Cuando era niña, mi familia y yo recurríamos a la comida para tranquilizarlos y buscar consuelo cuando pasábamos por alguna situación traumática o estresante. Recuerdo que, desde muy temprana edad, solíamos ir a un restaurante para comer papas fritas y postres ricos en azúcar.
Con el paso del tiempo, el azúcar se convirtió en mi compañero de vida: siempre me brindaba consuelo, jamás se enojaba conmigo y tampoco discutía ni me causaba disgustos. Se convirtió en el amigo más querido, al que recurría —junto con los alimentos procesados— para hacer frente a todas mis emociones, incluida la alegría.
Si me sentía nerviosa, iba al autoservicio para comprar un batido y helado. Si ganaba un premio, celebraba con pizza o helado. La comida terminó por convertirse en una especie de refugio para mí, y comer me proporcionaba seguridad y serenidad.
Era común que comiera en exceso, a pesar de que sabía que no debía hacerlo. De hecho, aun cuando estuviera indispuesta del estómago, siempre tenía la ansiedad de comer algo.
Me daba cuenta de que estaba perdiendo el control. De que no podía hacer como todos los demás y comer solo una ración de comida. La verdad es que anhelaba comer con normalidad, como todas esas personas que dejan la mitad de una rebanada de pastel en el plato. Pero no tenía el autocontrol necesario para hacerlo.
Había ocasiones en que me pasaba el día comiendo. Cuando me sentía sola, visitaba restaurantes y otros establecimientos de comida para comer todo lo que se me antojara.
UN DÍA NORMAL CON AZÚCAR
Un día cualquiera, desayunaba el frapuchino de caramelo más grande de Starbucks, acompañado con emparedado y un pastel. Pocas horas después, almorzaba comida rápida, seguida de más helado, papas fritas y dulce, ya fuera hechos en casa o comprados en una tienda de abarrotes. Y terminaba el día con una cena muy abundante y muchos postres.
Fue durante una de esas jornadas de atracones cuando me di cuenta de que había perdido el control. Me encontraba en el momento más crítico de mi adicción, y mi manera de buscar alivio consistía en comer batidos y los helados. O bien, mi primera opción de alimento chatarra, los Cheetos, esas frituras sabor queso.
Para entonces, mis hábitos de consumo me causaban un conflicto muy grave, pues siempre que me convencía de “comer solo un poquito más”, me asaltaban pensamientos opuestos como “no sigas” o “te estás haciendo daño”.
Fue así como el azúcar y los alimentos procesados se transformaron en una carga acumulada a lo largo de muchos años. Una carga que también afectaba a mis amigos, porque empecé a alejarme de todos.
Me parece que lo contrario de adicción es “conexión”. Tenía tal adicción al azúcar y a la comida, que me aislé del mundo porque no quería que nadie se enterara de mi problema.
Estoy segura de que, de haber visto lo enorme que me había puesto, mis amigos se hubieran dado cuenta de que comía en exceso. Sin embargo, en vez de hacer frente a la realidad, me engañaba pensando: “Antes de verlos tienes que controlar esta situación” y “Antes de poder hablar del asunto, necesitas que alguien te ayude”.
¿INCÓMODOS CON MI CORPULENCIA?
Para mis amigos y familiares, el problema no era mi peso; es más, el peso ni siquiera les importaba. El problema era que me había alejado de todos, cosa que hice para no avergonzarlos.
Mi marido es increíble y me ama incondicionalmente; y tenemos cinco hijos fabulosos que también me aman sin reservas. Pero no quería que los demás se sintieran incómodos con mi corpulencia.
Cierto que el sobrepeso era un problema real. Sin embargo, mucho peor que el peso eran el discurso mental y la obsesión con la comida, ya que no dejaba de pensar en la manera de perder peso o encontrar alguna dieta de reducción.
