Iniciaba el verano cuando recibí la llamada de Leonardo, quien, con su encantador acento toscano, me hizo una proposición que, él sabía, yo no podría rechazar.
Lo había conocido en Florencia hace diez años cuando ambos frecuentábamos la universidad; yo para revalidar mis estudios mexicanos en Letras Clásicas y él como un pasatiempo. Empezamos a coincidir en la universidad y en los cafés del centro y nos hicimos grandes amigos.
Leonardo Vannini tenía once años más que yo y era un hombre riquísimo. Quedó huérfano a un año. Su padre, Michele Vannini era un importante banquero toscano que murió en “la strage di Piazza Fontana“. Por infausto destino il dottor Vannini se encontraba cumpliendo una importante cita de negocios en la Banca Nacional de la Agricultura el fatídico doce de diciembre de mil novecientos sesenta y nueve en Milán, cuando sucedió la explosión de la bomba y él voló por el aire convertido en sangriento confeti.
Su madre, Lucia Ranieri, quien se encontraba en el sexto mes de embarazo, murió ese mismo día con sus gemelos atravesados en el vientre a consecuencia de un infarto, luego de recibir la fatal noticia de lo ocurrido a su esposo. Así fue que, a turnos, sus abuelos paternos y maternos se encargaron de su educación, hasta que todos fallecieron.
Leonardo tenía la vida resuelta, pues ni doscientos años le bastarían para dilapidar su fortuna, y vaya que él se empeñaba. Así que iba por el mundo, de aquí para allá, sin vulgares preocupaciones económicas.
En las primeras vacaciones de la universidad me invitó a conocer su espléndida villa en Volterra y luego en el invierno a pasar Navidad. Regresé a Volterra como huésped de Leonardo muchas otras veces hasta que terminé la universidad y volví a mi casa en Venecia. Él, luego del primer año, había renunciado a los estudios, como ya antes lo había hecho en Roma, Siena y Milán.
Hace varios meses que no sabía nada de Leonardo, pues se había ido a vivir a Positano, donde había alquilado una lujosa casa en los acantilados frente al mar. Así que esa mañana cuando sonó el teléfono y del otro lado escuché esa voz con su “c” aspirada me dio un vuelco el corazón.
Me dijo que estaba de regreso en la Toscana, pero solo de pasada para arreglar algunos asuntos, pues su custodio se había marchado de repente y él se iba a París; esta vez lo intentaría en la Sorbona, así que necesitaba irse de inmediato para establecerse y preparar todos los detalles.
Leonardo sabía que mi corazón se había quedado enmarañado en las colinas toscanas donde un verano me había infatuata de un músico trashumante que una noche oímos tocar con su guitarra flamenca por las calles de Volterra.
Regresamos la noche siguiente al mismo lugar, pero el músico había desaparecido. Leonardo me había dicho tiempo atrás que ese gitano regresaba cada verano con su guitarra bruja, así que cuando me propuso transcurrirlo ahí, a cambio de que me encargara de cuidar a Gertrude, acepté de inmediato.
No solo tendría a mi sola disposición su maravillosa villa en Volterra con todo pagado y la posibilidad de volver a ver al zíngaro, sino que la proposición era más tentadora. “Leonardo Corleone” con voz ronca disparó del otro lado del teléfono: “Ti farò un’offerta che non potrai rifiutare“.
Si aceptaba ser guardiana de su villa y cuidar de su amada Gertrude mientras él encontraba otra persona de confianza, podría usar unos de sus grandes tesoros: la máquina de escribir Olivetti Valentine roja que fue de su padre y que hasta ahora se me había permitido admirar solo detrás de una vitrina cerrada con llave, ubicada en la biblioteca. Más que Corleone, “Leonardo Maquiavelo”. No pude decir que no.
Y de viernes a domingo me encontraba en marcha sobre un tren rumbo a la Toscana. En la maleta llevaba, además de un poco de ropa ligera, mis cómodas sandalias de cuero y mi enorme sombrero estivo. Intercalados entre la ropa, iban también los manuscritos en que entonces trabajaba y el disco que le había comprado años atrás al misterioso guitarrista de Volterra.
Llegué a la estación de trenes de Florencia al atardecer y Leonardo me esperaba en su motocicleta Guzzi, nos fuimos rodando los caminos de las fabulosas colinas toscanas hasta Volterra. Cuando llegamos hicimos un veloz recorrido por la villa, donde el tiempo parecía haberse detenido.
