Plantar cara a empresas y organizaciones criminales que buscan apropiarse de sus territorios las ha enfrentado a una oleada de homicidios, tortura, violencia sexual y desapariciones forzadas.
Danelly Estupiñán nunca olvidará la primera amenaza que recibió. Fue un mensaje de texto que llegó a las 17:35 horas del 30 de noviembre de 2015, y decía: “Danelly, ha llegado tu final”. Horas después, mientras hablaba por teléfono con una de sus amistades, apareció en la línea una voz distorsionada que repitió: “Sabemos dónde estás”.
Desde entonces, a Estupiñán la han sometido a un seguimiento constante, la han fotografiado y han asaltado su casa, en una aparente represalia por su trabajo de derechos humanos, en el que defiende a las comunidades negras de Buenaventura, el puerto más grande del Pacífico colombiano.
“Yo ya no salgo. Me mantengo de la oficina a la casa. No tengo vida social, no tengo nada. Solo voy y hago cosas específicas, porque donde vaya, están”, dijo en junio, poco antes de huir del país al enterarse de que existía una trama para matarla.
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Defensoras de los derechos humanos
Tras haber perdido a padres, esposos e hijos durante años de derramamiento de sangre, las mujeres afrodescendientes como Estupiñán están asumiendo valientemente papeles más activos en la defensa de sus comunidades ancestrales. No obstante, el plantar cara a empresas y organizaciones criminales que buscan imponer proyectos de desarrollo, extracciones mineras y operaciones de narcotráfico en sus territorios las ha puesto en el punto de mira.
Colombia es el país más mortal del mundo para quienes defienden los derechos humanos: Frontline Defenders registró al menos 126 homicidios allí el año pasado. Además, hay 7.8 millones de personas internamente desplazadas en Colombia, más que en cualquier otro país, según un informe de 2018 de la ONU. Muchas de las víctimas son líderes de comunidades indígenas y campesinas, pero las mujeres negras cada vez corren más peligro en las provincias occidentales donde se concentra la población afrodescendiente de Colombia.
Desde que ocupó su cargo en agosto de 2018, el presidente Iván Duque ha adoptado un plan para proteger a personas defensoras de derechos humanos, líderes sociales y periodistas, reforzando las unidades de policía especializadas y mejorando la coordinación entre órganos estatales, así como ofreciendo recompensas por información sobre sospechosos buscados por homicidio. Según el presidente Duque, el homicidio de líderes sociales se redujo un 35 por ciento durante su primer año en el cargo, pero las personas que están en peligro afirman que la protección sigue siendo insuficiente.
Estupiñán, lideresa del grupo afrocolombiano Proceso de Comunidades Negras (PCN), es una de las activistas más destacadas de Buenaventura, un lugar escabroso y sofocante donde la jungla colinda con el océano. En los últimos 20 años, la población afrocolombiana de Buenaventura se ha enfrentado a una oleada de homicidios, tortura, violencia sexual y desapariciones forzadas a manos de paramilitares conocidos por descuartizar a sus víctimas en las denominadas “casas de pique”.
Muchas personas de la comunidad negra creen que la violencia es una manifestación de la discriminación y el racismo estructural, con el propósito de expulsarlas de las zonas costeras en las que llevan generaciones viviendo en casas palafíticas, para que el gobierno y los promotores privados puedan seguir adelante con sus planes de ampliar el puerto y construir infraestructura turística.
“Quienes compran son blanco mestizo y hoy tienen grandes hoteles y edificios con supermercados. ¿Por qué a ellos no les entraron las balas?”, pregunta Leyla Arroyo, otra lideresa del PCN. “En ninguno de esos lugares se dice ‘se vende’, pero en las casas de nuestra gente sí. ¿Qué es lo que hace que asuste a mi gente y no asuste al que llega?”.
Estupiñán cree que “lo que la violencia quiere es destruir el tejido social para tener una comunidad débil a la cual puedan controlar social, cultural y políticamente”. Afirma que las mujeres son atacadas para impedirles reparar ese tejido social, y que los paramilitares utilizan el feminicidio y la violación como herramientas sistemáticas para controlar sus territorios e intimidar a la población.
