CUANDO PATRICIA descubrió que estaba embarazada intentó abortar con té de ruda, sábila, sopa de frijoles sin sal y otros remedios que encontró en la internet. Pero ninguno funcionó.
Unas semanas antes, la joven de 16 años había sido violada por un taxista que, presuntamente, controlaba el comercio de marihuana en su colonia, a las afueras de Guadalajara, la abarrotada capital de Jalisco, uno de los estados más conservadores de México. Patricia —nombre ficticio— decidió hablar con su mamá, Alma, quien años atrás también había sufrido un abuso sexual, aunque, en aquella ocasión, su madre se negó a escucharla, por lo que Alma se hizo la promesa de que nunca cometería el mismo error.
Madre e hija se sentaron a conversar y, mientras hablaban, Alma le dijo a Patricia que pasaría lo que ella decidiera. Cuando la adolescente respondió que quería hacerse un aborto, Alma enumeró las condiciones para el procedimiento: “Seguro, con gente capacitada, bajo la ley”.
Transcurría el mes de enero de 2016 y, si bien el código penal de Jalisco autorizaba el aborto en casos de violación desde 1933, los registros de la Secretaría de Salud estatal revelaban que, antes de 2016, ninguna mujer del estado había obtenido un aborto legal bajo la excepción de violación.
Patricia vive con su familia en Tlajomulco de Zúñiga, un barrio pobre asolado por la violencia del narcotráfico. En aquel entonces era una adolescente extrovertida. Pero luego de la violación se volvió muy retraída. Se sobresaltaba con cualquier sonido, por mínimo que fuera. “Quedé así, como en shock”, dice Patricia, mientras relata los acontecimientos de 2018 en el salón de belleza donde trabaja su madre.
En aquellos días, Jalisco requería que las sobrevivientes de violaciones notificaran la agresión para que un fiscal o un juez otorgaran la autorización de un aborto. Pero a la joven le aterraba pensar que su agresor la persiguiera si se atrevía a denunciarlo ante las autoridades.
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Tenía la opción de trasladarse a Ciudad de México, donde el aborto es legal durante el primer trimestre de embarazo y no existe un límite de tiempo para los casos de violación. Los grandes inconvenientes eran que el viaje es muy costoso y la logística, en extremo complicada. También había que considerar que Alma es madre soltera y debe trabajar para sostener a sus otros hijos. Además, la mujer insistía en que su hija tenía el derecho de pedir el aborto en su estado natal.
“Si no los hacemos valer [nuestros derechos] pues, chingón, ¿entonces para qué estamos?”, opinaba.
El 28 de enero de 2016, Patricia y Alma fueron al ministerio público para denunciar la violación e iniciar un proceso que incluyó una batería de exámenes médicos y psicológicos, durante los cuales ambas manifestaron siempre la intención de obtener un aborto.
Nunca encontraron un solo funcionario que les diera una respuesta directa sobre la manera de acceder al procedimiento; hasta que, finalmente, el 10 de febrero, el psicólogo de la fiscalía las acompañó a las oficinas de la Secretaría de Salud de Jalisco para presentar la carta del agente del ministerio público ordenando el aborto de Patricia.
Al día siguiente, se reunieron con el director legal de la dependencia y, el 12 de febrero, el funcionario las requirió nuevamente en su oficina, donde les mostró unas tabletas de misoprostol —un medicamento antiulceroso que también se utiliza para inducir abortos— junto con una hoja escrita a máquina con las siguientes instrucciones: “Una cada ocho horas vía oral; una cada ocho horas vía vaginal”, así como el número telefónico de un ginecólogo del Hospital General de Occidente, una institución pública.
El director legal les entregó el paquete con 14 pastillas sin la caja y, a decir de Patricia y su madre, les pidió que no le dijeran a nadie, ni siquiera al fiscal (en su testimonio ante la Comisión de Derechos Humanos de Jalisco, el antedicho director legal negó la versión de Alma sobre los acontecimientos).
Hacia las 21:00 horas, la joven tomó la primera tableta por vía oral e introdujo la segunda en su vagina. Amaneció sintiéndose tan débil que ni siquiera pudo caminar hasta el baño. Con enorme aprensión, la madre siguió introduciendo pastillas en la vagina inflamada de la adolescente.
“Le decía: espérate, mi hija, espérate”, comenta Alma. “Al verla es muy desesperante porque… no sabes ni que estás haciendo”.