Todo estaba en el exacto y preciso lugar en que mi mente lo había dejado, salvo el terrario de Gertrude que ahora coronaba el piano Fazioli del salón principal. “A Gertrude le encanta la música, como a ti”, me dijo Leonardo en broma irónica. Gertrude era un ejemplar hembra de tortuga mediterránea Testudo hermanni que le había regalado Luca, un joven napolitano, bronceado y escultural, su última conquista de Positano.
Leonardo tenía prisa por irse a París, pero yo sabía que no era por la Sorbona, sino por el galo veinteañero de ojos celestes que recién había conocido. Sabía bien la orientación sexual de Leonardo desde que nos conocimos en Florencia. Y así, luego de esa noche del domingo en que celebramos nuestro reencuentro con una espléndida cena y buen vino de su cava, antes de irse al amanecer me dejó una nota con todas las indicaciones y varios juegos de llaves.
Además de todas aquellas de las cerraduras de la casa, del auto y la moto, me entregaba otras dos llaves: una era de la caja fuerte donde encontraría todo el dinero necesario para cubrir los gastos y la otra, más preciada para mí, la llave que abría la vitrina del librero donde se encontraba la Olivetti Valentine con varios rollos de cinta y perfectamente funcionando.
Me acabé el primer rollo muy rápido y casi sin escribir nada relevante, solo por el placer de deleitarme con el martilleo musical de sus teclas. Cuando regresé a la biblioteca a buscar un repuesto vi en lo alto del librero un libro envuelto en papel negro que llamó mi atención.
Tomé la escalera del estudio y subí por él. Lo desenvolví lentamente y con cautela, llena de curiosidad. Se trataba de Gli anni della Fenice, título con el cual se publicó Fahrenheit 451 de Ray Bradbury en la versión italiana de 1953. El libro olía a viejo y a nuevo a la vez, a tiempo suspendido.
Estaba maravillada con mi hallazgo de esta primera edición en italiano y en éxtasis con la Olivetti Valentine. Tenía a mi cargo una silenciosa tortuga de tierra, muda testigo, y toda Villa Vannini a mi disposición. Y, no me olvidaba, tenía también una remota posibilidad de volver a encontrar al fascinante calé. Aquello era casi el paraíso.
Pasé mi primera semana en Villa Vannini, alejada del mundo y ajena a todo. Por las tardes, cuando las horas se volvían tibias y se respiraba mejor, me servía una Moretti bien fría y salía al jardín armada con la rossa portatile y con la buena compañía de Gertrude.
Más que frente a una máquina de escribir tenía la sensación de encontrarme frente a un piano del que se desprendían espléndidas notas. Ella, libre, se perdía aventurera por el jardín y pasaba temeraria al borde de la piscina. Regresaba horas más tarde a beber el agua fresca de la jícara que le ponía a la sombra, junto a sus trocitos de zanahoria y manzana, que eran sus favoritos.
Al caer la noche yo cenaba bajo la pérgola y solía hacer una larga sobremesa degustando vino, oyendo algún concierto de piano de la colección de discos de Leonardo. Antes de dormir, abanicada por la frescura del aire de noche que se colaba por el balcón de mi habitación, leía algunas páginas de Gli anni della Fenice.
El viernes de la segunda semana, luego de la sobremesa y de instalar a Gertrude cómoda en su terrario y dejarle el diente de león que comía todas las noches, salí por fin a reencontrarme con las calles de Volterra. Mis pasos eran ligeros y tenía la sensación de flotar.
Mis ojos se inundaban de las sombras, de los colores de la noche y, elevando la mirada al cielo, miré la melancólica luna. En ese momento sonaron los primeros acordes de aquella guitarra bruja, que solo podía ser del gitano. Su música inundaban las calles que eran ya ríos de notas flamencas que escurrían por los medievales muros, y mientras más me acercaba a la Piazza dei Pirori más su cauce creía y sentía mi alma empapada, tutta fradicia en aquel incontenible océano de pasión.
Llegué por fin a la plaza y, ecco entonces que, luego de años de feroz anhelo finalmente volví a ver al gitano Manyé que, en trance y con la indomable cabellera al viento, tocaba su incendiaria Improvisation.
Me acerqué lento, casi levitando. Una cálida brisa me acarició las piernas por debajo de mi largo vestido estivo y elevó su amplia falda de seda. Me estremecí. Ahí me quedé durante los casi diez minutos de su improvisación, ardiendo como las cuerdas de su guitarra –entre las que había una varita de incienso– y deteniendo con las manos el vuelo de mi falda para no salir volando. Invisible entre la multitud, presencié toda la exhibición de Manyé.
