Martillo en mano, John golpea una y otra vez en los puntos clave de una tarima que desarma para tirar a la basura. Lo hace porque esa ya no será su “casa”, su “rancho”, como los migrantes le llaman comúnmente al espacio de 2 por 2 metros que ocupaban ahí en la Plaza de la Soledad, que se localiza frente a la iglesia del mismo nombre en la zona de La Merced de la Ciudad de México.
Sigue pegando y apila los trozos de madera en otro extremo; ha guardado ya sus pertenencias en mochilas: debe dejar limpio el lugar antes de la mudanza que harán hacia la plaza del Caballito, que se encuentra frente a la Cámara de Diputados. Sin embargo, no se le mira contento.
—Supuestamente estaremos ahí por 15 días y después volveremos acá o nos trasladarán a un refugio.
—¿Y a usted qué le gustaría? —pregunto.
—A mí me gustaría que me llevaran a mi país, que me deporten, que me lleven en un vuelo voluntario.
John, como otros más, aceptó ya su derrota; sabe que no alcanzará el sueño americano; al menos no durante la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos. Por eso dice que pidió ser censado por la autoridad capitalina para pedir su repatriación a Venezuela.
Las secretarías de Movilidad Humana y de Gobierno capitalino supervisan que decenas de migrantes —solos o en familia— desocupen esta plaza para dar paso a la romería de Semana Santa que comenzará en dos semanas días. O, al menos, esa fue la justificación que le dieron a esta población migrante.

CAMIONES PARA LOS MIGRANTES DE LA MERCED
Algunos acatan la orden y desde las 9 de la mañana del 31 de marzo han comenzado a recoger y empacar; otros, desencanchados, realizan llamadas telefónicas buscando un cuarto a dónde irse, tratando de encontrar quién les guarde temporalmente parrillas, estufas y utensilios de las cocinas que montaron de manera improvisada, desde hace meses, para sobrevivir con la venta de comida corrida en la periferia.
Los perros están confundidos; hasta hace unos meses muchos fueron de la calle y luego adoptados en los ranchos de migrantes. Ahora, en la mudanza inminente, miran a sus dueños, sin saber si los llevarán con ellos o serán (de nuevo) abandonados a su suerte.
Los números que le reportan a Temístocles Villanueva, secretario de Movilidad Humana que está en el lugar con decenas de colaboradores, son optimistas: 87 migrantes solos y 13 familias que aceptaron dejar el lugar. Los primeros caminan ya hacia la Plaza del Caballito cargando en su espalda madera, bases de cama, colchones, colchonetas, casas de campaña, mochilas y petacas. En cestos y cajas de plástico guardaron también ropa, enseres de cocina, cubetas y garrafas con agua para enfrentar las temperaturas promedio de 28 grados que se registran en los últimos días.
Para agilizar, las decenas de colaboradores ayudan a cargar bultos voluminosos a quienes prefieren abordar alguno de los camiones de RTP que se pusieron a su disposición para el traslado. Dice el funcionario que a las familias les buscarán espacio en alguno de los dos refugios que opera el gobierno capitalino.

VIEJAS CONSTRUCCIONES CONVERTIDAS EN ALBERGUES
Se trata del ex hotel Marina (hoy llamado albergue Bocanegra), en la zona de Peralvillo, y que hace unos años pasó a manos de la autoridad, vía extinción de dominio, pues era utilizado por la delincuencia. Ahí caben 200 personas. Por su estado físico, desde hace meses recibe mantenimiento en drenaje y otras áreas de plomería; también es ampliado para recibir a 80 personas más. Allí una familia migrante es asignada en cada cuarto con el fin de evitar su separación.
El segundo albergue, “Vasco de Quiroga”, era hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto una primaria en mal estado y sin mantenimiento. Con el tiempo pasó a manos del gobierno capitalino, que lo convirtió en albergue para personas de la calle; por su tamaño fue transformado recientemente en albergue para migrantes. Tiene capacidad para 300 personas y hoy se trabaja en su ampliación para recibir 200 personas más.
Aquí, en La Merced, este campamento de migrantes es considerado así por las autoridades. Por eso en esta mudanza masiva hay dos grupos de testigos. Uno, de comerciantes y vecinos del lugar que miran con alivio la liberación de su espacio público. En voz baja relatan que desde hace meses era difícil transitar por la zona, que perdieron clientela, que algunos migrantes les agredían en caso de reclamo y que incluso la propia iglesia (que les apoyó con decenas de desayunos gratuitos cada día) se vio afectada indirectamente, pues los feligreses dejaron de asistir y redujo su número de misas diario a solo una por la mañana.