El domingo por la mañana, Alma, angustiada por el evidente dolor de su hija, contactó con el ginecólogo y le envió fotografías de la hemorragia. El médico accedió a reunirse con ellas en el hospital, donde —según las dos— hizo un examen vaginal tan brusco que Patricia lloró de dolor. A continuación, el especialista hizo una ecografía, la cual confirmó que la joven seguía embarazada. Una causa posible: las instrucciones que proporcionó el director legal no cumplían con el protocolo de la Organización Mundial de la Salud para abortos a partir de 12 semanas de gestación, el cual recomienda administrar las tabletas cada tres horas, en vez de cada ocho.
Alma y Patricia afirman que el médico las envió a casa y prescribió más misoprostol, pero retiró la etiqueta del frasco y les hizo la advertencia de que lo ocultaran, ya que, si la policía las detenía, podrían arrestarlas, aunque Patricia estuviera solicitando un aborto legal en un hospital público (el médico negó el relato de lo acontecido aquel día). Entre 2007 y 2016, las autoridades mexicanas recibieron un promedio de una denuncia diaria por sospecha de aborto.
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Patricia comenzó a dudar de su decisión. “Me quedé así, parada, pensando, y vi a mi mamá y como que estaba viendo y dije: ¿qué estoy haciendo?, ¿qué está pasando?”, recuerda. “Yo estaba como ya resignada a que iba a tener un bebé”.
Madre e hija persistieron en su decisión, pero en lugar de seguir la indicación médica e iniciar una nueva ronda de misoprostol, se entrevistaron con la abogada Ángela García Reyes, quien ofreció interponer un amparo alegando que, al negarle el aborto, el Estado estaba sometiendo a la adolescente a tratos crueles, inhumanos y degradantes.
Un día antes de presentar el recurso, el ginecólogo envió un mensaje a Alma informando que un juez acababa de autorizar el procedimiento (García insiste en que el documento del ministerio público debió ser suficiente autorización). El médico indicó que regresaran al hospital a la mañana siguiente, pero, cuando llegaron, le advirtió que ahí no contaban con “molidas de bebés” —término con que describió el equipo necesario para realizar un aborto quirúrgico—, de modo que Patricia tendría que tomar más medicamentos para interrumpir el embarazo.
La mañana siguiente Patricia ingresó en el hospital. La adolescente recuerda que, en determinado momento, se vio rodeada por unos 15 estudiantes de medicina, quienes le indicaron que separara las piernas mientras alguien introducía torpemente un espejo, lastimándola aún más. Aun cuando el expediente médico precisa que le administraron mifepristona y misoprostol para inducir el aborto, Patricia asegura que los médicos la sometieron a más de una docena de exámenes vaginales, y que las enfermeras la acosaban en su cama, increpándola con comentarios como: “¿Tú sí estás consciente de que los bebés no tienen la culpa?”.
Después de varias horas, la joven recibió una inyección de oxitocina —hormona utilizada para inducir el parto— y, entonces, las contracciones se volvieron tan fuertes que Patricia gritó pidiendo ayuda. Un trabajador médico se acercó para darle un analgésico, pero una médica intervino. “Me dijo: ‘No te voy a poner nada para el dolor’”, declaró (el hospital se ha negado a responder peticiones de comentarios).
Al final, habían pasado 22 días desde la denuncia inicial y Alma seguía pensando que la espantosa experiencia era una especie de castigo porque su hija optó por el aborto legal en una región mexicana de lo más conservadora. “Fue como decirle: ‘Tú decidiste, ¿no? Pues esto es lo que te va a pasar’”.
En 2007, las feministas mexicanas tuvieron una victoria extraordinaria cuando Ciudad de México legalizó el aborto en las primeras 12 semanas de gestación. Aun así, en los siguientes años, más de la mitad de los estados de la república ha seguido el ejemplo de Chihuahua, entidad que, en 1994, introdujo una enmienda a su Constitución local estableciendo que la protección de la vida es desde la concepción. Aunque las medidas son inaplicables, causan incertidumbre en cuanto al acceso al aborto.
En 2012, el Congreso mexicano aprobó la Ley General de Víctimas que, entre otras cosas, reconoce el derecho de las víctimas de violaciones a obtener aborto legal en hospitales públicos.