Al terminar, me senté en uno de los cafés de la plaza para poder observarlo sin ser notada y esperé hasta que recogió sus monedas, guardó su guitarra y tomó camino entre las callejuelas. Errante como es, pensé que mañana no volvería a verlo y quería saber a dónde se dirigía. Tan solo verlo. Y fui tras él.
Seguí sus pasos con cautela. Caminaba lento y armonioso, con la guitarra en la espalda, como alas, ajeno al mundo. Lo vi entrar en el Bar L’Incontro. Fue directo a la barra y ordenó un caffè corretto con grappa. Yo, nerviosa, tratando de no mostrar el rostro, pedí un prosecco.
El gitano bebía pausadamente su café y yo lo miraba de costado. Al dar el último trago posó la taza con fuerza en el plato y se giró rápidamente hacia mí con una mirada penetrante, casi hiriente. Se acomodó el estuche de la guitarra con la mano izquierda, mientras con la derecha se pasaba los dedos entre el cabello.
Yo, al sentirme descubierta, no supe qué hacer y, temblando, evadí el abismo azul de sus ojos. Se dirigió a la puerta y, antes de salir, volvió a mirarme. Bebí de golpe el prosecco e instintivamente salí tras él.
Le perdí el rastro. Afuera quedaba solo la noche. Aceleré el paso y llegué de nuevo a la plaza, ya desierta. No lograba entender cómo había podido desaparecer en pocos segundos. De repente tuve un momento de lucidez y me sentí excitantemente absurda.
¿Qué hacía yo, en medio de la noche, buscando a un músico trashumante con quién nunca había cruzado palabra y qué, además, me acababa de sorprender siguiéndolo? ¡Vaya plan!
Renuncié a la persecución y decidí regresar a la villa. El silencio hacía que el sonido de mis sandalias sobre el empedrado se magnificara, rebotando su eco en los muros. De pronto, mi acompasado andar se vio distorsionado por el ritmo de pies ajenos.
Sin mirar atrás, me detuve unos segundos y, en perfecta sincronía, cesó también el sonido de los otros pasos. Luego reanudé mi caminata, y aquellos pasos de nuevo tras de mí. Y así, dos o tres veces. Entonces paré por última vez, respiré hondo e, instintivamente, eché a correr.
Al entrar en la estrecha calle que me llevaba a Villa Vannini me envolvió un sutil aroma. Se me doblaban las piernas. Al llegar a la esquina de esa callejuela vi una varita de incienso clavada entre las rocas del muro. Me acerqué y la tomé. Entonces oí la voz profunda del gitano que atrás de mí, sin piedad, disparó:
—¿Por qué me seguías, donna? ¿Quién eres?
—¡No te seguía!, bueno, sí te seguía, pero…—fue todo lo que acerté a decir, sujetando nerviosa la varita de incienso.
Al verme tan angustiada noté en su mirada un toque de ternura y, para suavizar la situación, se acercó y rozando mi mano me quitó delicadamente la varita, respiró lento su humo y dijo:
—No me molestó, al contrario… Solo quiero saber: ¿por qué a mí? y ¿quién eres tú?
Tremendamente avergonzada, jugueteando con el vuelo de mi vestido, intenté explicarle el interés que su música había despertado en mí veranos atrás y que ahora que había regresado a la Toscana, al oír su guitarra, no resistí la tentación de seguirlo. Me justifiqué diciendo que, como él, estaba de paso en Volterra y no sabía si regresaría, si lo volvería a ver.
Escuchó mis excusas sin que notara yo ningún gesto de vanidad de su parte. Luego le dije que era huésped de un amigo en Villa Vannini y de súbito me interrumpió, preguntando:
—¿Leonardo? ¿Leonardo Vannini?
—Sí… —respondí titubeando—, ¿lo conoces? —agregué curiosa.
—¡Quién no conoce en Volterra a Leonardo Vannini! —enfatizó con una leve y misteriosa mueca semejante a una sonrisa, para luego confesar sereno— varias veces me ha seguido por el mundo ofreciéndome sus riquezas a cambio de…, tú sabes, ¡Leonardo!
Estaba tan desconcertada al enterarme que Leonardo ci aveva provato con mi gitano sin jamás decirme nada, que no pude hilar las palabras y me quedé varios segundos en el limbo mirando a Manyé con estupor. En ese momento él debió leer en mis ojos la natural sospecha, porque poniendo su rostro muy cerca del mío y clavándome su azul mirada dijo con voz sensual:
—Pero, a mí me gustan las mujeres… y mucho.