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La Unidad Nacional de Protección (UNP), organismo gubernamental, ha asignado guardaespaldas a Estupiñán y a Arroyo a causa de las amenazas en su contra. “No me he acostumbrado. Es muy invasivo y, al mismo tiempo, crea dependencias psicológicas”, manifiesta Estupiñán. “Nosotros perdemos el derecho a la intimidad totalmente. Ellos saben todo, si uno va al supermercado y yo compro toallas higiénicas, pues ellos ya saben que ya me viene el periodo”.
En noviembre de 2018, la UNP proporcionaba medidas de protección a 3,733 defensores de derechos humanos, pero quienes las reciben dicen que estas medidas son inadecuadas. Algunas personas no pueden pagar el combustible para los automóviles que les entregan, y los chalecos antibalas son engorrosos y atraen una atención no deseada. Otras medidas, como los teléfonos móviles, han resultado inútiles en zonas rurales remotas en las que no hay cobertura, mientras que los “botones de pánico” no siempre reciben de la policía una respuesta lo bastante rápida como para disuadir a los asesinos.
Muchas mujeres desplazadas de comunidades negras han buscado refugio en Cali, la ciudad más grande del suroeste de Colombia. Erlendy Cuero, de 44 años y con cuatro nietos, huyó de Buenaventura en el año 2000 cuando su padre fue asesinado, ella fue agredida sexualmente y su casa fue destruida en un conflicto de tierras. Ahora es vicepresidenta de la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes).
Vestida con un polo color lima y unos vaqueros, y con el pelo afro recogido hacia atrás con un pañuelo rosa, Cuero asegura que ella y sus dos hijos han sufrido constantes amenazas, acoso, vigilancia y asaltos a su modesta casa de ladrillo rojo en un complejo de viviendas públicas a las afueras de Cali.
Hace unos años, analistas del gobierno vinieron a evaluar el nivel de riesgo al que se enfrentaba. Según afirma, la entrevistaron durante una o dos horas en un hotel, pero no visitaron en ningún momento su casa ni consultaron con nadie más sobre su situación: “Simplemente llegaron y determinaron que no tenía riesgo”.
Solo cuando dos hombres mataron a tiros a su hermano, Bernardo Cuero, mientras veía el futbol en su casa en la ciudad de Malambo, en junio de 2017, las autoridades finalmente asignaron a Erlendy guardaespaldas, un vehículo, chalecos antibalas y un teléfono. La UNP había proporcionado a Bernardo —otro líder de Afrodes y destacado defensor de los derechos humanos— medidas de protección, pero las retiró unos meses antes de su asesinato y denegó sus peticiones de que se las volvieran a asignar, al haber decidido que ya no corría peligro. Nueve meses después, unos hombres armados mataron también al hijo de Bernardo, Javier Cuero.
El hijo de 21 años de Erlendy Cuero, Alex, también ha sido blanco de ataques. Sobrevivió a unos disparos en 2016 y evitó por poco ser apuñalado dos años después, cuando su pitbull plantó cara a su atacante.
Cuero cree que los ataques eran un mensaje dirigido a ella para decirle: “Quédese quieta, o finalmente hay que darle con lo que más le duela”. La lógica es brutal, según explica: “A mí me duele más que me maten un hijo porque yo ya viví, ya hice lo que tenía que hacer y listo. Pero si me matan a mis hijos, pues… por ese peso acabas pensando que por culpa de lo que uno está haciendo finalmente le acaben la vida a un niño”.
Francia Márquez, activista ambiental ganadora del Premio Goldman, también vive en Cali después de haber sido desplazada de su hogar en La Toma, una zona rural a dos horas al sur de la ciudad, cuando hombres armados llegaron buscándola en 2014.
En una residencia temporal, Márquez cuenta que empezó a recibir cartas y llamadas telefónicas amenazadoras en 2010, cuando defendía La Toma frente al devastador impacto ambiental y social de la minería ilegal. Aquel año ganó una causa en la Corte Constitucional de Colombia, que suspendió las concesiones en la zona pertenecientes a la multinacional AngloGold Ashanti.
