ERAN un poco más de las 17:00 horas del miércoles 22 de julio de 2020 cuando recibí la llamada telefónica de mi vida.
En el otro extremo de la línea estaba el doctor Lance Liotta, el investigador de la Universidad George Mason, quien llamaba para decirme que había contraído COVID-19, a fines de marzo, sin jamás yo haberme dado cuenta, y que además soy poseedor de “superanticuerpos”, extremadamente raros, que habían matado al virus y me habían dejado permanentemente inmune al temido asesino de más de 2.6 millones de personas el mundo.
Estos superanticuerpos eran tan potentes que mataban al 90 por ciento del virus, incluso después de que mi sangre se hubiera diluido 10,000 veces. Estos mecanismos de defensa internos que salvan vidas también permanecen concentrados en mi sangre incluso mucho después de que el virus fue erradicado de mi organismo.
Mientras a mí me decían que soy un caso atípico de proporciones épicas y completamente impermeable al COVID-19, el resto de la humanidad estaba presa del miedo y el pánico creciente por una pandemia asesina que se estaba extendiendo por todo el mundo como una locomotora fuera de control, destruyendo vidas y devastando la economía global.
“Así que déjame asegurarme de haber entendido esto”, dije después de pedirle al doctor que lo repitiera varias veces. “Me está diciendo que soy inmune a un virus que ahora está matando a miles de personas por día. ¿Es eso lo que le oigo decir?”
El doctor Liotta, que es codirector y cofundador del Centro Mason de Proteómica Aplicada y Medicina Molecular (CAPMM) y exsubdirector de los Institutos Nacionales de Salud (NIH), confirmó que lo había escuchado correctamente.
Estaba demasiado aturdido para decir algo y comencé a hacer lo mejor que pude para absorber de alguna manera lo que había escuchado. Después de la conmoción inicial hubo un millón de preguntas corriendo por mi cabeza.
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¿Por qué yo? ¿Cómo era que de alguna manera me había salvado cuando tantas otras personas no lo habían hecho? ¿Qué tan seguro estaba el doctor y su equipo de lo que me dijeron? ¿Cómo fue que ¡nunca! ni por un segundo pensé que lo tenía? ¿Podría haber contraído el virus mientras viajaba por Europa con mi hijo adolescente a principios de marzo? ¿Había estado expuesto a él también si yo hubiera sido infectado, mientras estábamos juntos en Londres y París? ¿Significa esto que puedo simplemente darle mi sangre a alguien enfermo por el virus y eso lo ayudaría?
“Su sangre es muy eficaz para eliminar el virus”, me dijo Liotta.
No lo sabía en ese momento, pero mi historia había comenzado después de estar muy congestionado a partir de la última semana de marzo de 2020. NO tenía ningún otro síntoma además de tener que sonarme la nariz repetidamente. El polen estaba en todas partes en esa época del año, como de costumbre, así que naturalmente atribuí mis repentinos problemas nasales a eso. Con el Benadryl me sentía al cien al final de la semana, cuatro días después. Nunca hubo ni un solo pensamiento de que había contraído COVID-19.
El estudio de anticuerpos de George Mason, que comenzó en abril, fue único en el sentido de que se trataba de una prueba basada en la saliva en lugar de la sangre y, finalmente, se utilizaría para evaluar a los estudiantes, profesores y personal. Mason fue una de las primeras universidades del país en adoptar este enfoque en la lucha contra la propagación del virus y mantiene uno de los únicos 13 laboratorios de investigación biomédica de nivel 3 de bioseguridad patrocinados por los Institutos Nacionales de Salud equipados para manejar muestras de COVID-19 en vivo de las que Liotta y su equipo pudieron probar rápidamente.
Como gerente de Comunicaciones de la Universidad George Mason, a mediados de julio recibí la noticia de que los científicos habían encontrado algunos resultados iniciales positivos.