MIGRANTES “PAGABAN” POR VIVIR EN LA MERCED
El otro grupo es el de adolescentes que en motoneta recorren las orillas del campamento para no perder detalle de lo que ocurre. Todos lo saben, pero nadie habla abiertamente por seguridad; y a pregunta expresa, todos lo niegan. La información recabada describe que son halcones del cártel Unión Tepito que cada viernes por la tarde-noche pasó a cobrar 150 pesos diarios por cada rancho instalado más 50 pesos adicionales por uso del cableado eléctrico de una fuente en esta plaza pública, que fue usada para cargar celulares o allegarse de luz.
—¿Y cómo saben que son halcones y no vecinos de lugar? —pregunto.
—¿Usted cree que los migrantes que están aquí tienen dinero para moverse en motoneta todos los días alrededor del campamento? —me responden.
Camiones torton de la Secretaría de Obras y Servicios operan, en apoyo, como camiones de basura. Personal de la alcaldía Venustiano Carranza inmediatamente barrió el lugar. Todo lo llevaron al centro de transferencia cercano al metro Chabacano.
En el último mes el número de migrantes que llegó a este lugar de La Merced creció. Los vecinos lo notaron cuando aumentó el número de ranchos frente a la iglesia; también lo notó el personal del camión de limpia que debía pasar tres veces por el mismo punto para recoger más y más basura.
Contaron que su principal problema fue que, a falta de baños públicos gratuitos, los migrantes comenzaron a hacer sus necesidades en vía pública; pero además juntaron sus orines en garrafas y su excremento en bolsas de plástico que tiraban al camión de la basura lo que, además del olor, causó un problema de salud entre los empleados del camión.
Para evitar conflictos, el responsable de cada camión pidió a los migrantes —todos los días— vaciar sus garrafas con orina directamente en el drenaje y que ya no recibirían bolsas con excremento.

MIGRANTES DE VALLEJO EN APUROS
El campamento de migrantes que se encuentra junto a las vías del tren en la zona de Vallejo, a lo largo de medio kilómetro, pronto se levantará. Las decenas de migrantes que allí viven esperan su desalojo en cualquier momento; pero la realidad es que no quieren irse de allí, por eso en la puerta de cada rancho pegaron la resolución de un amparo tramitado en 2024 ante el Poder Judicial de la Federación para evitar que la autoridad los retire.
—¿Quién les trajo el documento? —pregunto, pero las respuestas son vagas e imprecisas.
—Un señor mexicano que siempre nos colabora, es de aquí, siempre nos ha ayudado y está atento —dice Jordan, el migrante colombiano que brinda servicios de peluquería afuera de su rancho con puerta de madera.
Unos metros adelante, otra migrante venezolana (quien reserva su nombre) justifica y al mismo tiempo suplica: “Nosotros estamos conscientes de que somos inmigrantes acá, que estamos ocupando un lugar que no es de nosotros, una plaza, que es la vía del ferrocarril. Y si nos van a venir a desalojar, que nos den una prórroga de 15 días”.
Temístocles Villanueva adelanta que, terminado el traslado del campamento de migrantes de La Merced, ese será el siguiente objetivo. “Muy pronto tendremos un diálogo con todas las familias que están en este espacio”, asegura. “Estamos trabajando ya con organizaciones de la sociedad civil para tener un traslado voluntario y muy informado”.
Sutilmente, desliza entre líneas que no habrá amparo que valga y que tienen ya una estrategia legal a seguir. “Ese amparo dicta que las autoridades de la ciudad estamos obligados a otorgarles albergue y es lo que estamos haciendo”, declara.

EL PLANTÓN VECINAL
“No a la imposición del albergue. A favor de la cultura”. Es el mensaje que, en general, se lee en las mantas colocadas en la calle por los vecinos de la colonia Nueva Santa María en Azcapotzalco. Alguien que no comparte esa opinión les respondió “racistas” y dibujó al lado la esvástica nazi.
“No somos ni racistas ni xenófobos” afirma Sandra Amezcua, uno de los miembros más jóvenes del plantón de vecinos que desde hace una semana impidió la construcción de un albergue del gobierno capitalino para 300 migrantes en situación de calle. “Sería inhumano de su parte meter a tanta gente en un espacio tan pequeño faltando todos los servicios con los que no contamos”, y pone un solo ejemplo: el agua.
Dos semanas atrás detectaron el ingreso de material de construcción en un ex módulo de trabajadores de la Ruta 100 que se localiza en Eje 2 Norte esquina con Plan de San Luis. Pensaron que, por fin, les construirían la Casa de Cultura que les prometió la autoridad local hace cuatro años. Pero los albañiles del lugar les contaron que sería un albergue para migrantes y se movilizaron.

“NO HUBO EL PUEBLO PARA EL PUEBLO”
Tres autoridades locales les confirmaron la noticia: Temístocles Villanueva; el subsecretario de gobierno, Fadlala Akabani, y su jefe, el secretario César Cravioto, quien ofreció presentarles el proyecto para obtener su aval y destrabar el conflicto.
En enero, Cravioto y la jefa de Gobierno, Clara Brugada, afirmaron que en marzo ya no habría migrantes en situación de calle en la Ciudad de México; señalaron que eran un promedio de 3,000, según sus censos realizados. Comenzó ya abril y, evidentemente, la realidad superó la declaración política.
“No hubo consulta ciudadana, no hubo el pueblo para el pueblo, con el pueblo todo sin el pueblo nada, tampoco. No hubo ninguna información, simplemente vinieron y empezaron a construir y no nos avisaron de nada”, argumenta Sandra mientras en el plantón sus vecinos, quienes en su mayoría son adultos mayores, comparten café y pan traído de sus respectivas casas.
—Tenemos guardias tres veces por día y nos vamos relevando. Sí, lo más pesado es por la noche, pero estamos bien organizados.
—¿Van a aguantar aquí lo que dure? —pregunto.
—Lo que duren las mesas de trabajo: hasta que esto sea una casa de cultura. Punto. N