Sentí su aliento tibio y se me fue el respiro. Cerré los ojos. Me llevé las manos al pecho, cerca del cuello. Morí sin absolución. Subí al Paraíso y bajé al Infierno. Ahí me quise quedar. Resucité. Todo junto, dos vueltas más y de regreso.
Luego me detuve otra vez de mi falda para anclarme a la tierra. Me sentí evaporar y luego derretirme dulcemente entre las piernas. Estaba húmeda, ardiendo en deseos por el gitano y con miedo y ganas de que él lo notara. Y lo notó.
Lo llevé a Villa Vannini conmigo. Cenamos los manjares de la mesa de Leonardo. Bebimos su vino. Escuchamos su música. Nos bañamos desnudos en su piscina. En su cama de baldaquino hicimos el amor.
—Al amanecer, cuando despiertes, quizá ya no esté aquí, linda —me puso sobre aviso el gitano.
—Cuando despierte, al amanecer, si ya no estás aquí, no te buscaré, mio dolcissimo zingaro —contesté yo.
Antes del amanecer y de la ausencia, volvimos a hacer el amor. Escuché cuando se preparaba para marcharse, pero fingí estar dormida para no faltar a nuestro acuerdo.
Lo sentí acercarse a mi rostro, sus largos cabellos rozaron mis párpados, me tocó las pestañas con su dedo índice, volví a respirar su aliento, me besó en la boca y pronunció muy bajo en su caló:
—Agarabar. Ajilí. Alachar. Aluné. Aocana. Araquear. Aquejerar. Calochin. Bundal. Clichí.
Aquellas palabras desconectadas semejaban una oración. No quise abrir los ojos y apreté los puños con furia. Luego, se fue dejando sobre la mesita de noche unas varitas de incienso.
Hice mi maleta, tomé a Gertrude, mis manuscritos, la Olivetti Valentine, las llaves de la Guzzi y, dejando una nota para Leonardo, salí rumbo a la estación del tren.
Al alejarme de Volterra, viendo las colinas toscanas a través de la ventanilla del tren, finalmente una lágrima rodó hasta mis senos. Me parecía escuchar a lo lejos la guitarra bruja del gitano, a quien aún sentía deliciosamente entre las piernas.
La nota para Leonardo decía así: Gracias a ti, caro, ya tengo otra historia para mis manuscritos. Si quieres volver a ver a Gertrude y que te devuelva tu Olivetti Valentine y las llaves de tu Guzzi, ven por ellas a Venecia y de paso hablamos del gitano, stronzo che non sei altro! Por cierto, tu preciosa cama de baldaquino la haces tú, ¡sabe que la distendí con Manyé!
Sigo esperando la respuesta de “Leonardo Judas”, quien seguro aguarda a que bajen las aguas de mi ira para presentarse. Desde que regresé a La Serenissima, cada noche, antes de dormir, enciendo una varita de incienso y, mirando los canales de la mística Venecia, tenuemente iluminados por las luces de los barcos, pronuncio en éxtasis el conjuro de mi gitano: “Esperar. Azar. Encontrar. Distancia. Ahora. Llamar. Enamorar. Corazón. Puerta. Llave”.
*Publicado originalmente en Premio Ariadna de Cuento 2018. Ed. Ariadna. México, 2018. Col. Premios Ariadna. pp 103-112. p. 190. Se publica con autorización de la autora y de la editorial.
Cristina Guillén. Instagram: ardillita.gg
Rosa María Fajardo González (@RosaMFajardoG) es escritora y periodista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la FCPyS de la UNAM, con equivalencia de grado por la Università degli Studi di Trieste en Italia, Máster en Escritura Creativa en la Università degli Studi Suor Orsola Benincasa de Nápoles y Maestría en Literatura y Creación Literaria en la Casa Lamm. Fue catedrática en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, docente en el Tecnológico de Monterrey y correctora de estilo del suplemento Sábado de Unomásuno. En Italia ha sido diseñadora de cursos de capacitación empresarial, profesora de español, traductora e intérprete. Es coautora de la revista I seminatori di storie (2012) y los libros de cuento Anchora spero di meglio (2013) e Impaziente attesa (2013), publicados en Italia con el grupo literario Trattolibero. Ha colaborado en medios mexicanos como Sábado y la revista Generación, y en Italia en la revista literaria Lìnfera y el suplemento cultural INK del periódico universitario Inchiostro. Actualmente escribe también para Newsweek en Español Guanajuato. Finalista del Premio Ariadna de Cuento 2018.