LIVE

La tesis que nunca escribimos

Publicado el 10 de noviembre, 2025
La tesis que nunca escribimos

Nos conocimos en una biblioteca. Yo había comenzado a trabajar en la tesis de la maestría. Ella hojeaba un libro que yo llevaba meses buscando sin éxito. Sonrió cuando me vio acercarme, como si hubiera leído en mis ojos el pequeño salto de emoción que uno hace cuando encuentra una pieza perdida del rompecabezas.

 

Supe su nombre antes de saber su historia. Y aun así, desde el principio, se me incrustó la sensación —quizá ingenua— de que ya la conocía de algún lugar remoto: una conversación que nunca pasó, un gesto que estaba guardado para reconocerse al verlo.

 

Ella era brillante. Brillante de esa luz que no encandila, sino que ilumina. Sabía de teorías feministas, de cuerpos políticos y de deseos sin permiso. Conocía cada autora que yo intentaba descifrar. Me conseguía papers que parecían imposibles de encontrar en aquel tiempo en el que Internet era más rumor que archivo.

 

Yo temblaba. No delante de ella, sino dentro de mí. Porque entender el mundo a través de sus palabras era peligroso: me estaba enseñando a entenderme a mí. Me ayudaba a escribir, a enojarme con precisión, a atreverme a soñar con una vida distinta… una que todavía no sabía nombrar.

 

Una noche, después de estudiar hasta que el guardia apagó las luces de la biblioteca, me acompañó a casa. Hablamos de autoras, de justicia, de la vida que nos prometieron y la que queríamos. Esa conversación no fue la primera, pero sí la que quedó tatuada. Me preguntó qué quería hacer con mi vida. Yo pensé: esto, aquí, contigo, así. Pero dije cualquier cosa que sonara académicamente respetable.

 

Y sin planearlo, casi sin darnos cuenta, empezamos a construir una vida que todavía no existía: un departamento con plantas que yo mataría lentamente, libros subrayados hasta el cansancio, cenas improvisadas y discusiones sobre el mundo que terminarían en besos que lo reparaban todo.

Me enseñó a leer con hambre, a escribir sin miedo, a disentir con ternura.

Yo la admiraba tanto que a veces me quedaba muda. O peor: hablaba de más. Sentía que tenía que alcanzarla, como si estuviera a un paso de una cima a la que ella había llegado con una facilidad insoportable. Pero bajo las sábanas, cuando el mundo se apagaba, éramos solo dos cuerpos que aprendían a respirar al mismo ritmo.

 

Ella me invitó a pasar las fiestas con su familia. Sonaba sencillo, cotidiano. Pero mi cuerpo no lo entendió así. Días antes, empecé a sentir un nudo en la garganta, un ardor leve al tragar, un peso en el pecho que no encontraba causa. Era como si la piel y la voz se hubieran puesto de acuerdo para decir lo que mi boca seguía negando: que estaba a punto de cruzar un umbral que no sabía si podría sostener.

 

El cuerpo fue más sabio que yo. Se cerró, como una defensa ancestral frente a lo que se siente demasiado verdadero. No podía tragar, ni dormir, ni pensar con claridad. Tenía miedo. Miedo de ser vista, de ser descubierta, pero más aún de descubrirme.

 

Y con la misma naturalidad con la que llegó a mi vida, siguió su camino. Sin drama. Sin ruptura. Solo un silencio que se acomodó entre nosotras.

 

A veces pienso en la mujer que habría sido si hubiera tomado ese vuelo. Si hubiera llegado con los nervios hechos un nudo y aun así hubiera dicho “sí, aquí estoy”. Si me hubiera permitido nombrar lo que entonces ya me ardía en el pecho. Podríamos haber escrito juntas la tesis más importante: la de atrevernos a ser.

 

Hoy la veo —de lejos, porque la distancia también es una forma de cuidado— y está feliz. De esas felicidades que se notan en la postura del cuerpo. Con una pareja que la mira como yo la miré cuando supe que su mundo era el mío. Son hermosas. Hacen sentido. Y me alegra profundamente que exista alguien capaz de sostener todo lo que ella es.

 

Supongo que eso también es amor: celebrar que alguien encuentre lo que tú no supiste ofrecer.

 

Me gusta pensar que en alguna versión alternativa de mi historia, yo llegué a esa cena. Y la presenté como lo que era. Y no me fallé.

 

Pero esa es una vida que no vivimos.

Una tesis que no escribimos.

Un capítulo que se quedó guardado bajo llave, entre los márgenes de un libro que ya devolvimos.

 

Y aun así… cuando pienso en ella, no duele.

Porque gracias a ella, aprendí a decirme en voz alta.

Gracias a ella, supe que el cuerpo a veces entiende antes que la mente.

Entendí que algunas verdades duelen solo hasta que se nombran.

Compartir en:
Síguenos
© 2025 Newsweek en Español