DE CAMINO a casa después de ir por café, y en la costumbre que ejercité con los años de tratar de observar cada detalle como si quisiera beberme de un sorbo el entorno para rescatar apenas alguna imagen o un atisbo de realidad para luego escribirla, intenté escudriñar el ánimo de la gente que encontré a mi paso y lo comparé con el de otros años por las mismas fechas, en las que notaba la prisa de quien quiere llegar con los suyos para compartir esos regalos llevados celosamente en los brazos, responder a los saludos afectuosos y deseos de parabienes que pululan entre conocidos y los que no lo son, pero que alentaban los planes más o menos predecibles hasta antes de 2020, en el que imperó la zozobra y la incertidumbre mundial, donde tuvimos que ubicarnos en una zona cero, con movilidad reducida, paralizados por el desconcierto, la debilidad sanitaria y el imperativo de adoptar pies de plomo para enfrentar la nueva realidad y refugiarse en un lugar seguro en medio de las vicisitudes económicas y geográficas que a cada uno atrapó en la pandemia.
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Ante la vorágine de noticias contradictorias que nos situaron en un semáforo no de colores, sino de “realidades no sincrónicas”, nos sumergimos en el influjo que entreteje mundos disímiles en una misma ciudad y en un mismo país, donde habitan los que van a la playa sin miedo para convivir con multitudes, o los que prefieren estar en casa semiparalizados por el miedo al contagio de COVID-19; y desde donde hemos construido una realidad distópica y nebulosa, como el lienzo al que le cae agua ante el pasmo del artista que no puede ver lo que quedará de su obra cuando acabe de secarse, o la duda del significado de las horas que discurren en los relojes de Dalí ante lo que parece un derretimiento del tiempo.
Así, en esas horas chorreantes de estrés, tedio y dolor por las pérdidas irreparables y el entorno incierto, recibimos el 2021 con la esperanza de que todo pase, pero las llagas aún están vivas: hay ciudades enteras asoladas por el frío y la nieve que hacen más vulnerables a los que la pandemia hizo nacer, potencias amenazadas en sus democracias que parecían invulnerables, teorías de conspiración que cuestionan si la nieve es nieve y si los fríos son enviados por fuerzas oscuras a quienes se les imploran o se les reprocha desde los fanatismos, la ignorancia o la mala fe.
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Los problemas no se han ido, se agitan en el inicio de 2021 y los presagios de líderes mundiales como Angela Merkel anticipan que lo peor está por venir ante el surgimiento de nuevas cepas de coronavirus y la relajación de medidas sanitarias en las fiestas de fin de año, cuyas consecuencias podrán ser catastróficas.
Allí, en esos silencios que encontré a mi paso de gente taciturna, con las manos y los pensamientos escondidos entre el frío, en los que desentrañaban tal vez sus muy particulares problemáticas que nos aquejan a todos y que parecen prolongarse, no es temerario pensar que el mundo no será igual ni seremos los mismos desde nuestra concepción más primitiva. Lo que resulte de esta amarga experiencia definirá la vida en un antes y después ante un mundo colapsado por un virus que ha puesto a prueba la fortaleza humana, científica y sanitaria como nunca antes en la historia moderna del mundo y cuyos antídotos necesarios hasta ahora vislumbrados, además de la vacuna, son la demostración de la solidaridad humana y universal para abatir lo más pronto posible a ese adversario atroz que nos podrá arrancar todo, menos la esperanza. N
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Adriana García es escritora y periodista. Sus ensayos y novelas se han publicado en México y Estados Unidos. Ha dirigido diversas oficinas de comunicación y es asesora en comunicación política de organizaciones públicas y privadas. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad de la autora.