Pese a ello, seguía obsesionada con los helados y las frituras de queso; así que empecé a compensar esos antojos con un poco de ejercicio y un puñado de almendras, porque había leído que son saludables. En resumen, lo único que me pasaba por la cabeza era esa obsesión con la comida.
Era consciente de que esos hábitos alimentarios me llevarían a la tumba. Desde cualquier perspectiva, mi vida siempre ha sido maravillosa; pero tratándose de comida, vivía presa de una pesadilla de la que no podía escapar.
Por otra parte, sentía mucha ansiedad y confusión mental; porque la verdad es que, cuando comes tanto, lo único que quieres hacer es tumbarte en el sofá. No te dan deseos de levantarte ni de hacer alguna actividad, ni siquiera de emprender un proyecto o salir a caminar. Había caído en un ciclo vicioso que anhelaba romper, pero siempre terminaba cediendo a mis antojos.
En 2017, cuando tenía 45 años, por fin tuve la convicción necesaria para renunciar al azúcar y a los alimentos procesados. Estaba desesperada y tenía que hacer algo.
LOS LÍMITES ALIMENTARIOS
Años atrás, alguien habló de los “límites alimentarios”, un modelo de adicción que consiste en tomar tres alimentos diarios y sin refrigerios, a fin de limitar lo que ingieres.
Por supuesto, el listado de alimentos no incluye azúcar ni harina. Todo se mide en raciones, y la finalidad es sustituir el azúcar, la harina y los alimentos procesados por proteínas, verduras, frutas, grasas y cereales.
El día antes de iniciar mi “viaje”, pensé: “No sé si podré renunciar al azúcar y la harina. Parece muy difícil. Pero lo que estoy haciendo está mal, y si sigo así voy a matarme. Amo mi vida, amo a mi familia, y no quiero hacer nada que me dañe prematuramente”.
Emprendí el camino con mucho entusiasmo, pensando: “Se acabó. Dios me ha enviado una lancha de rescate, así que voy a subir y remar”. Empecé a planificar mis comidas, siguiendo estrechamente la lista de ingredientes y anotando todo lo que consumía. Estaba muy pero muy emocionada.
La primera semana me sentí feliz al constatar que había encontrado la respuesta que busqué durante mucho tiempo. A partir de ese momento, decidí que no daría marcha atrás.
La primera crisis llegó en el transcurso de los primeros 30 días, cuando me encontré sentada en un restaurante frente a un canasto de bollitos dulces. Hechos con dos cosas que no podía consumir —harina y azúcar—, aquellos bocaditos me hicieron reflexionar: “¡Ay, por Dios! Nunca volveré a comer eso”.
Dejé escapar unas cuantas lágrimas, pero comprendí que los panes, los bollos, los dulces y el azúcar que había comido hasta entonces podrían bastarme para varias vidas. En suma, había consumido más que mi ración de esos alimentos.
ENFRENTAR LOS SENTIMIENTOS
Pero entonces comprendí también que no era malo que me sintiera triste, llorara y me desahogara, pues tenía que hacer frente a esos sentimientos. Así fue como empecé a desarrollar estrategias para sobreponerme a las tentaciones. Aprendí a respirar hondo, a detenerme un momento, e incluso rezar, hasta sentirme capaz de superar el antojo. También aprendí a hablar con quien estuviera a mi lado, a fin de aliviar la ansiedad, superar la crisis y, después, sentirme bien de haber resistido la tentación.
De hecho, hoy día puedo sentarme y mirar fijamente la comida, mientras repito en silencio: “No, esos no son mis alimentos. No voy a comer eso”. Te aseguro que la experiencia es muy gratificante.
Después de cinco años, todavía paso por momentos difíciles en los que pienso: “Creo que ya podría comer como cualquier otra persona”. Pero no es cierto, y he aprendido a aceptarlo. Tengo que seguir comiendo así, porque eso me ayuda a ser libre y a sentirme bien física y mentalmente.
