Todo empezó por un árbol.
Estaba seco. Torcido. Una vecina dijo que ya parecía más una amenaza que sombra. Otra respondió que mejor lo dejaban, que al fin y al cabo nadie iba a hacer nada. Y entonces, otra más —que siempre se veía reservada, pero no indiferente— preguntó si no sería buena idea hacer algo. Juntas.
Ahí, en ese cruce de opiniones y desgano, se gestó la primera junta vecinal. Nada oficial. Unos cuantos en el patio, con un garrafón de agua, dos sillas plegables y un cartel mal pegado en la entrada del edificio que decía: “Reunión para mejorar nuestro espacio común. Todos bienvenidos.”
Fueron cinco personas. Luego ocho. Después diez.
A nadie le cambió la vida esa tarde, pero algo se movió.
Durante años, muchos habían vivido en el mismo lugar sin cruzar más de dos palabras. Alguna queja en el grupo de WhatsApp. Un saludo seco en las escaleras. Puertas que se cerraban con prisa. Cada quien con su urgencia. Cada quien con su dolor. Porque sí, casi todos arrastraban algo, aunque no se dijera.
Yo, por ejemplo, venía saliendo de una etapa dura. No la más difícil, pero sí de esas que te hacen cuestionarte si alguna vez vas a volver a sentirte parte de algo. Había dejado un trabajo donde ya no creía en nada. Se me había desacomodado el cuerpo y el alma. Me sentía sola, incluso rodeada. Y sí, lo admito: llevaba semanas sin tener ganas de hablar con nadie.
Pero ese día, en la reunión del patio, alguien llevó limonada. Otra señora horneó pan de plátano. Un niño corrió con un balón hasta donde estábamos y nadie lo regañó. Y, sin darnos cuenta, el “algo deberíamos hacer” se volvió: “¿qué hacemos primero?”
Se organizó una faena para limpiar el jardín. Después, arreglamos los columpios. Y más tarde, una señora propuso pintar un mural en la barda trasera. Una idea que parecía ridícula al principio, pero que terminó siendo un pequeño altar colorido a la esperanza. De pronto, los domingos ya no eran tan silenciosos. Nos compartíamos herramientas, recetas, y a veces, hasta confidencias.
Una tarde, mientras regábamos las plantas nuevas, una vecina —la que parecía más dura— me dijo sin rodeos:
“Pensé que esto no iba a servir para nada, pero me doy cuenta de que necesitaba esto más de lo que imaginaba.”
Me quedé pensando en eso durante días.
Nos enseñaron que la vida es subir. Lograr. Ganar. Que si ayudas mucho, te rezagas. Que el mérito es individual. Que competir es natural. Pero, ¿y si no? ¿Y si la verdadera fuerza está en el nosotros? ¿En ese momento exacto en el que alguien te ve, no para compararse, sino para acompañarte?
No sé en qué momento exacto dejamos de temernos. Solo sé que un día alguien dijo:
“No estoy peleando contigo. También quiero que ganes.”
Y fue como quitarse un peso de encima.
La ternura no es moda. Es resistencia.
Y no siempre se expresa con flores o abrazos. A veces se muestra en una cubeta de pintura compartida. En la paciencia para escuchar. En la decisión de quedarse cuando ya no es obligatorio.
Es cierto, no salimos en el periódico. Nadie nos dio un premio. Pero ese mural lo pintamos juntas. Y cada que lo veo, me acuerdo:
Que construir comunidad no es un ideal lejano.
Es una práctica diaria.
Pequeña.
Posible.
Y el árbol… ese árbol que al principio parecía un estorbo, sigue ahí.
Ya no torcido, ni seco.
Ahora da sombra.
Y aunque no lo digamos, todas sabemos que no es solo un árbol:
es la prueba de que cuando algo se cuida entre muchas, florece.
Como nosotras.