Siempre pensé que los ostiones eran horribles. Los probé una vez de niña, hice una mueca y decreté: “Nunca más”. Durante años, me mantuve fiel a mi plato de pescado y mis mariscos conocidos, convencida de que ya sabía lo que me gustaba y lo que no. ¿Para qué probar algo que ya había descartado? Hasta que un día, en una comida con amigos, alguien pidió ostiones y, sin pensarlo mucho, agarré uno, le puse limón y me lo llevé a la boca. Fue extraño, salado, delicioso. Lo amé. En segundos, todo lo que había creído por años dejó de tener sentido. ¿Cuántas cosas más habré decidido que no eran para mí con una sola experiencia?
El salto en paracaídas fue un poco así, pero a lo grande. Durante años pensé que jamás haría algo así. No soy “esa” clase de persona, me repetía: la que se lanza al vacío, la que confía en que todo va a salir bien. No estaba en mi lista de cosas pendientes, ni siquiera me parecía emocionante. Pero un día, cuando una amiga me invitó, escuché mi propia voz decir: “Dale, ¿por qué no?”.
No fue un impulso loco ni una epifanía. Fue más bien una rendición tranquila. Me di cuenta de que había pasado mucho tiempo construyéndome alrededor de certezas y etiquetas: “me gusta esto, no me gusta aquello, yo soy de este tipo, nunca haría esto otro”. Y funcionó por un tiempo. Sentir que ya me conocía me daba seguridad, me evitaba sorpresas y errores. Pero también me tenía atrapada. Sin darme cuenta, me había cerrado tantas puertas que apenas quedaban ventanas por donde mirar afuera.
Subir al avión fue como sentarme frente a esa bandeja de ostiones: estaba ahí, un poco incrédula, pensando que ya sabía lo que iba a pasar. La puerta se abrió y el ruido del viento me golpeó la cara como una bofetada de realidad. Me temblaban las piernas, pero no era miedo. Era algo más raro: la sensación de que estaba a punto de conocer a una parte de mí que había dejado esperando demasiado tiempo.
Saltamos. Y en ese instante entendí lo esencial: la vida se siente distinta cuando te permites probar algo nuevo. La caída libre no era solo física. Caían también mis certezas, mis “nuncas” y mis “jamases”. Había pasado tanto tiempo aferrándome a lo conocido que había olvidado que el mundo —y yo— tenía muchas más capas de las que imaginaba.
Cuando el paracaídas abrió sentí el tirón en los hombros y me invadió una paz que no esperaba. No fue una descarga de adrenalina ni un grito de victoria; fue más bien un susurro interno: ¿ves? No sabías lo que te perdías.
Me acordé de una frase de Mario Benedetti: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto cambiaron todas las preguntas”. muchas veces reaccionamos con respuestas viejas, con ideas que funcionaron en otro momento, pero que ya no hablan de quiénes somos ahora.
Aterrizar fue como volver con un secreto nuevo que solo yo entendía. No se trataba de convertirme en alguien más arriesgada o valiente. Se trataba de soltar la idea de quién creía que era y abrazar la posibilidad de ser algo más. No porque lo que fui estuviera mal, sino porque siempre podemos ser más de lo que nos enseñaron o más de lo que nos acostumbramos a ser.
Desde entonces, intento probar más “ostiones” en la vida. Y también intento escuchar mejor. A veces, cambiar no es solo probar algo distinto, sino dejar que el otro te hable sin interrumpir, sin anticipar una respuesta. Decir “cuéntame más”, quedarte en silencio y entender que lo que te parecía incomprensible puede empezar a tener sentido si dejas de cerrarte.
Transformarse no es renunciar, sino ampliar. Es abrazar la incomodidad de soltar, abrirse a nuevas voces, probar lo que antes rechazaste. Porque al final, para ver el mundo desde otra perspectiva, a veces hay que saltar. Y para conocer el vuelo, hay que soltar el suelo.