LIVE

El invisible cártel del Valle

Publicado el 15 de noviembre, 2015
El invisible cártel del Valle

GUADALUPE DISTRITO BRAVO, CHIHUAHUA.— La primera vez que sufrió un atentado, alrededor de las tres de la madrugada de la Navidad de 2008, Martín Huéramo tenía bastante claro que las versiones del gobierno acerca de la violencia que se cernía sobre el valle de Juárez guardaban un contraste rotundo con la realidad que él y muchos otros atestiguaban.

“Desde el primer hecho violento, cuando agentes federales dispararon a dos muchachos inocentes, las autoridades han estado involucradas en todos los hechos de sangre que he conocido”, dice.

Desde entonces, la versión dominante impulsada por el gobierno mexicano habla de una guerra por “la plaza” entre grupos de narcotraficantes. Pero la ola violenta que terminó por expulsar a ocho de cada diez habitantes de Guadalupe es un fenómeno en el que el trasiego de droga tiene poca relevancia, y comienza a levantar sospechas de que todo fue un acto planeado para despoblar la zona en donde el futuro de los energéticos no sólo proyecta grandes obras de ingeniería, sino la construcción de una ciudad entera.

Huéramo, de 48 años, recuerda aquella primera historia sentado frente a un viejo motor home anclado en un lote desértico del poblado de Fabens, Texas. Allí es donde él y cientos de originarios del valle se refugian mientras el gobierno de Estados Unidos define si les otorga asilo político, un privilegio rara vez concedido a mexicanos. Todos ellos están convencidos de que el terror fue provocado por el gobierno para beneficiar a un puñado de grandes capitalistas, y sus historias personales lo avalan.

Los hechos referidos por Huéramo ocurrieron el 4 de marzo del mismo 2008. La tarde de ese día, dos jóvenes que tripulaban un carro sin placas decidieron evadir el retén que la Policía Federal había instalado en un pueblo llamado San Agustín, por miedo a ser despojados del auto. Los agentes fueron en su persecución y, según testigos, abrieron fuego directo contra ellos sin antes haber intentado persuadirlos para detener su marcha.

El joven que iba de copiloto, Héctor Carrillo Soto, de veintiún años, murió desangrado minutos después de recibir el balazo por la espalda, a la altura del corazón. El abuso desmedido de fuerza empleado por los agentes amotinó a decenas de habitantes, quienes terminaron formando barricadas con muebles sustraídos de sus casas para evitar que huyeran a bordo de las patrullas, a las que finalmente prendieron fuego.

Los pobladores recobraron algo de calma horas más tarde, al anunciarse la salida de la Policía Federal. Esa fue, sin embargo, la única ocasión en la que tuvieron un atisbo de justicia.

A los pocos días la región se llenó con cientos de militares enviados en sustitución, como parte del Operativo Conjunto Chihuahua, el nombre que recibió la estrategia contra el narco del expresidente Felipe Calderón. Pero en vez de establecerse la paz, se instaló un sistema de terror que convirtió al valle en la región con más homicidios, secuestros y éxodo del estado.

En diciembre de 2008, Huéramo era uno de seis regidores en el Cabildo de Guadalupe Distrito Bravo.

Junto con Práxedis G. Guerrero, Guadalupe se localiza en el oriente de Ciudad Juárez. Ambos municipios colindan con los condados de El Paso y Hudspeth, Texas. A la sucesión de poblados que existe por ese corredor de 90 kilómetros que bordea el río Bravo —alguna vez avocados a la producción de algodón y forrajes de alta calidad— se le conoce como el Valle de Juárez.

Junto con su familia, Huéramo pasó aquella Nochebuena en casa de su suegra, justo en la cabecera municipal de Guadalupe, el mayor centro poblacional del valle, entonces con cerca de diez mil habitantes. Él vivía en un punto vecino llamado Juárez y Reforma, a unos seis kilómetros de distancia. Dos de sus tres hijos querían dormir en casa, igual que su esposa. Así que tomó una decisión suicida.

“Yo sabía que había un virtual toque de queda ordenado por militares. Lo sabía porque eso nos dijeron en la presidencia, el alcalde”, dice Huéramo sobrecogido con la anécdota a pesar del tiempo. “Cuando tomé la carretera no había ni un alma, estaba totalmente sola. Pero de pronto, casi a la orilla del pueblo, noté que una camioneta encendía las luces y comenzó a seguirnos”.

