaremos y seré yo quien retire el taburete de debajo de tus pies”. Una vez el interrogador vino y me dijo: “Tu abuela ha venido a Irán a buscarte, y la hemos detenido ya que ella también es una espía”. Y al día siguiente me dijeron: “Tu abuela ha muerto”.
Quería muchísimo a mi abuela. Cuando volví a la celda lloré mucho. Celebré las ceremonias de conmemoración del tercer, séptimo y cuadragésimo día de su muerte.
Un día vino un interrogador y me dijo: “Eldar [mi hijo de seis años] está muy enfermo y lo han llevado al hospital. Necesita un riñón ya que se está muriendo”. Yo estaba exhausta de tanta pena y disgusto y no podía aguantar más. Los interrogadores tenían mi móvil. Habían imprimido la foto de Eldar. Habían colgado algo blanco, parecido a una tarjeta, sobre su pecho, y una especie de soga alrededor de su cuello. Cuando me la dieron me puse mala. Me dijeron que sobre la parte blanca que, como una tarjeta, colgaba del cuello de Eldar, escribiera “desgraciado”. Me forzaron a hacerlo. Habían imprimido las fotos de mis hijos y, cada vez que venían a interrogarme, las ponían junto a mí para que las viera.
“ME HACÍAN PREGUNTAS CUYAS RESPUESTAS YO NO SABÍA”
Un día llegaron y me dijeron que en ese mismo momento iban a Mashhad. Pregunté por qué, y me dijeron: “Tu madre ha venido a buscar a tus hijos, y vamos a detenerla también y a traerla aquí”. Créeme, yo pensé que habían traído a mi madre al pabellón 209. Incluso oía su voz.
En los interrogatorios me hacían preguntas cuyas respuestas yo no sabía. Un día me pusieron un papel delante y me dijeron que escribiera los nombres de todos los chicos a los que había conocido y con los que había hablado desde la infancia.
Una vez, uno de los interrogadores se enfadó y sacó su pistola amenazándome. Me insultaban en los interrogatorios y usaban palabras denigrantes. Me pidieron que describiera mis relaciones sexuales con el Sr.J. Me hicieron esta exigencia no una ni dos veces, sino muchas veces. Querían que les contara mis relaciones con todo detalle. Esta parte del interrogatorio fue muy humillante.
Varias veces, los interrogadores me llevaron a un hotel y me filmaron. Traían un chal y un manto para que me los pusiera y después me filmaban. Querían que, sin decir de qué país era, contara que formaba parte de las mujeres que trabajamos en otros países para tender trampas a los agentes del régimen de la República Islámica mediante relaciones sexuales. “Advierte a nuestros agentes”, me decían, “que las mujeres hacen este tipo de cosas. Que se arriman a ellos y los seducen. Después cuando ya los amarraron, comienzan a hacer preguntas y así obtienen información”. Yo hice esa grabación varias veces.
Cuando me detuvieron, tenía mi móvil conmigo, pero ahora lo tenían los interrogadores. Ellos miraban todas las fotos, incluso mis fotos privadas y me preguntaban sobre ellas. Esas fotos llegaron incluso a manos de un juez, por lo que yo protesté diciendo que esas fotos eran totalmente personales. Una, por ejemplo, la había sacado en la playa junto con mi marido y mis hijos. Yo les preguntaba: “¿Por qué mis fotos están en manos de todos ustedes?”.
“TODO LO QUE ME HABÍAN DICHO ERA MENTIRA”, ENTREVISTADA PARA TORTURA BLANCA
—¿Podías contactar con tu familia?
— Hasta el sexto mes de reclusión no tuve noticias de nadie de mi familia, ni de mi madre ni de mis dos hijos pequeños. Me estaba volviendo loca. El interrogador dijo que aquel pabellón era como una tumba, y yo comencé a creer que era verdad. Pero al sexto mes me dieron mi teléfono y pude llamar a mi hija mayor, que estaba en Irán. Me dijeron que mi hija podía venir a verme. Así lo hizo, y pude verla.
Le pregunté por mis hijos pequeños, y ella me dijo que mi madre había venido desde Turkmenistán hasta Irán y se los había llevado. Tras ocho meses pude contactar con mi madre por teléfono. Yo había creído que mi abuela había muerto, que mis hijos estaban en un centro de cuidado infantil, que mi marido me había abandonado. Después me di cuenta de que todo aquello era mentira.
—¿Cuál era la frecuencia de los interrogatorios?