Siempre organizo mis comidas la noche anterior, lo cual me brinda el espacio mental que necesito para pensar en otras cosas. A estas alturas, libre de la constante obsesión de comer más, he empezado a tener infinidad de ideas creativas.
Transcurridos diez meses de iniciado el “viaje”, había perdido 45 kilos sin recurrir a medias drásticas; solo obedeciendo los límites alimentarios y trabajando con mis emociones y la ansiedad que experimentaba ocasionalmente.
En estos momentos hago tres comidas diarias, todas deliciosas y nutritivas, cada una de las cuales me deja satisfecha hasta que llega la hora de la siguiente comida. Ya que mi cuerpo solo recibe cosas nutritivas, casi nunca siento hambre entre comidas. Y, además, he perdido peso rápidamente porque mi organismo —al fin— aprovecha todo lo que consumo.
NUEVA COMIDA, NUEVA VIDA
El desayuno suele consistir de proteína, frutas y cereales. Por ejemplo, avena con un plátano y yogur, o galletas de arroz con mantequilla de maní y plátano. Para el almuerzo, preparo verduras combinadas con proteína, grasa y fruta. Tal vez zanahorias con apio y hummus [puré de garbanzo cocido, aderezado con limón o algún otro condimento], un huevo duro y arándanos frescos.
Mi cena suele incluir algún tipo de carne —como filete, pollo o pescado asado—, acompañada con una ensalada y una ración generosa de verduras a la mantequilla y un aderezo.
Siempre me aseguro de beber mucha agua, incluidos té sin endulzar y agua gasificada. No he renunciado al café, pero ahora lo tomo sin azúcar y con un poquitín de leche.
No he vuelto a despertar por la mañana sintiéndome culpable de haber comido en exceso la noche anterior, y he dejado de investigar dietas y métodos para perder peso. Mi cuerpo se siente mejor, y ya no llevo a cuestas la obsesión de la comida.
Es muy liberador sentir que puedo vivir mi vida sin la preocupación constante de la comida y el peso. Es muy liberador ser yo misma. Ya no tengo problemas de piel, y me siento mejor física y mentalmente. Si bien es verdad que a veces me asalta la ansiedad —cosa muy esperable, porque vivimos en un mundo que va muy de prisa y que está plagado de factores de estrés—, hoy me basta con hacer una pausa para respirar hondo, reconocer la sensación y seguir adelante.
MI ENEMIGO ERA EL AZÚCAR
Presto atención a lo que siente mi cuerpo y me digo: “Tranquila. Solo estás un poco ansiosa en este momento”. Antes reprimía la sensación, pero esta siempre reaparecía. Hoy la enfrento y me alejo mentalmente de ella. De esa manera, la angustia no queda atrapada en mi interior, y puedo sobreponerme a los momentos de ansiedad.
Eliminar de mi dieta tanto el azúcar como la comida chatarra ha tenido un impacto muy positivo en mi salud física y mental. Ahora soy más consciente de las necesidades de mi cuerpo, y eso me permite resolver los momentos de ansiedad, y apreciar mejor los alimentos deliciosos y nutritivos que están a mi alcance.
Siempre aprovecho la oportunidad de invitar a los demás a reflexionar en los beneficios de una dieta saludable, y en la libertad que la buena alimentación puede llevar a sus vidas.
A lo largo de los cinco años y medio de haber iniciado el “viaje”, nunca he cuestionado: “¿Acaso hay una alternativa mejor?”. Tengo la certeza de que esta es la respuesta. Es la liberación que mi mente anhelaba, y que a mi cuerpo le encanta. ¿Qué importa si no me como ese pedazo de pastel? Ni que fuera gran cosa. Lo único que necesito es una estrategia y pasar de largo. N
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Fundadora de Life Unbinged, Kristy McCammon es también oradora, bloguera, influente y entrenadora en pérdida de peso. Todas las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.