La carretera que tomó es una vía federal, la única que existe para conectarse con el resto del país, y entre 2008 y 2012, los años de la estrategia federal para combatir al crimen, estuvo bajo resguardo exclusivo de militares. Sin embargo, no había patrullaje a pesar del toque de queda, y los tripulantes de la camioneta alcanzaron el auto de la familia e intentaron sacarlos del asfalto, una y otra vez, hasta que súbitamente dejó de perseguirlos. Huéramo creyó que la amenaza había pasado.

De pronto apareció en escena un segundo vehículo, que salió de la nada, en medio de la oscuridad. Era otra suv que inmediatamente se colocó por la parte trasera del auto familiar y comenzó a empujarlo frenéticamente a través de dos o tres kilómetros, hasta alcanzar los límites de la casa en donde vivían.

“Al llegar a la casa dejaron de empujar el carro y se siguieron de largo, como diez metros. Entonces dieron la vuelta, apagaron las luces, pero dejaron prendido el motor. Yo pensé que al bajar vendrían a dispararme”, cuenta Huéramo. “Le dije a mi familia que no se movieran del carro. Me bajé y entonces se dejaron venir. Quisieron arrollarme, pero alcancé a hacerme a un lado. No me dispararon”.

Los meses siguientes fueron un rosario de mensajes y ataques siniestros, como cabezas decapitadas, mantas con advertencias y llamadas en la que le daban horas para abandonar el pueblo. Antes de huir, Huéramo sufrió el asesinato de dos regidoras con las que trabajó en el Cabildo, y la de dos cuñados y un sobrino. Dice que no puede asegurar que los homicidas fueron militares, pero ofrece un dato perturbador.

“Los cabos que atamos, la información que reunimos, es de que cuando desaparecieron a alguien, cuando asesinaron a alguien, siempre, siempre los militares llegaron antes y esculcaron la casa. En algunos hechos, a los quince minutos llegaban y mataban a las personas. En otros hechos lo hacían a la semana, o a las dos horas. Todo el que se murió allí asesinado siempre tuvo una relación anterior con los militares, que los esculcaron y vieron que estaban desarmados. En el valle de Juárez no hubo enfrentamientos: todos fueron asesinados a sangre fría”.

Eso ocurrió con sus cuñados y el sobrino. Se llamaban Carlos y Martín Perea, este último residente formal de Estados Unidos. El sobrino, de quince años, se llamó César.

Martín conducía una pick up de doble cabina, casi nueva. Iba cotidianamente al valle porque Carlos vivía en un poblado llamado San Isidro. Para llegar ahí atravesaba forzosamente un retén del ejército. Martín se quejaba con su familia porque los soldados mostraban siempre un interés por la camioneta, la cual quisieron decomisarle en más de una ocasión.

El domingo 27 de junio de 2010, una semana después del último altercado con los militares, un grupo en uniforme de campaña color negro y con rostros cubiertos abrió fuego al momento en el que los tres llegaban a la casa de Carlos. Martín recibió cincuenta tiros de fusil. Carlos reclamó a los asesinos y recibió un tiro en la cabeza. César, el menor, corrió aterrorizado rumbo a la casa y fue acribillado por la espalda. La policía nunca quiso investigar a los militares.

Huéramo cruzó la frontera junto con su familia la mañana de otro domingo, el 22 de febrero de 2011. La tarde anterior alguien llamó a su celular para advertirle que si no se marchaba en veinticuatro horas sería el próximo regidor asesinado. La amenaza era real. Los días 16 y 19 habían asesinado a sus dos compañeras. A una le metieron un balazo en la boca mientras atendía su negocio —un pequeño supermercado— y a la otra la acribillaron mientras conducía su automóvil, a pocos minutos de salir de sus oficinas. A las dos, dice Huéramo, el ejército les cateó previamente el negocio y la vivienda.

“Eran la autoridad máxima, ¿qué puedes hacer ante eso? Huir del país porque en ningún otro lugar dentro de México estarás a salvo”, dice.

En Fabens hallaría a una legión entera de refugiados, muchos vecinos y conocidos suyos del valle, y otros tantos de Ciudad Juárez y Villa Ahumada, otro municipio localizado cien kilómetros al sur de la frontera en donde recientemente se descubrió el yacimiento de plata con más potencial del país, y en donde también se tiene previsto instalar el mayor entramado de paneles solares para generar energía eléctrica. Ahumada es otro territorio que estuvo bajo control federal durante cuatro años, hasta 2012.

