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Cuando viajar es cuidar: turismo responsable y la reinvención del lujo

Publicado el 10 de diciembre, 2025
Cuando viajar es cuidar: turismo responsable y la reinvención del lujo
Bahía Magdalena, en Baja California Sur, es uno de esos lugares donde la naturaleza exige respeto. (Tito Sánchez @tito980)

Durante años, el turismo prometió descanso mientras dejaba cansancio. Prometió contacto con la naturaleza mientras la erosionaba. Prometió bienestar mientras encarecía la vida de quienes habitaban los destinos. Hoy, en un mundo saturado de pantallas, vuelos baratos y experiencias empaquetadas, la idea de que viajar es consumir lugares empieza a resquebrajarse.

En ese quiebre surgen proyectos que ensayan otra posibilidad: viajar como acto de cuidado. Destinos donde la pausa importa más que la velocidad; donde el lujo no está en el exceso, sino en el silencio; donde el viaje deja recursos, aprendizaje y futuro en lugar de basura y desgaste.

Bahía Magdalena, en Baja California Sur, es uno de esos lugares donde la naturaleza exige respeto. Aquí se sostienen proyectos que encarnan esta nueva forma de entender el turismo: conectar la economía local, la conservación ambiental y una redefinición de lo que hoy significa el lujo.

DONDE LA VIDA SE REPRODUCE

Bahía Magdalena no es solo un paisaje espectacular: es uno de los complejos lagunares más importantes del Pacífico mexicano. Manglares, esteros y canales funcionan como criaderos naturales de peces, moluscos y crustáceos. Cada invierno, además, la bahía se convierte en santuario de la ballena gris, que llega desde el Ártico para parir y cuidar a sus crías en aguas tranquilas.

Este equilibrio es frágil. La presión pesquera, el cambio climático y el turismo extractivo pueden romperlo con rapidez. Por eso, cualquier proyecto que opere aquí con la pretensión de ser legítimo tiene que partir de una pregunta incómoda: ¿cómo disfrutar sin destruir?

CUANDO TU VIAJE DEJA MÁS QUE RECUERDOS

Akampa es un proyecto que, ante todo, se propone  cambiar nuestra forma de viajar. Lo hace con campamentos temporales de lujo en entornos naturales de México. En Bahía Magdalena, su Ocean Camp propone una experiencia que combina glamping, expediciones marinas y una profunda convivencia con la comunidad local. Pero más allá de la estética —tiendas cómodas frente al mar que se mimetizan con el paisaje, cenas bajo las estrellas, pangas que navegan frente al amanecer—, el verdadero corazón del proyecto está en su modelo económico y ambiental.

“Desde el inicio entendimos que si la comunidad no gana más cuidando el lugar que explotándolo, el proyecto no tiene sentido”, explica su cofundador, Gerardo Adame. “Nuestro modelo económico está diseñado para que proteger el ecosistema sea más rentable que destruirlo.”

Los números respaldan esa afirmación:

  • El campamento genera 15 empleos directos y más de 40 empleos indirectos, entre capitanes de panga, guías, cocineras, transportistas, artesanos y proveedores locales.
  • Más de 3 millones de pesos se invirtieron exclusivamente en mano de obra y materiales de la comunidad: madera, carpintería, herrería y construcción local.
  • De una venta anual aproximada de 15 millones de pesos, cerca del 75 por ciento permanece en la comunidad.

“No se trata de llegar, montar algo bonito e irnos”, dice Adame. “La derrama tiene que quedarse donde ocurre el viaje. Si no, solo estás maquillando el extractivismo.”

En Bahía Magdalena, cada encuentro con una ballena es un recordatorio de la vida en movimiento. (Especial)

MITIGAR EL IMPACTO

La lógica detrás del proyecto es tan sencilla como radical: derrama económica directa → empleo local → incentivos para la conservación → experiencia auténtica → turismo sostenible a largo plazo.

Esta fórmula se traduce en decisiones concretas que muchas veces incomodan al turismo tradicional: grupos pequeños, límites de visitantes, infraestructura ligera y desmontable y un ritmo lento. Las tiendas —Jupes— no tienen cimentación fija. Todo el campamento es desmontable, lo que permite que el ecosistema respire fuera de temporada. No hay pavimento, ni estructuras invasivas, ni iluminación que rompa el ciclo nocturno del lugar. “El campamento no le gana tierra al desierto ni al manglar”, explica Adame. “Está ahí solo un tiempo y luego desaparece.”

