Nos conocimos cuando ya habíamos recorrido un largo camino en solitario. No fue un flechazo inmediato ni una historia de película. Fue algo más sutil: una conversación que no queríamos terminar, un mensaje que se volvió rutina, una risa compartida en el momento justo.
Desde el principio, nuestros tiempos nunca terminaron de encajar. Tú eras de planes meticulosos, de contar los días hasta el próximo viaje, de mapas guardados en la memoria. Yo, en cambio, improvisaba. Compraba boletos sin fecha de regreso. Me enamoraba de ciudades con la misma facilidad con la que me desencantaba de ellas. Cuando tú buscabas certezas, yo pedía espacio. Cuando yo sentía que por fin había un punto de encuentro, tú ya estabas en otra frecuencia.
Hicimos de la distancia un puente, llenándola de palabras, de memes enviados de madrugada, de playlists compartidas. Nos volvimos expertos en buscar el mejor WiFi en aeropuertos, en traducir entre líneas los mensajes de voz, en sincronizar husos horarios para robarle minutos al día. Cuando las palabras no bastaron, empezaron los viajes. Lima, México, Madrid. Ciudades prestadas que fueron nuestras por unos días, habitaciones de hotel donde nos sentimos en casa. Aprendimos a vivir en la fugacidad con la certeza de que siempre habría un próximo encuentro. Hasta que un día, esa certeza dejó de ser suficiente.
No hubo un gran quiebre ni una pelea definitiva. Solo un desgaste silencioso. Las expectativas nunca dichas. Los mensajes que tardaban más en responderse. Las preguntas que antes hacíamos con naturalidad y que ahora evitábamos. Tú querías algo que yo no estaba segura de poder dar. Yo esperaba algo que tú no sabías cómo sostener. Nos reíamos de nuestros desajustes, pero en el fondo sabíamos que no todo se puede resolver con paciencia o deseo.
“Hay que ver qué pasa después del fuego”, escribió Rosario Castellanos. Pero nosotros no lo sabríamos. No lo dijimos. No hacía falta.
El amor no siempre se despide con estruendo. A veces se disuelve, como la señal en un tren en movimiento: sigue ahí, pero cada vez con menos fuerza, hasta que, sin darte cuenta, se corta del todo.
Tal vez la geografía de dos no siempre se traza en mapas compartidos. Quizás hay amores que existen en tránsito, en aeropuertos y estaciones, en promesas que alguna vez fueron ciertas.