
En México, hablar de discapacidad sigue siendo incómodo. No tanto por la condición misma, sino por la manera en que históricamente se ha gestionado desde los poderes públicos y privados. La escena se repite: programas que reparten sillas de ruedas como si fueran trofeos de campaña, funcionarios que presumen apoyos como si fueran gestos de buena voluntad y asociaciones que hacen de la caridad un negocio. A estas figuras las podemos llamar, sin rodeos, gestores del asistencialismo.
¿Quiénes son? Son aquellos personajes (políticos, dirigentes de asociaciones o incluso funcionarios) que, bajo el discurso de la “inclusión”, se apropian de la bandera de la discapacidad para convertirla en capital político o económico. Operan en un esquema de clientelismo donde el apoyo no se entiende como un derecho, sino como una dádiva. Como en los viejos sistemas de compadrazgo, “te doy porque me debes”, generando una relación desigual y perpetuando el modelo médico-rehabilitador en el que las personas con discapacidad son vistas como carentes, como sujetos de compasión y no como ciudadanos plenos de derechos.
El problema no es menor. Según el Censo de Población y Vivienda 2020, en México existen 20.8 millones de personas con discapacidad o limitaciones funcionales, es decir, casi uno de cada seis habitantes. Sin embargo, los presupuestos destinados a su inclusión real son marginales: en 2024, apenas el 0.6% del presupuesto federal se destinó a programas relacionados con discapacidad, y la mayoría de esos recursos siguen canalizándose a esquemas de asistencia y no a políticas estructurales de acceso a la educación, el empleo o la movilidad.
El gestor del asistencialismo es hábil. Sabe que la visibilidad pública de la discapacidad conmueve. Entonces arma eventos con entrega de bastones, pinta rampas de colores o presume brigadas médicas. Pero mientras tanto, ignora las verdaderas demandas: accesibilidad universal, educación inclusiva, justicia laboral y autonomía personal. Más aún, suele quedarse con “la mejor parte” en el reparto: contratos, posiciones políticas, presupuestos opacos o la construcción de redes de lealtad que garantizan votos.
Bajo esa lógica, las personas con discapacidad se convierten en rehenes de la condescendencia. La silla de ruedas entregada se agradece, aunque nunca llegue el acceso a una calle sin baches; la beca se celebra, aunque no exista infraestructura escolar accesible; la foto de campaña se comparte, aunque el empleo formal siga siendo inalcanzable: apenas el 39% de las personas con discapacidad en edad productiva tiene trabajo, frente a más del 64% de la población general, según datos de la ENADID 2022.
Lo más grave es que muchos de estos gestores están institucionalizados. Es decir, ocupan cargos públicos, dirigen institutos de atención o presiden asociaciones civiles que reciben financiamiento gubernamental. Bajo el discurso de la “experiencia” se les legitima, cuando en realidad reproducen un paradigma obsoleto. No construyen ciudadanía, reparten favores. No empoderan, administran la necesidad.
Si pensamos desde el enfoque de derechos humanos, al que México se comprometió con la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU (2006), el gestor del asistencialismo es un enemigo directo. Porque la Convención es clara: no se trata de suplir carencias, sino de garantizar igualdad de oportunidades. La discapacidad no está en la persona, sino en las barreras sociales, urbanísticas, educativas y culturales que la excluyen. Y esas barreras no se derriban con una despensa o un cheque, sino con políticas públicas integrales.
El reto, por tanto, es desvincular a estas figuras del tema de la discapacidad. No podemos permitir que quienes viven de la caridad sean quienes diseñen las políticas de inclusión. No es posible que quienes reproducen el paternalismo sigan al frente de los institutos de atención. Tampoco es sano que asociaciones con claros tintes políticos se disfracen de sociedad civil mientras negocian presupuestos y favores.
El cambio requiere valentía política, pero también ciudadanía activa. Las personas con discapacidad no somos objetos de compasión: somos contribuyentes, estudiantes, trabajadores, votantes y creadores de conocimiento. Necesitamos dejar de agradecer lo que debería ser un derecho. Y necesitamos denunciar cuando un gestor del asistencialismo, sea quien sea, intente reducirnos a beneficiarios pasivos de su “generosidad”.
En Aguascalientes y en el país, llegó la hora de nombrar al gestor del asistencialismo como lo que es: un obstáculo. Porque mientras sigan marcando la agenda, la inclusión será un eslogan y no una realidad. La discapacidad no necesita padrinos políticos ni intermediarios condescendientes. Lo que requiere es acceso, dignidad y derechos plenos.
Es un enemigo disfrazado de amigo, y solo despojándolo de sus privilegios podremos construir un modelo social y de derechos humanos que transforme, de verdad, la vida de millones de personas.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.