Parte de la honestidad del proyecto consiste en reconocer que todo turismo genera impacto, incluso el más bien intencionado. La diferencia está en cómo se mitiga y en qué tan transparente se es al respecto. En Bahía Magdalena, Akampa ha implementado distintas estrategias para mitigar su impacto ambiental y social: reduce su huella de carbono mediante el uso de energía solar con baterías EcoFlow, el transporte compartido de huéspedes y la compensación local a través de granjas de ostiones regenerativas; gestiona los residuos con una política estricta de Leave No Trace, el uso de biodigestores, productos biodegradables y la educación constante de quienes visitan el campamento; cuida el consumo de agua mediante duchas de bajo flujo, sistemas de biodigestión y concientización sobre la escasez del recurso; controla el ruido y la contaminación lumínica con iluminación cálida y regulada, además de promover el silencio nocturno; y prioriza el impacto cultural positivo a través de la capacitación y el empleo local, la colaboración con guías comunitarios y la integración de gastronomía y productos de la región.

“Todavía tenemos pendientes”, admite Adame. “La meta es clara: ser un proyecto 100 por ciento regenerativo en 2032.” La clave aquí no es la perfección, sino el compromiso sostenido.

REDEFINIR EL LUJO

Quizá la transformación más profunda que proponen este tipo de proyectos no es logística ni económica, sino simbólica: cambiar la idea de lo que es lujo. Durante décadas, el lujo estuvo asociado a la sobreabundancia: metros cuadrados, albercas infinitas, aire acondicionado a todo volumen, comida importada, wifi permanente. En Bahía Magdalena, esa lógica se invierte.

El lujo es despertar al sonido del mar. Subirse a una panga al amanecer. Escuchar a un biólogo explicar el comportamiento de una ballena. Pasar horas sin sacar el celular porque resulta innecesario. Comer pescado fresco preparado por manos locales. Dormir bajo un cielo estrellado. “Hoy, el mayor lujo para muchos de nuestros huéspedes es no estar disponibles”, dice Adame. “Poder pausar sin culpa”.

Este tipo de experiencias conecta con una fatiga global: el cansancio digital, la hiperconectividad, la ansiedad por documentar todo. Aquí, la experiencia no se mide en historias subidas, sino en las experiencias vividas.

Todo el campamento es desmontable, lo que permite que el ecosistema respire fuera de temporada. (Pablo Osorio / @pablosky)

UN ESPEJO EN EL SUR

Esta redefinición no es exclusiva de México. En la Patagonia chilena, EcoCamp Patagonia lleva más de dos décadas explorando una idea semejante en otro paisaje. Ubicado en el Parque Nacional Torres del Paine, este alojamiento está compuesto por domos geodésicos inspirados en las viviendas indígenas kawésqar. Funciona con energías renovables, minimiza los residuos y emplea a personas de la región. Desde ahí, las y los viajeros exploran glaciares, montañas y senderos, para luego volver a un espacio común donde el fuego, la comida y la conversación sustituyen a las pantallas.

EcoCamp fue pionero en demostrar que la sostenibilidad también puede ser deseable, estética y económicamente viable. Como Akampa, entiende que operar en territorios frágiles implica límites, educación y una relación constante con la comunidad. Ambos proyectos, en contextos muy distintos, comparten una misma intuición: el turismo del futuro no será masivo.

UNA RESPONSABILIDAD COMPARTIDA

Hablar de turismo responsable no es solo hablar de proyectos ejemplares. También es interpelar a quienes viajamos. Elegir dónde dormimos, con quién navegamos, qué comemos y cuánto respetamos los ritmos del lugar es una decisión política. Preguntarnos quién gana con nuestro viaje y quién paga sus costos forma parte del nuevo contrato del turismo.

Akampa no propone salvar el mundo, pero sí ofrecer una forma distinta de habitarlo, aunque sea por unos días. Una forma en la que el viaje no sea una huida, sino un encuentro: con la naturaleza, con otras personas y con una manera más lenta y consciente de estar vivos. Quizá ahí esté el verdadero lujo del siglo XXI: no en viajar más lejos, sino en viajar mejor. N

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