Después de ese logro, los activistas ejercieron presión para que las autoridades federales reformaran la Norma 046, con la finalidad de que las víctimas de violaciones pudieran optar por el aborto sin la aprobación de un juez o alguna otra autoridad, y para que tampoco fuera requerido el consentimiento parental a partir de los 12 años. Aun cuando la reforma entró en vigor en 2016 —un mes después del aborto de Patricia—, fue sostenida en la Suprema Corte de Justicia apenas en agosto pasado.
A pesar de las reformas, los obstáculos procesales siguen profundamente arraigados en las fiscalías y los hospitales públicos de todo el país. Luego de hacer un seguimiento de casos entre 2012, el año anterior a la entrada en vigor de la Ley General de Víctimas, y 2018, dos años después de reformar la Norma 046, el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE, organización enfocada en la defensa de los derechos reproductivos) informó que había brindado apoyo a 38 supervivientes de violación, en su mayoría menores de 18 años que habían enfrentado obstáculos o a quienes les habían negado el aborto.
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En 2015, la fiscalía de Tabasco intentó reclasificar la violación de una niña de diez años como pederastia, con objeto de impedirle acceder al aborto (al final, se llevó a cabo el procedimiento). En 2016, Baja California Sur negó el aborto a una trabajadora agrícola de 18 años porque, en opinión de las autoridades, “el aborto es un delito porque atenta contra una personita”. En 2018, una joven de 15 años denunció a su tío por violación y solicitó el aborto, pero las autoridades respondieron que este estaba prohibido en Puebla, estado donde se cometió el abuso sexual. Tanto esta niña como la trabajadora agrícola pudieron abortar en Ciudad de México.
No obstante la gran incidencia de la violencia sexual en México, los datos del GIRE apuntan a que, incluso en los años posteriores a las reformas, se han practicado muy pocos abortos en casos de violación. La organización descubrió que, entre diciembre de 2012 y octubre de 2017, las instituciones de salud pública de todo el país realizaron apenas 137 abortos en víctimas de violación: un promedio de 27 procedimientos anuales, aun cuando las autoridades reciben miles de denuncias cada año.
Desde hace más de una década, la activista Verónica Marín, junto con otras activistas, apoya a mujeres y niñas jaliscienses que viajan a Ciudad de México para interrumpir sus embarazos. Los registros oficiales señalan que, entre 2009 y 2016, las procuradurías generales de justicia locales y la Procuraduría General de la República recibieron 111,413 denuncias de violación. Entre tanto, las autoridades de salud pública han documentado apenas 63 procedimientos abortivos para víctimas de violación.
Según estadísticas gubernamentales, en los últimos 12 años poco más de 600 jaliscienses se han trasladado a la capital mexicana para obtener un aborto legal, mientras que una cantidad no cuantificada ha optado por precipitar el aborto utilizando tabletas de misoprostol, medicamento que puede adquirirse en farmacias sin receta médica.
En el caso de Jalisco, el aborto conlleva una pena de hasta dos años de cárcel, en tanto que cualquier procedimiento abortivo supone una pena de hasta seis años para las pacientes y diez años para los proveedores en otros estados. Más aun, las mujeres que se inducen abortos, así como las que sufren abortos espontáneos o partos de productos que nacen muertos, pueden enfrentar cargos de homicidio e infanticidio.
En opinión de Marín, el estigma al aborto desaparecerá solo hasta que las mujeres puedan apoyarse en especialistas que realicen el procedimiento en hospitales públicos, en vez de verse reducidas a ocultarse en sus hogares y utilizar pastillas u otros remedios. “[El aborto] tiene que ser en los centros de salud, tiene que ser a través del Estado, porque es parte de despenalizarlo”, enfatiza Marín, una mujer intensa, con luces azuladas en el cabello. “Si el Estado lo está haciendo, entonces el Estado no lo puede penalizar”.
En la época en que Marín y otras activistas ejercían presión en Jalisco para que las víctimas de violación pudieran acceder al aborto, las autoridades del estado persistían en negarse con el argumento de que no había un protocolo definido para el procedimiento.
Ya superado este obstáculo —más o menos cuando ocurrió el caso de Patricia—, el problema ahora es que las autoridades de los hospitales públicos siguen tratando con hostilidad tanto a las supervivientes de violación como a las activistas. De vez en cuando los trabajadores de salud recurren a la seguridad del hospital para expulsar a las activistas de sus instalaciones. Y cuando los médicos privan a las pacientes de analgésicos, las activistas tienen que ocultar los medicamentos entre su ropa para meterlos de contrabando.