Ese éxodo causado por el terror es algo que debe analizarse desde otra perspectiva, dice Carlos Spector, el abogado estadounidense que lleva los casos de unas 250 familias en busca de asilo político.

“La conclusión a la que he llegado es el análisis inicial que tuvimos: la mayoría de los casos son crímenes autorizados”, dice mientras abre sus brazos como en una caravana para mostrar decenas de expedientes esparcidos sobre la mesa larga de su despacho, en el centro de El Paso. “Desde el principio había duda de que existía el crimen organizado independiente del Estado. Pero desde la perspectiva gringa, creo que lo que más les conviene es tener a Batman y Robin versus Penguin. A Superman y al malo, al día y a la noche”.

TIERRA ARRASADA

Guadalupe alguna vez fue el centro vibrante de una región agrícola que se sentía orgullosa. A mediados del siglo pasado, la región del valle producía algodón cuya calidad rivalizaba con el egipcio. La prosperidad generada por la exportación produjo nuevos asentamientos, como El Porvenir, el poblado al extremo oriente que se convertiría en el segundo polo de desarrollo humano de la región. A partir de allí fueron consolidándose colonias que luego formarían una decena de poblados, todos ellos dependientes del cultivo.

Al inicio de la década de 1970, esa pujanza sufrió su primer revés. El gobierno federal construyó un gran canal para desfogar las aguas negras generadas en Ciudad Juárez. Ese canal corre paralelo al río Bravo y es utilizado hasta la fecha para regar parcelas cada vez más pequeñas y áridas. El problema es que no sólo arrastró el lodo generado en la ciudad, sino miles de litros cúbicos de desecho tóxico producido por la industria maquiladora, para la cual se había construido realmente aquel desagüe.

La vocación agrícola fue mermando porque el producto insigne, el algodón, perdió calidad y terminaron las ventas en el extranjero. Paulatinamente desaparecieron plantas despepitadoras y dejaron de verse parcelas inmensas en las que miles de pacas eran colocadas como fichas de dominó. Los antiguos campesinos y sus hijos se convirtieron en obreros de maquila, emigraron hacia Estados Unidos o pasaron a formar parte de otra industria naciente, la del tráfico de drogas.

“Lo que ocurrió en el valle es un fenómeno que se ha dado en otras partes del mundo. Se conoce como ‘tierra arrasada’. Se trata del deseo por el control total del territorio que permitió, primero, acabar con la actividad productiva de la zona y luego impulsó el despojo”, dice Víctor Quintana, investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez [UACJ] y activista agrario desde la década de 1970. “Lo que sucedió es una combinación de violencia con intereses capitales para lograr esta tierra arrasada en donde hoy no existe fertilidad ni producción agrícola, y ya casi ni población”.

Durante cuatro años, que iniciaron en la primavera de 2008, el valle fue lo más parecido a una ratonera. La carretera federal 2, que conecta la zona con el resto del país, termina en El Porvenir. Lo que existe más allá es un camino de tierra que conecta con ranchos perdidos en la inmensidad del desierto, sobre grandes yacimientos de gas y petróleo. El ejército estableció sobre esa carretera cuatro puestos de revisión y mantuvo patrullajes por brechas y en el interior de cada pueblo. Al mismo tiempo, una célula compuesta por jóvenes nacidos en el mismo valle desató el terror, asesinando, secuestrando y quemando las viviendas de sus víctimas.

Los pobladores identificaron desde el comienzo a Mauricio Luna Aguilar, el Papacho; Óscar Eduardo Vargas Romo, el Negro; y a los hermanos Leonardo Rubén y Jesús Manuel Morales Rodríguez, apodados el Toga y el Meño, como los principales asesinos de estos años. Los conocían perfectamente porque todos nacieron en Guadalupe o Caseta, el poblado fronterizo con Fabens. Ellos trabajaban junto con otro sujeto llamado Gabino Salas Valenciano, el Ingeniero, originario de Durango.

El Negro y el Papacho fueron aprehendidos a comienzos del año. Salas Valenciano fue asesinado a tiros en un supuesto enfrentamiento con policías de Ciudad Juárez que invadieron ilegalmente el valle, en agosto de 2013. El Toga y el Meño fueron igualmente asesinados por la policía en Sonora, adonde huyeron junto con el Negro.