— Al principio era de dos o tres veces a la semana. Después los interrogadores venían una vez a la semana y más adelante no venían o venían de tarde en tarde. Me habían abandonado en la celda. Yo no era una espía. El interrogador me decía que ellos sabían que yo no era una espía, pero que tendría que colaborar con ellos y repetir en las entrevistas lo que ellos me dijeran. Me contaron que si colaboraba me darían dinero para que yo trajera a mis hijos pequeños a Irán. Me decían que si yo volvía a mi país ellos me perseguirían.
“Quédate aquí”, me decían. Yo me preguntaba, si me habían detenido y encarcelado por espionaje, ¿por qué en lugar de castigarme, me ofrecían dinero y casa y querían que me quedara en Irán?
CAMBIOS FÍSICOS Y MENTALES EN NARGES MOHAMMADI
—¿Durante ese año y medio qué cambios notaste en tu condición mental y física?
— No podía comer, y eso dio lugar a que con el paso del tiempo me debilitara y adelgazara mucho. Dormir sobre el suelo me causó un fuerte dolor de espalda y como no tenía movilidad en el pequeño espacio de la celda, mi sistema digestivo funcionaba muy mal. Sufría de mucho dolor a causa del estreñimiento. Solo me daban una o dos piezas de fruta a la semana.
Yo estuve en la celda en invierno. En el suelo había una moqueta fina y yo extendía una manta militar debajo de mi cuerpo. Tenía mucho frío. Mi cuerpo entero temblaba de frío y no había manera de entrar en calor. Bebía agua del grifo, pero más tarde averigüé que no era recomendable beber el agua de Evin. Físicamente, me encontraba muy débil y delgada; y mentalmente, estaba muy mal también. De tanto llorar tenía un intenso dolor en mis ojos. Tenía también un fuerte dolor de muelas, pero no hicieron nada para tratarme médicamente. Después de unos ocho meses, cuando me llevaron a la enfermería, pude ver mi rostro en un espejo que había en el ascensor. Había adelgazado mucho. Verme así me sorprendió.
—¿Qué hacías para sobrellevar el aislamiento de la celda?
— El año y medio que pasé en la celda de aislamiento fue horroroso. Cuando oía el timbre del pasillo me ponía enferma. También me entristecía cuando escuchaba a los otros prisioneros marcharse mientras yo permanecía en mi celda. Me ponía mala oír a mujeres y a hombres llorar y gritar en el pasillo. Una vez oí a un chico joven al que le estaban pegando y él suplicaba que no lo hicieran. Les decía que estaba enfermo. Lloré tanto que me dio dolor de cabeza. Me desesperaban tanto la soledad y el desamparo que terminé haciendo cosas muy extrañas. Por ejemplo, masticaba el pan que me daban para comer, hasta que se ablandaba en mi boca. Después formaba con él una muñeca o una cruz para mi hijo pequeño. Pero cuando salía para ir al baño, las guardias aprovechaban para buscarlas y romperlas.
“TODO ERA SOLEDAD Y SILENCIO”
—¿Qué cosas te molestaban más en la celda?
—La idea de que mis hijos estaban en un centro de cuidado infantil me horrorizaba. Realmente me enloquecía. Ellos eran tan pequeños, y me habían separado de ellos en mitad de la calle. Mi hija lloraba diciéndome que no me fuera. Desde entonces hasta hoy no los he vuelto a ver.
Lo que me destrozaba en los interrogatorios eran los insultos y las humillaciones. Parte de los interrogatorios se centraba en mis relaciones sexuales. No podía creer que hicieran este tipo de preguntas a una mujer. Un interrogador me pidió que describiera cómo había tenido sexo con cierto hombre (con el que yo había estado casada durante un tiempo).
Hice todo lo que pude para evitar responder a esas preguntas, pero no lo conseguí. Al final le dije: “Lo mismo que hace usted. ¿Qué cosas hace usted con su mujer? Pues yo hacía lo mismo”. “No, me lo tienes que describir y que mostrar”, me dijo. Yo imité el acto sexual sobre la silla. Me preguntó si nosotros usábamos miel. Yo creo que habían escuchado nuestras conversaciones telefónicas, ya que ese señor era iraní, y yo a veces hablaba con él por teléfono. El interrogador conocía algunas de nuestras conversaciones y me las repetía. Insistió tanto que al final tuve que admitir que usábamos miel.
El interrogador se dirigió a sus colegas y les dijo: “Enviar a ese señor y a la señora a la celda y dales miel”. En esos momentos yo no sabía qué hacer. Cuando volvía a la celda, rezaba. En una ocasión recé ochenta raka’ah hasta que caí agotada. Llamaba a todos los profetas y les suplicaba a todos que me ayudaran. Lo peor de todo era la soledad y el silencio, me volvían loca. Fue un periodo espantoso. N