“Cuando empezamos a empujar esto parecía imposible que en un hospital alguna vez se fuera a practicar un aborto, que todo el mundo supiera que está ocurriendo allí”, afirma Marín.
Aun cuando la reforma legislativa establece que las supervivientes de violación pueden solicitar el aborto en los hospitales públicos de cualquier estado de la república, y someterse al procedimiento sin informar a las autoridades, 11 entidades federales mantienen el requisito legal de notificación.
Es verdad que la ley nacional ha abrogado dicho mecanismo, pero “la falta de homologación de algunos códigos penales con la legislación general en materia de atención a víctimas pone en desventaja a las mujeres de ciertas entidades, que enfrentan mayores barreras para acceder a servicios de interrupción del embarazo dependiendo de su situación geográfica”, concluye el informe del GIRE del año pasado.
Por ejemplo, por lo menos 11 estados establecen un límite de tiempo para practicar el aborto en casos de violación, casi siempre circunscribiendo el procedimiento al primer trimestre de la gestación.
Según registros oficiales proporcionados en octubre del año pasado, desde 2016 los hospitales públicos de Jalisco han llevado a cabo alrededor de 20 procedimientos abortivos para víctimas de violaciones. En entrevista, Otilia Bibiana Domínguez Barbosa, coordinadora estatal del programa de prevención y atención a la violencia familiar y de género en la Secretaría de Salud de Jalisco, informa que, a partir del caso de Patricia, la entidad federal ha adoptado un protocolo para sobrevivientes y un programa de capacitación para los trabajadores de salud.
García, la abogada que representó a Patricia, reconoce que el sistema legal de Jalisco ha mejorado un poco, pero no puede decir lo mismo de los proveedores de atención médica.
“Creo que, de alguna manera, las leyes, los jueces, están poco a poco entendiendo que esto es un derecho que tenemos las mujeres. Pero el sector salud está quedándose atrás. El sector salud es ahorita la barrera con la que estamos chocando”, agregó García.
Activistas de todo el país insisten en que uno de los obstáculos más grandes y persistentes no es la ley, sino los médicos, las enfermeras, los administradores de hospitales y otros funcionarios públicos que no entienden o se niegan a cumplir los estatutos.
Muchos de esos proveedores se escudan en la religión para oponerse al aborto. Durante la entrevista de octubre de 2018, Domínguez precisó que 28 médicos jaliscienses no se habían registrado como objetores de conciencia al aborto, respecto de apenas nueve identificados en 2017.
Este año, una joven víctima se vio obligada a interponer una demanda cuando las autoridades de Aguascalientes le negaron un aborto legal, argumentando que no era posible llevar a cabo el procedimiento porque todos los médicos del estado estaban registrados como objetores de conciencia (un magistrado federal decretó un plazo de 10 días para que Aguascalientes le practicara el aborto).
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“Tenemos un marco jurídico muy bonito en México”, afirma la abogada Esmeralda Lecxiur Ferreira, asesora legal de la Fundación Mexicana para la Planificación Familiar (Mexfam). “El problema es que las autoridades no tienen interés en hacerlo completo”.
Eso fue lo que ocurrió en 2017 y 2018, cuando dos sobrevivientes se toparon con obstáculos para acceder al aborto legal en Jalisco, incluso en el mismo hospital donde ingresó Patricia.
En septiembre de 2017, una jalisciense de 16 años, a quien llamaremos Juana, solicitó el aborto legal después de que dos hombres la violaron mientras se dirigía a la escuela en una población rural del interior del estado. La adolescente y su padre fueron a Guadalajara para realizar el procedimiento. Pero Juana informa que, tan pronto como entraron en el hospital, tuvo la impresión de que los médicos se negaban a atenderla.
Yazmín Cano, la activista que acompañó a Juana, dice que el especialista responsable del programa de aborto legal se negó a tratarla alegando que Juana no llevaba documentos que demostraran que había denunciado el crimen a las autoridades; y eso, a pesar de que la reforma a la Norma 046 establece que las supervivientes de violación pueden obtener un aborto sin autorización.
Cano agrega que el profesional de la salud incluso trató de intimidar a la adolescente, advirtiéndole que el procedimiento podría perforar su útero, dejándola infértil o hasta matarla (el hospital se ha negado a responder peticiones de comentarios).
