
Las elecciones en México ya no se definen únicamente en las urnas, sino también en los pasillos oscuros donde se decide qué candidato vive, quién puede competir y quién debe desaparecer. La democracia mexicana, golpeada por la polarización y la corrupción, enfrenta hoy una amenaza aún más grave: la captura del proceso político por parte del crimen organizado. En este nuevo orden, la figura del narcopolítico (esa simbiosis entre funcionario y criminal) se ha vuelto la regla silenciosa.
Lo que antes era corrupción electoral hoy se ha transformado en control territorial. En municipios enteros, los cárteles financian campañas, definen candidaturas y garantizan obediencia a cambio de recursos, protección o, sencillamente, la vida. En regiones dominadas por el crimen organizado, las urnas están manchadas de sangre antes de ser abiertas. El voto ciudadano no es libre, sino condicionado por el miedo y las armas.
El Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) ilustra con brutal crudeza este fenómeno. Con presencia en 27 estados del país, funciona como una franquicia criminal que compra voluntades políticas, infiltra policías y establece pactos con alcaldes y gobernadores. Células como La Barredora, son parte de este engranaje que extiende su poder en silencio. Mientras tanto, el Cártel de Sinaloa es exhibido como el enemigo público: extradiciones, detenciones, golpes mediáticos. El mensaje es claro: se combate a unos, se tolera a otros. El gobierno no erradica el crimen, lo administra.
Esa administración convierte a la democracia en una fachada. El pueblo acude a votar, pero los candidatos que aparecen en la boleta ya han pasado por la “autorización” criminal. En ese contexto, hablar de soberanía nacional resulta un sarcasmo: ¿qué soberanía existe si los gobernantes responden a intereses armados y no al mandato ciudadano?
Este deterioro interno no pasa desapercibido fuera de nuestras fronteras. Estados Unidos ya ve en México un riesgo directo a su seguridad nacional, no solo por el tráfico de fentanilo, sino también por la migración desbordada y la violencia que traspasa la frontera. A esto se suma un hecho clave: México no es un país aislado, sino socio del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Para Washington y Ottawa, la continuidad de un tratado comercial que mueve miles de millones no puede descansar en un socio capturado por la narcopolítica, es decir, en aquello que más odian los norteamericanos: la mezcla del crimen con el poder político.
Frente a este panorama, crece una paradoja inquietante: mientras el gobierno de México se envuelve en la bandera de la soberanía para rechazar cualquier injerencia, una buena parte de la sociedad mexicana (mucho más amplia de lo que el poder supone) empieza a desear la intervención extranjera. Y no solo una presión diplomática o financiera. La verdad es que hay miles de mexicanos que ya ven con simpatía una intervención militar directa, quirúrgica, apoyada por inteligencia, que neutralice a los grupos criminales de forma decisiva.
Por supuesto, no se trata de una visión unánime ni de una propuesta sencilla. La intervención extranjera en México despierta fantasmas históricos y heridas de identidad. Pero el hecho de que ciudadanos comunes, hartos de la violencia, comiencen a considerar esta posibilidad, muestra el grado de desesperación al que hemos llegado. Cuando los votantes perciben que el narco decide más que las urnas, y cuando el Estado se convierte en cómplice de esa dinámica, el concepto de soberanía pierde sentido.
En este contexto, la narrativa oficial sobre la “defensa de la soberanía” se vuelve hueca. La soberanía que defiende el gobierno no es la del pueblo, sino la que protege su pacto con los narcopolíticos. Estados Unidos, por su parte, también se ampara en la defensa de su propia soberanía: blindar a su sociedad del fentanilo, de las olas migratorias descontroladas y de la violencia exportada desde México.
Lo grave es que, atrapada entre estas dos versiones de la soberanía (la que usa México como escudo para el autoritarismo y la que enarbola Washington como justificación para intervenir), la sociedad mexicana queda sin voz real. Y en ese vacío, los narcopolíticos ocupan el espacio de poder que debería corresponder al ciudadano.
La paradoja final es brutal: mientras el crimen gobierna territorios y las instituciones simulan democracia, miles de mexicanos depositan su esperanza no en sus autoridades, sino en una posible intervención extranjera. En la lógica de un país donde los votos se han vuelto rehenes de las balas, la democracia deja de ser un derecho y se convierte en simulacro.
Si la política se somete al narco, la democracia se convierte en rehén. Y cuando la soberanía se utiliza como coartada, no como mandato ciudadano, la República ya no es libre: es un territorio administrado por los narcopolíticos.
@FSchutte
Consultor en seguridad y analista político.