REPRODUCIR MIS ANTICUERPOS EN UNA VACUNA
Me reuní con el doctor, en su oficina, en el Campus de Ciencia y Tecnología de George Mason en Manassas, Virginia, para discutir sus hallazgos. Lo conozco desde hace algunos años después de haber trabajado anteriormente con él en otros proyectos, por lo que hemos tenido una buena relación durante un tiempo. Estaba a punto de salir de su oficina cuando le mencioné casualmente que el chico con el que vivía se había enfermado terriblemente con el virus a principios de abril. Estaba tan seguro en ese momento de que un destino similar o peor también me esperaba que incluso le escribí una carta a mi hijo adolescente por si acaso. Me consideraba increíblemente afortunado de haber salido ileso. O eso creía en ese momento.
Así que pensé que no estaría mal preguntar si podía unirme a los varios cientos de voluntarios que ya habían participado en el estudio. Liotta estuvo de acuerdo y regresé unos días después para dar muestras de sangre y saliva como una adición tardía a la investigación. Todo el proceso tomó 30 minutos.
Todavía tenía la creencia de que de alguna manera había esquivado la bala en abril y nunca consideré que ya podría haber contraído el virus. Mucho menos que podría haber sido yo quien se lo transmití a mi compañero de casa. No tenía ninguna razón para anticipar los resultados de mi laboratorio.
Después de un análisis más cuidadoso de mi sangre, Liotta y su equipo confirmaron que había contraído una cepa estadounidense del virus mientras me explicaban exactamente cómo y dónde los superanticuerpos habían atacado y erradicado por completo el virus de mi cuerpo. Desde entonces, mi sangre ha demostrado ser igualmente eficaz para matar todas las diferentes cepas de COVID-19, incluidas las últimas variantes altamente transmisibles tanto del Reino Unido como de Sudáfrica. Ni siquiera puedo ser portador del virus. Me dijeron que mi caso era el equivalente médico a encontrar el santo grial.
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Yo era una de las ocho personas que participaron en el estudio y se descubrió que tenían superanticuerpos, y cada persona mostraba diferentes niveles de protección natural contra el virus. Además de su capacidad para neutralizar con tanta eficacia el COVID-19, mi sangre es única porque los anticuerpos que contiene se han mantenido muy concentrados casi un año después de mi infección. Los anticuerpos de la mayoría de las personas suelen disminuir significativamente después de 60 a 90 días.
Cómo y por qué mi cuerpo hace esto es la pregunta del millón de dólares, pero significa que yo y otros como yo estamos mejor preparados para ayudar a los científicos a reproducir anticuerpos como el mío con la esperanza de crear un tratamiento para el COVID-19 y una vacuna mucho más eficaz.
Imagínese la ironía de haber sido seleccionado al azar para las pruebas de COVID-19 entre finales de septiembre de 2020 y marzo de 2021, en siete ocasiones. Todas con resultados negativos. He sido muy afortunado y me siento bendecido sin medida.
Sin embargo, sigo tomando todas las precauciones, como usar máscaras, lavarme y desinfectarme las manos con regularidad y mantener una distancia social adecuada. Soy un exredactor deportivo, por lo que siempre hay una analogía deportiva apropiada a mano y he comparado esta situación única con tener un juego sin hits en la novena entrada de un juego de beisbol. Aun así, queda mucho por digerir, incluso en los meses que han pasado desde que me enteré por primera vez de esta sorprendente noticia. No estoy seguro de dónde estaría sin mi grupo de amigos cercanos de la escuela secundaria y la universidad que me han ayudado a mantener la cordura.
Durante mucho tiempo le he predicado a mi hijo que todos compartimos la responsabilidad de hacer del mundo un lugar mejor de lo que era cuando llegamos. Nunca en un millón de años podría haber imaginado que esta sería la forma en que podría ayudar a hacerlo. N
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John Hollis es gerente de Comunicaciones de la Universidad George Mason, en Virginia. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek