¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! “¡Podría matarte ahora mismo!”, gritó un hombre en la distancia. Situadas en una colina detrás de nuestro edificio de apartamentos, estábamos protegidas del tiroteo. Aun así, me estremecía de horror escuchando los disparos que resonaban en el silencio de la mañana.
Vivíamos en un hermoso barrio suburbano en el oriente de Seattle, en Washington, Estados Unidos, de modo que aquel enfrentamiento era de lo más inusual. A pesar de que era un caluroso sábado de junio, mi hija iba cubierta con una gruesa chamarra azul claro, abullonada y con capucha. Una de las muchas conductas extrañas que había desarrollado en los últimos tiempos.
Justo antes de escuchar los disparos me alarmó un grupo de hombres que pasó por nuestro lado burlándose y señalando a mi hija. Supe entonces que tenía que llevarla a un lugar seguro. Echamos a correr con nuestro perro hasta la entrada del edificio, donde le ordené: “¡Agáchate!”.
Aun cuando el tirador no nos había detectado, me temblaban las manos mientras intentaba abrir la puerta principal. Tan pronto como logramos entrar nos refugiamos en un armario mientras escuchábamos los disparos, conteniendo el aliento hasta que, finalmente, oímos que un auto salía a toda velocidad del complejo de edificios.
Cuando me asomé por una ventana para mirar hacia fuera observé que había casquillos de balas regados por toda la entrada. Mi hija y yo no dejábamos de temblar. Jamás había pasado algo así en nuestro vecindario. De hecho, el incidente más inquietante ocurrió la noche en que un conductor ebrio se accidentó en la curva de una calle de la zona, pero nada más.
¿CÓMO DESCUBRIMOS LA ESQUIZOFRENIA EN MI HIJA?
Mi hija, claramente conmocionada, rehusó quitarse la chamarra. Traté de convencerla de despojarse de la prenda para que pudiera refrescarse, pero se negó rotundamente, balanceándose sin cesar mientras decía: “Mamá, tengo miedo”.
Mientras la consolaba, prometiéndole que nadie nos haría daño, llamé a la policía y nos pusimos a esperar su llegada. Cuando los detectives llamaron a nuestra puerta informé lo que habíamos presenciado.
Sin embargo, el incidente de aquel día puso de relieve las peculiaridades que empezaban a marcar nuestras vidas. Mi hija de 11 años se había pasado el año entero usando aquella chamarra azul. No se la quitaba, aunque hiciera un calor de los mil demonios, por lo que estaba siempre empapada en sudor y la chaqueta estaba asquerosa de sucia. Yo no entendía por qué hacía eso, pero sabía que algo extraño estaba ocurriendo en nuestro pequeño universo.
Preocupada, la llevé con varios médicos para tratar de averiguar cuál era el problema, consciente de las estadísticas que señalaban que una tercera parte de los trastornos de salud mental suelen manifestarse antes de los 14 años, y la mitad de estos, alrededor de los 18.
Mi hija siempre se resistió a ir a la escuela, así que todas las mañanas tenía que obligarla a bajar del coche. Me daba la impresión de que lo que le causaba temor era el edificio, pues sabía que no tenía problema con sus amigos y maestros.
Empecé a percatarme de que a veces tenía la piel sucia, y cuando le preguntaba si se bañaba con regularidad, invariablemente respondía que sí. Pese a ello, su olor corporal era cada vez más fuerte y tenía el cabello enmarañado, pero rehusaba que alguien lo toca. De vez en cuando, lo más que lograba era cepillárselo un poco cuando la veía algo más relajada.
NO SABÍA QUÉ HACER PARA AYUDARLA
Su renuencia repentina para salir de casa terminó por alarmarme. No sabía qué hacer para ayudarla, hasta que un psiquiatra con el que mi hija estaba muy encariñada hizo el diagnóstico de trastorno depresivo mayor con psicosis.
Con todo, mi hija dejó de acudir a consulta porque se sentía abrumada por el estrés, de modo que el psiquiatra abandonó su caso momentáneamente, ofreciendo: “Señorita Miles, haga el favor de llamarme cuando su hija esté dispuesta a conversar conmigo”.
