ALBERTO Garrido, poeta y novelista, nació en Santiago de Cuba en 1966 y hace más de un decenio que reside en República Dominicana.
Con 18 libros publicados, recientemente ha dado a la luz mediante la flamante y pujante editorial cubana Ilíada, con sede en Berlín, Los días del impío, novela que transcurre sobre todo en La Habana de la década de 1980.
Contada básicamente en primera persona, tenemos un narrador protagonista (NP) que nos sumerge en parte de lo más cochambroso de Ciudad de Habana o acaso de su centro (“El infierno” llamada en una y otra página de la narración), si bien nos pasea asimismo por momentos y zonas que aún promueven la esperanza.
El NP, poeta natural de Santiago de Cuba, luchador constante en favor de su obra y de su vida, autodesterrado en “El Infierno” —“El alquiler me lleva casi todo el dinero. Podría un día cansarme y volver a Santiago, a compartir un cuarto con mi madre”—, donde trabaja en una imprenta en la cual lo hacen además otros dos personajes principales de la novela, Jorge y Bruno. Asimismo, se emplean en la imprenta dos habaneros, Arquímedes y Asdrúbal —este último el jefe—; uno simpatizante de la Revolución, el otro no.
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Vale aclarar que, si bien la novela, como de chanfle, deja ver ciertas dosis de enjuiciamiento de lo social y lo político de la época, no es este el planteo fundamental de una narración en la cual las pasiones humanas, los temas eternos —la lealtad y su contrario, la traición; el amor y el olvido; lo justo y su contrario, la ruindad, entre otros— se hallan tratados con fervor y buen tino.
Así, desde las primeras páginas nos topamos con el desamor —por decir lo menos— que profesa el NP por su padre —“Lo veré cuando se muera”—, y finalmente quedamos convencidos, no obstante lo aparentemente trivial de la causa, de que aquel tendría razón para tamaño desapego.
Va corriendo la acción y el lector, encantado digamos —gracias a la intensidad y la tensión en la narración; elementos muy distintos, ya lo sabemos—, va tomando conciencia poco a poco de verdades que, no por tenerlas cerca desde siempre, las había aprendido del todo; llegadas de un ser que, imperfecto como somos los humanos, por momentos se manifiesta sádico, prepotente, pragmático, implacable —impío al fin y al cabo—; y en otros, los más acaso, amoroso.
En las 183 páginas de Los días del impío, Garrido demuestra que es un notable creador de personajes. Creo que, entre otros, es este elemento el que levanta la novela hasta límites de excelencia.
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Y hablando de personajes, entre no pocos de real importancia, le doy la calificación mayor a Janet; mujer y hembra de largo alcance, la fuerza dramática en persona. “La imaginé desnuda. La vi levantarse de puntillas y acercarse al sofá que pudo haberme preparado. Inventé su respiración agitada, su boca olía a miedo y cigarros suaves”.
Entre el NP, Janet y Bruno —otro personaje de primera línea— se establece lo que al principio parecería un triángulo amoroso, pero que, en la medida que transcurre la acción, va perdiendo justamente los ángulos para meternos en una historia colateral que podría levantar en peso al lector. Se suma al terceto Pablo, recluido en el penal donde trabaja Janet; y esto, llegado desde el candor, agrega otro punto “raro” a una comunión ya de por sí sui géneris.
Se dice de Bruno: “En Bruno hay un virus, una manía, una ambición de conocer y hacerse conocer”. Se dice de Janet: “Janet está furiosa. En la cárcel quieren obligarla a vestir un uniforme militar. La culpa es de ella, porque fue a quejarse con el jefe, un peje literalmente gordo, porque los presos y los reclutas le meten los ojos (a ella) entre las piernas”.
La trama cruza de vez en cuando adonde la rusa Irina, batalladora contra la adversidad, contra la resistencia del entorno —“se quedó en la isla (…) “trabaja en la Universidad” entre “eminencias lingüísticas”— y quien, estoica, asume a Jorge, el esposo cubano despezado por las circunstancias, refugiado en malos hábitos, tal vez la muestra más fehaciente del efecto en el humano de una sociedad esquematizada, regida por directrices maniqueístas.
El resurgir desde la ceniza, la esperanza que no se doblega están encarnados en Santiago Montero, un mulato trovador venido a menos que tiene la fortuna, por decirlo de alguna manera, de cruzarse en los caminos del NP y sus amigos para de este modo retomar vuelo para sí y prodigarle lo propio a ellos. Santiago Montero “parece detener el tiempo en otra noche, cuando Janet le pidió que cantara, por favor, Lágrimas negras”.
Otros personajes de envergadura resultan José Mariano, como Bruno, como el NP, escritor en ciernes y hasta cierto momento eterno aspirante a emigrar hacia Estados Unidos; el Maestro, artista frustrado y coime a la par —“¿Sería yo otro más en la lista de jóvenes escritores que habían pasado por la vida (y por el cuerpo) del Maestro?”; la pintora Laura, fiestera, la pobreza de moda o la moda de la pobreza —“Mi pantalón raído no desentona porque los tipos peludos (pintores o rockeros o ambas cosas) y yo parecemos pertenecer a un mismo sindicato: el de la pobreza (…) que se enmascara como moda”, anuncia el NP; o Miguel, residente en Alamar, en el este de La Habana, orgulloso de “la jabita” de estímulo que mensualmente le entrega el gobierno, marido de la negra Yolanda pero fervientemente enamorado de una “rubia casada”.
Aparte cito a Miriam, un personaje evocado a lo largo de la novela —“Creo que en algún momento fue para mí no solo mi mujer, sino el sueño, el alto sueño”— y que, en mi opinión, pierde fulgor cuando Garrido nos la trae a tierra.
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El lenguaje en Los días del impío clasifica en buena talla, y muestra, claro, las exquisiteces de poeta que identifican a su autor.
Otro aspecto que obra en favor de esta novela son sus capítulos por lo general breves —y concisos, porque la brevedad no basta para alcanzar este propósito.
En esta novela de Alberto Garrido hallamos asimismo sentencias de alto poderío. Cito un trío: “Un escritor es un maníaco, un voyerista, un aguafiestas” (P. 51); “Dejar a una mujer es como dejar un país” (54); y “Hay cosas, recuerdos, mujeres, que no deberían volver a ser tocados, para que no se arruine la ilusión de felicidad” (160).
Como dato curioso, cito algunas de las alusiones —solo algunas— al sentido del olfato o más bien a los olores ambiente. “El olor que hace adivinar a Janet”, “Los dedos huelen a Janet”, “olor a jazmines”, “olor a hembra”, “oliéndome la axila”, “olía a miedo y a cigarros”, “la huele varias veces”, “el sitio huele mal”, “el olor de ella”, etcétera.
Solo me basta dejar en claro que Los días del impío es una hermosa novela que ha tenido la suerte de contar con una hermosa ilustración de portada de Yoel Almaguer. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.