Celebramos las cirugías de ojos, de corazón abierto, gozamos en sociedad la liposucción, los implantes. Pero no las de género. ¿Por?
EN 1939, Russell Marker, un profesor de química orgánica de la Universidad Estatal de Pensilvania, desarrolló un método para sintetizar la progesterona —la hormona sexual— a base de sapogeninas esteroideas vegetales.
Por azares de política internacional (fue el mismo año que pasando la invasión de Polonia se le declara la guerra a Alemania), Marker es incapaz de interesar a su patrocinador de investigación de su trabajo y finalmente deja la Universidad de Pensilvania, en 1944, para emprender en su proyecto hormonal.
Y así él cofunda Syntex junto a dos socios en Ciudad de México, con el cual efectivamente rompe con el monopolio de las industrias farmacéuticas en el negocio de las hormonas esteroideas. Parker logra reducir el precio de la progesterona casi 200 veces en ocho años.
Esperen… ¿Ciudad de México?
Exacto.
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México, la capital mundial del desarrollo de la ciencia hormonal. Ese mismo donde el doctor Luis Miramontes —investigador tepicense en Syntex con tiernos 26 años— logra extraer el químico activo que cimenta el invento de la pastilla anticonceptiva.
¡Sí! Esa. La misma pastilla anticonceptiva que trajo al mundo la liberación sexual de la mujer en los años 60. Esa diabla en grageas que tanto colaboró para poder tener nuestro boom feminista actual. Esa misma que luego devino en el desarrollo del tratamiento hormonal para las mujeres transgénero.
Esa misma que la Iglesia prohibió por medio de la publicación de la Humanae Vitae, en la que el papa Pablo VI propone un método llamado los “ritmos naturales anticonceptivos” explicando que solo te embarazas cuando Dios decide que te toca.
Reflexionemos.
De todos los países del mundo, México tuvo que ser donde se desarrolló el catalista de la liberación sexual femenina, y de los feminismos modernos, y del boom transgenerista.
De todos los países del mundo.
El mismo donde sale gente a la calle a marchar para defender una “familia natural” que —según— es superior a cualquier acuerdo hecho por el humano y deja de lado que el concepto del matrimonio es ideológico en sí.
El mismo donde se piensa que modificar el cuerpo para cambiar el género es pecado y antinatural. Pero ponerse ropa y lentes, hacernos bypass gástrico, retirar un cáncer o tumor… es perfectamente biológico.
Un día una mujer me dijo en un foro de discusión que yo, que soy mujer abiertamente transgénero, era antinatural. ¡Qué ironía!, le dije, considerando que ese día ella portaba tacones, extensiones de cabello, uñas postizas, lo que parecían implantes mamarios y además se maquilló para salir de casa.
Pero la antinatural del cuento… era yo.
Solía pensar que este rechazo al tema trans era por pensar que lo mío era nuevo.
Pero viendo que el tratamiento hormonal data de la invasión de Polonia… pues, ya no sé dónde lo mío es extranormal y el creer que un trozo de oblea transmuta a un pedazo del cuerpo de un ser que murió, resucitó, caminó sobre el agua, convirtió el agua en vino y subió al espacio sin ayuda de tecnología alguna… ¡Eso! es, ehm… Lo natural.
¿Qué no nos da orgullo saber que tenemos la ciencia y el desarrollo social para vivir en un planeta donde puedes nacer niño protestante británico y morir mujer judía mexicana?
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Celebramos las cirugías de ojos, de corazón abierto, gozamos en sociedad la liposucción, los implantes. Pero no las de género. ¿Por?
Nacen los bebés y ya les modifican el cuerpo —perforan las orejas, cortan los prepucios—. Se les impone una religión… sin preguntar. Crecen estos niños y con brackets les modifican los dientes, portan lentes a muy corta edad, cortan el cabello para obligar a un rol de género.
Si ser trans es cambiar tu biología, ¿no seríamos todos un poquito trans?
¿Por qué lo tuyo sí y lo mío no?