Colgué el teléfono, atónita. Aquella decisión nos dejaba sin acceso a medicamentos en un momento en que mi hija empezaba a volverse cada vez más paranoica y, a veces, hasta violenta.
Sin embargo, después del tiroteo ya no me dejó abandonar la casa. Cada vez que intentaba salir se paraba frente a la entrada y me empujaba con todas sus fuerzas para que no pudiera alcanzar la puerta, manoteando cada vez que ponía mi mano en el pomo. Y así, mi hija de 11 años terminó convertida en mi carcelera.
No me dejaba ir a comprar alimentos porque tenía miedo de que me pasara algo. Pero se negaba a acompañarme porque sentía que la estaban vigilando. No había manera de razonar con ella.
Así que tuvimos que llegar a un acuerdo: yo ordenaba los alimentos en línea y ella me permitía caminar con el perro hasta el coche, pero tenía que regresar de inmediato mientras ella me observaba continuamente por la ventana de la sala. Es más, definimos una ruta para que pudiera verme con claridad.
MI HIJA SE VOLVIÓ OBSESIVA CON LA VIGILANCIA
Mientras caminaba con el perro, tenía que hablar con ella por teléfono. Era difícil controlar a un chihuahueño revoltoso al tiempo que manipulaba el celular, pero me las ingeniaba. Y una vez que regresaba al apartamento cerrábamos la puerta con llave y poníamos una silla bajo el pomo. Era como estar en la película Mi pobre angelito, pero en la vida real. El problema era que solo así se sentía segura.
Aquel acuerdo tuvo consecuencias desastrosas, pues mi hija se volvió obsesiva con la vigilancia, al extremo de que cualquier sonido representaba una amenaza tanto para ella como para nuestra pequeña familia. Cada vez que alguien pasaba por nuestra ventana o escuchaba el motor de un auto, corría a mirar por la ventana. Empecé a sentirme acorralada y me devanaba los sesos tratando de idear opciones que me permitieran salir de la casa porque necesitábamos seguir adelante con nuestras vidas.
Por otra parte, aquellas condiciones me llevaron a reprimir mis emociones. No tenía con quién hablar del problema y me sentía muy insegura. Estaba más que harta de la situación.
Me sentía angustiada y deprimida. Me pasaba el día comiendo galletas y bebiendo refrescos. Trabajaba 40 horas a la semana para luego atender a mi hija y al perro. No hallaba tregua. Mi hija y el perro vivían pegados a mis faldas, y no tenía la menor intimidad.
Cada mañana enfrentaba mi rostro demacrado en el espejo. Pero tenía que seguir trabajando sin descanso. Hubo un breve lapso en que creí que las cosas empezaban a mejorar, pero entonces apareció un síntoma nuevo: mi hija empezó a experimentar lo que se denomina despersonalización. Tan pronto como despertaba, se sentaba en la sala, con la mirada perdida, los ojos inexpresivos y fijos en el vacío.
SÍ, EL PROBLEMA DE MI HIJA PODÍA SER ESQUIZOFRENIA
Empecé a dedicarle muchas más horas para ayudarla a centrarse en el presente, incluso mientras estaba ocupada en llamadas de teleconferencia. Eso, obviamente, repercutía en mi trabajo, situación que mi gerente no pudo pasar por alto, llegando al extremo de sugerir que tomara una licencia personal, cosa que no podía darme el lujo de aceptar.
Entonces caí en una crisis que me dejó destruida, pues me di cuenta de que no podía pasar un momento más a solas con mi hija. Me senté en la cama y rompí a llorar, sin saber qué más podía hacer por nosotras. Por ello pedí un permiso de ocho días para poner en orden mis ideas y mi amiga, Kari, propuso que llamara a mi terapeuta. Gracias a ella encontré algo de paz.
Aquel tiroteo desencadenó un cambio acelerado en nuestras vidas. Mi hija empezó a ver objetos inexistentes por toda la casa, desde gusanos peludos en mi ropero hasta esferas de luz que flotaban en las ventanas y siluetas que la rondaban cuando empezaba a quedarse dormida.