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“Los actores armados dijeron que nos declaraban objetivo militar porque nos estábamos [estorbando] a las entradas de las multinacionales, porque estábamos estancando el desarrollo. ¿Cuál desarrollo? ¿Desarrollo para quién? Si mi comunidad no tiene ni agua potable, estamos tomando el agua envenenada por el mercurio de la minería”, pregunta Márquez. “Yo puedo vivir sin joyas y oro. No puedo vivir sin agua o alimentos”.
AngloGold negó tener cualquier relación con las amenazas contra Márquez en julio, y se denunció un reciente atentado contra su vida. Márquez estaba en una reunión con otros líderes negros en una granja el 4 de mayo, cuando hombres armados abrieron fuego y arrojaron granadas contra ellos. Los guardaespaldas asignados por el Estado repelieron el ataque, pero el suceso reveló deficiencias potencialmente mortales en el protocolo de seguridad.
“Uno de mis escoltas se fue en el carro blindado a perseguir a los supuestamente agresores y me dejó tirada ahí… en vez de quedarse y montarme a mí en el carro para sacarme de ahí”, dice solemnemente. “Si hubiera llegado otro grupo armado me matan”.
Muchos defensores de derechos humanos no sobreviven a ese tipo de ataques. Un mes después, unos asesinos que viajaban en motocicleta mataron a tiros a María Hurtado, otra lideresa afrocolombiana, delante de dos de sus cuatro hijos en la localidad de Tierralta. Las imágenes de su cadáver circularon ampliamente en las redes sociales, con el sonido de fondo de los desgarradores gritos de uno de sus hijos. Activistas locales dijeron que Hurtado había defendido a la comunidad en un conflicto territorial y recientemente había denunciado amenazas de paramilitares.
Miles de residentes de Buenaventura asisten al funeral de una joven asesinada en junio de 2019.
Foto: Duncan Tucker/Amnistía Internacional
Aunque en Cali se siente más segura, Márquez ha sufrido por el elevado coste de la vida en la ciudad. Durante un tiempo vendió jugo, tamales y ceviche, pero tuvo que dejarlo cuando las amenazas se intensificaron. La ciudad es como un limbo para su familia, dice: “Mis hijos viven con frustraciones aquí encerrados porque no podemos regresar a la casa”.
A Márquez también la preocupa el impacto de que las personas defensoras de derechos humanos abandonen sus comunidades, aunque lo hagan por su propia seguridad. Afirma que eso beneficia a sus agresores, que quieren expulsarlos de sus hogares y debilitar sus comunidades.
Las personas que defienden los derechos humanos necesitan soluciones que les permitan permanecer en sus territorios y estén adaptadas a las necesidades específicas de cada comunidad, añade Márquez. Ella planea poner en marcha una red de radio comunitaria para combatir la desinformación y la estigmatización que fomentan la violencia contra los líderes sociales, y aboga por impulsar la capacidad de las guardias comunitarias para mantener la vigilancia ante los intrusos y acompañar a los líderes en sus viajes.
El gobierno también debe trabajar para erradicar la corrupción que alimenta la marginación y explotación de las comunidades afrocolombianas y los homicidios de quienes defienden sus derechos, afirma Márquez. El Estado no debe permitir que los homicidios de líderes sociales queden impunes, añade, y debe dejar de justificarlos vertiendo contra las víctimas acusaciones falsas de estar relacionadas con el narcotráfico o grupos guerrilleros.
Aunque ella “quisiera que no fuera por la violencia, que uno se muriera de viejo”, insiste en que, en el caso de las mujeres afrodescendientes de Colombia, “hay que seguir”, a pesar de los peligros que enfrentan. Cree que las mujeres desempeñan un papel fundamental porque su “instinto del cuidado” las lleva a proteger no solo a sus hijos, sino también su territorio, el medioambiente y sus comunidades.
“Toca feminizar la política, toca llenar de amor maternal a la humanidad”, dice Márquez. “La guerra siempre ha estado por el machismo, por el patriarcado y por los negocios entre hombres. Yo creo que esos hombres tienen que bajar su nivel de agresividad con la vida y pensar más en feminizarse”.
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El autor es jefe de prensa para las Américas de Amnistía Internacional.
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Amnistía Internacional es un movimiento global de más de 7 millones de personas que realiza labores de investigación, campañas e incidencia para la promoción y defensa de los derechos humanos en más de 160 países, independiente de cualquier gobierno, ideología política, interés económico y religión.