¿Cómo sería posible que de un tajo desaparecieran la armonía de sus labios sin rouge, con sus ranuras simétricas, el negror de sus ojos, las uvas y la humedad en su voz milimétricamente afinada, esa estampa de luz parda con el lunar oscuro y redondo como una moneda en lo alto del muslo derecho, el fulgor de su dentadura, el vapor de sus manos a las mías, sus pestañas salvajes, sus nalgas que no pasaban de la promesa, sus contornos rebosados que comenzaban a estilizarse, los senos que venían levantando su tensión, sus pezones de alarma?
Escuchaba gritos desde todas partes. Infinidad de gritos en ascenso, sin que lograra comprender una palabra.
Temblando a cuerpo completo tomé mi bolsa del diario; había caído a la izquierda de ella, un metro aproximadamente —salpicada de sangre—. Temblando aún más la metí en la de plástico con la impresión de Un mariachi viejo. (La suya, trabada con su espalda —bañada en sangre la parte visible).
***
No había nadie en todo el ámbito que alcanzara la vista. La luz del farol de las cuatro esquinas me pareció amarillenta; pero quizá siempre lo fue y solo entonces me había fijado. Al temblor que traía se sumó el del frío. Logré insertar la tarjeta en la muesca luego de no pocos fallos. Érika me respondió enseguida. El fijo estaba sin línea desde hacía una semana o algo más, me respondió, ¿cómo sería posible que yo no lo recordara si me lo había advertido como cuatro veces?, repitió. Yo no lo recordaba. Me remonté adonde los forros y recontraforros de la memoria y no, no hallé ese aviso. Le pedí que me disculpara. Despotricó contra la compañía de teléfonos, contra su dueño, “pinche ratero millonario, robándonos y robándonos porque no tiene competencia, por eso, por el chingao monopolio…, porque sin competencia no hay vida ni aun entre los zenzontles, y ya sabes mi jefa y mi jefe andan a la antigüita, ya lo sabes: ni teléfono celular ni horno de microondas…, y de esta no tenías noticia, güey: ¡súmale la tostadora eléctrica!…, híjole, siguen tostando el pan en la sartén o en el comal”. Oh, se nos podría terminar el saldo con esta disertación: corté de cuajo superponiendo a la brava mi voz sobre la suya: No demores, por favor, ven. Para Milpa Alta no funcionan empresas de taxi a domicilio. Si no hubiese alguno en la base cercana a su casa, tendría que esperar en la avenida.
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Demoró quizá una hora. Me llamó desde la entrada y cuando bajaba a recibirla me atacó una erección descomunal. Subiendo se dio cuenta al mirarme para la entrepierna, la piyama estaba muy alzada; detuvo la subida y me abrazó con terneza diciéndome “mi cachorrito”.
Ya en la sala, estuvo quizá dos minutos como husmeando hacia uno y otro sitio; toda la confusión del mundo en su semblante. El azul de sus ojos centelleaba.
Me disculpé: ella duerme largo las mañanas de sábado. “Ah, se trata de ti, novio de mi vida”, exclamó y estuve seguro de que su tono y expresión procuraban animarme. Recostó la cabeza en lo alto de mi brazo. En susurro: “Lo que ha pasado es terrible, cachorrito, luego me cuentas al detalle”. Me pareció que temblaba levemente.
La erección no se rendía y me sentía triste por eso, le dije. “Yo me siento triste por lo mismo”, musitó mientras me abrazaba. Me puso un beso breve en la boca. Me pidió que nos sentáramos en el sofá, sacó mi pene y me masturbó fuerte y rápidamente. La eyaculación se elevó, sonando acaso como salida desde un géiser, dibujó un medio arco y fue a dar al piso; otra vertiente bañó su muñeca, mojó mi piyama. De ningún modo yo tendría sexo en casa de La Muerta, dijo por lo bajo mientras recostaba la cabeza en mi hombro. Al menos por ahora, agregó.
***
Fuimos a la tiendita de la esquina para apertrecharnos de tarjetas telefónicas; compramos además un sándwich de los que ya vienen empacados y un agua mineral para cada uno. En el puesto de la acera me hice de una bolsa del diario; mediana, con bandolera; imitación de piel color negra, ribetes naranjas, una combinación estruendosa, pero era la más barata. Trasegué mis cosas —las traía en cartuchos de supermercado—. El área a la vista de la colonia Doctores amanecida lucía reluciente. Recién lavada. Sería el sol posado en el rocío, pues no había llovido en la madrugada. O serían ideas mías. El tendero y los demás conocidos y conocidas que me vieran con Érika pensarían que había cambiado de mujer. En mi olfato aún tenía sangre.
***
El umbral no contaba con alguna pizarra que anunciase la hora del entierro. Érika debió entrar para informarse. Eran tres los cadáveres. Cinthya a las 3 de la tarde. “No flores”, “Ataúd cerrado”; rezaba en una tarja junto a la entrada de su capilla; donde se avisaba además cuál de los ciento once cementerios de la ciudad había resultado el escogido.
[Escribí en un artículo contra el machismo: “Hasta no hace mucho los ataúdes todos tenían el diseño con laterales que se iban cerrando de arriba-abajo, como un cuerpo de hombre”. Fui a comentarlo ahora con Érika, pero me pareció que no era el momento].
De regreso, ella se notaba marchita. “Es muy triste ese entorno”, respondió mientras se sentaba como en cámara lenta, suspirando, junto a mí. Agrego: “Hasta parece una funeraria que más bien debería pagarles a los muertos para que se tiendan en ella”.
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Se disculpó porque tal vez su ropa ya olía “feo” —la contaminación, la mole de alientos, la llovizna de zigzag unidas a ciertos vapores de las medias tardes soleadas, consiguen en ocasiones que la vestimenta despida leves acritudes—. Estaba de pantalón, suéter y chamarra azul oscuro, de azul menos oscuro sin dejar de serlo la bufanda y gris perla la bolsa cilíndrica como un bulto breve, vertical, de tela armada con cordones entretejidos, grandes agarraderas en los extremos. En el apartamento solo se había lavado el bollo. “Bueno, deja por lo menos asearme el bizcochito”, contestó luego de pasarme el mismo disco de que no le gustaba bañarse y vestirse con la misma ropa.
El cabello negro artificial grueso, suelto, copioso, recortado al final de la nuca, a la misma altura en los lados, y en lo alto de la frente. De espaldas a mí, en movimiento, ponderé la esbeltez, la simetría de su figura, la solidez que esta contenía. De nuevo me dije: sé que un día la vida, la ancianidad, la premuerte me cobrarán estos milagros. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.