Tras insistir en que quería el aborto, Juana recibió unos medicamentos y —como ocurrió con Patricia— quedó aislada en una sala de trabajo de parto. “Me dejaban casi sola que me moría de dolor”, recuerda la adolescente. “Cierro los ojos y todavía me recuerdo y veo a las chicas que se estaban aliviando ahí… Es algo muy traumatizante”.
Hoy día, Juana estudia enfermería y asegura que esa profesión le apasiona. “Aunque todo el mundo te critique, pues tienes que seguir viviendo, más que nada por ti”.
Un año después del incidente de Juana, García acompañó a la segunda víctima a otro hospital público de Guadalajara cuyo personal, presuntamente, había sido capacitado por una organización para la defensa del derecho de abortar. Si bien no hicieron objeciones legales, la abogada revela que las autoridades de la institución le impidieron permanecer junto a la paciente y, de hecho, contactaron a sus familiares para informar sobre la violación y el aborto, a pesar de que García fue muy explícita en cuanto a que la afectada no quería que sus allegados se enteraran de la situación, e incluso demostró que las leyes habían eliminado el requisito de que los progenitores autoricen el procedimiento a partir de los 12 años de edad.
“Es un pelearme a diario, diario, diario con las instituciones de salud”, lamenta la abogada.
Los defensores legales de las sobrevivientes de violación que intentan acceder al aborto disponen de más municiones ahora que la Suprema Corte ha fallado a favor de las víctimas, otorgándoles reparación de daños y ordenando que las autoridades de salud implementen mejoras.
“Como organizaciones de la sociedad civil, estamos difundiendo información y explicando a las autoridades médicas que, de negar los servicios, podrían incurrir en responsabilidades legales”, explica Fernanda Díaz de León, asesora de políticas en Ipas México, parte de una organización internacional dirigida a la salud reproductiva. Con todo, el dictamen de la Corte no establece penalizaciones para los proveedores.
Otro problema es la falta de educación, no solo de los funcionarios, sino también del público en general. Patricia Ortega, activista jalisciense que trabaja con Marín, cuenta que el código penal contemplaba la excepción por violación incluso antes de 2016, pero nadie —ni siquiera los funcionarios públicos más compasivos— sabía cómo implementar esa exención.
“Ahora hay un lineamiento claro, y por supuesto que cuando las chicas tienen información, pues hasta pueden llegar argumentando: está en el programa o está en la norma”, prosigue Ortega. “Qué sería lo que faltaría: la difusión”.
El GIRE asegura que “mientras el aborto se siga considerando un delito en lugar de un servicio de salud, las mujeres seguirán enfrentando violaciones a sus derechos reproductivos, incluso cuando busquen acceder a interrupciones bajo circunstancias contempladas en la ley”.
Dos años después de que Patricia pasara por su calvario para obtener un aborto legal, una “marea verde” de activismo proderechos comenzó a extenderse por América Latina, donde cientos de miles de personas se han manifestado para exigir la legalización del aborto en toda la región. Los países latinoamericanos y del Caribe observan algunas de las leyes más restrictivas del mundo, y varias naciones prohíben cualquier forma de aborto.
“Cuando vimos todo lo que pasó en Argentina eso nos dio un respiro y nos renovó las energías a nosotras aquí en México”, afirma Daniela Zaizar, activista de 24 años.
En lo que representa uno de los últimos signos del cambio, este mes el estado de Oaxaca despenalizó el aborto para permitirlo durante las primeras 12 semanas de embarazo; mientras, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, envió un proyecto de ley al Congreso para otorgar amnistía a las mujeres que cumplan condena en prisión por aborto.
El año pasado, el 28 de septiembre, miles de personas marcharon en Latinoamérica durante la conmemoración del Día de Acción Global por el acceso al Aborto Legal y Seguro. Patricia compartió la información sobre la marcha en sus redes sociales.
La idea de divulgar el evento la puso nerviosa, ya que sabía cuán críticas son muchas personas en lo referente al aborto.
Para su sorpresa, muchas de sus amistades dieron “me gusta” a su publicación. De hecho, un hombre de su círculo de amigos, empleado de un hospital público, respondió con el comentario: “Te apoyo”.
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Por Laura Gottesdiener y Amy Littlefield para las publicaciones The Nation y Rewire.News
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Este proyecto periodístico fue apoyado por la International Women’s Media Foundation (IWMF)