En determinado momento, declaró que ella misma era Jesús. Fue entonces cuando una búsqueda en Google sugirió que el problema de mi hija podía ser esquizofrenia, un trastorno que muy rara vez se manifiesta en personas de su edad.
Poco después descubrí un programa dirigido específicamente a niños que experimentaban su primer episodio de psicosis, así que decidí solicitar una primera sesión virtual a la que asistí con mi hija. Pero, como era de esperar, ella se negó a hablar, de modo que tuve que hacerme cargo de compartir su historia con el grupo.
POCO A POCO MI HIJA COMENZÓ A COMPARTIR SU MUNDO
Los administradores de la sesión se mostraron algo recelosos porque mi hija se negaba a aparecer en pantalla, insistiendo en que la cámara de la computadora quería matarla. A pesar de ese tropiezo inicial, llegamos al acuerdo de que necesitaba ayuda.
Si bien el programa resultó eficaz durante un tiempo, mi hija persistió en su negativa de participar en las sesiones. Supe entonces que necesitaba hacer algo más. Volví a ponerme en contacto con el primer psiquiatra y este accedió a recibirla. ¡Bendito Dios! Mi hija estaba muy encariñada con él y empecé a abrigar la esperanza de que terminaría por abrirse. Llegado el día de la cita, nos reunimos con él y mi hija empezó a mejorar, así que abandonamos el otro programa de inmediato.
Poco a poco, mi hija comenzó a compartir su mundo con el médico en el que tanto confiaba y juntos reconstruyeron sus alucinaciones, sus delirios y sus angustias. Y luego de algunas sesiones, el psiquiatra me llamó para hacer un informe.
“Hola, señorita Miles, quiero que sea la primera en saberlo. He diagnosticado a su hija con esquizofrenia”. Me dejó sin aliento; sentí que todo daba vueltas ante mis ojos. Pero logré controlarme y respondí: “Lo escucho”.
—Pues bien, ha sido un proceso lento, porque es muy joven; y aunque pudo haber superado algunos de los síntomas, no ha sido así.
—Doctor, ¿qué significa eso para ella?
—Lo que significa, señorita Miles, es que recetaremos antipsicóticos y otros medicamentos que la ayudarán a volver a la normalidad tanto como sea posible.
¡Por fin habíamos identificado el problema! Me sentí muy entusiasmada, aunque también triste y algo desalentada. Aun así, como sucede con el cáncer, siempre es preferible saber qué está pasando a vivir con la incertidumbre.
LA PARANOIA Y EL ESTRÉS COMENZARON A DISMINUIR
La llamada terminó con una nueva cita programada para esa misma semana, en la que el psiquiatra informaría a mi hija. Durante la entrevista, mi hija lloró y gritó: “¡No quiero esquizofrenia!”, a lo que respondí que yo tampoco quería eso, pero tal era la situación en la que nos encontrábamos.
El psiquiatra me ayudó a tranquilizarla y salimos del consultorio con recetas en mano, administrando las primeras dosis esa misma noche. Después de más o menos, un mes la paranoia y el estrés habían disminuido, igual que las alucinaciones y las voces. El verano estaba por terminar y se aproximaba el momento de volver a la escuela. Esta vez, la secundaria, por lo que salimos a comprar ropa nueva en Hot Topic y Nordstrom Rack. Mi hija estaba lista para reemprender el vuelo.
Cuando llegó el primer día de clases, la llevé en el auto hasta la parada del autobús. Mi hija lucía un nuevo corte de pelo, llevaba vaqueros nuevos y unas botas Doc Martens, y parecía entusiasmada de iniciar el bachillerato. Su chamarra azul claro seguía en el ropero, pero ya no la necesitaba. Estaba empezando su nuevo viaje con paso seguro.
Ambas merecíamos un descanso después de aquel verano infernal. Aquella mañana me atreví a vislumbrar un futuro luminoso a través de mis gafas de sol. N
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Brittany Miles es defensora de la salud mental y autora de ensayos de opinión para Business Insider, The Seattle Times, el blog NAMI blog y otros foros públicos. Aquí puedes encontrar otros de sus escritos. Todas las opiniones expresadas son exclusivas de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.