Se supone que formaban parte del Cártel de Sinaloa, pero ni entonces ni nunca se ha visto a ningún sinaloense en la zona. Lo que sí consta en testimonios brindados a través de los años, es que este grupo operó sin ser perseguido jamás por los militares o la Policía Federal. Incluso, muchos de sus crímenes fueron cometidos a pocos metros de los retenes militares o después de sus patrullajes.

En enero de 2010, Josefina Reyes Salazar fue asesinada a tiros mientras compraba barbacoa en un pequeño establecimiento del valle. Ella y el resto de sus hermanos fueron los principales activistas agrarios de la región. En la década de 1990, por ejemplo, encabezaron la movilización ciudadana que frenó un tiradero tóxico que se pensaba construir en Sierra Blanca, Texas. Y en la década siguiente fueron el motor que suscitó la transformación política de Guadalupe, donde por primera vez se ganó el gobierno al PRI.

Los meses previos, un par de hijos de Josefina fueron detenidos por militares. Uno de ellos, Miguel Ángel Reyes, el Sapo, fue procesado como asesino y traficante. Las autoridades dijeron que era brazo derecho del narcotraficante que hasta entonces reinó en la zona, José Rodolfo Escajeda, el Rikín. Del otro hijo nunca volvió a saberse nada. Fue desaparecido.

Josefina encabezó entonces un movimiento que buscaba arrojar luz sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas por militares y agentes federales. Era parte del movimiento cuando fue asesinada.

Su muerte dio inicio a una ola de atentados y amenazas en contra de otros activistas por los derechos humanos tanto del valle como de Ciudad Juárez. La familia Reyes sufrió, sin embargo, los peores embates. Los meses siguientes desaparecieron y asesinaron a tres de sus hermanos y a una cuñada. Muchos otros miembros en segunda o tercera línea familiar corrieron la misma suerte. Quienes sobrevivieron terminaron huyendo al otro lado de la frontera, en busca de asilo.

“Yo vi desde el principio que fue un golpe del Estado contra los elementos civiles que son capaces de estorbar”, dice sobre ello Spector, el abogado que lleva sus casos en cortes federales. “El crimen principal que no perdona el Estado es cuando haces las conexiones entre el mismo Estado y la criminalidad, que es a lo que yo llamo crimen autorizado”.

Spector es hijo de padre estadounidense y madre mexicana. Sus ancestros fueron alguna vez pobladores de Guadalupe y Villa Ahumada. Por ello estableció lazos con familiares lejanos y tejió redes de amistad que se mantienen hasta hoy. Después del asesinato de Reyes, muchos de esos viejos conocidos comenzaron a buscarlo. Muy pronto el círculo en busca de ayuda se multiplicaría hasta contarse por cientos.

Desde entonces, el abogado atiende a un promedio de entre diez y quince casos diarios. Pero él es sólo uno de los múltiples asesores legales que buscan los mexicanos huyendo del terror. “Mínimamente cada año son de 15 000 a 20 000 personas que piden consulta para ver si califican para un asilo”, estima Spector.

La cantidad de asesorías provocó que el mismo abogado sugiriera a los habitantes del valle, de Villa Ahumada y de Ciudad Juárez que conformaran un grupo. Ese grupo fue llamado Mexicanos en Exilio, que en la actualidad cuenta con alrededor de trescientos miembros, 98 por ciento de los cuales son de Guadalupe. Del grupo, menos de una decena ha conseguido el asilo, el resto está en el limbo. Pero juntos han logrado ayuda psicológica, trabajo y, sobre todo, claridad sobre el origen de su desgracia.

“Para mí el caso emblemático de este país, para entender lo que está pasando, es Guadalupe, el valle”, dice Spector. “Aquí están todas las instituciones [del Estado] coludidas con el crimen. Por eso entendimos bien a las familias de Ayotzinapa, con quienes sostuvimos un encuentro”.

El efecto provocado por la violencia es desolador, y cualquiera que cruce por el valle puede verlo.

EL TONO DE LA DESGRACIA

En el centro de Guadalupe decenas de casas y establecimientos comerciales fueron pintados durante la primavera con tonos efervescentes, como amarillo y naranja, por órdenes del alcalde. Son las edificaciones abandonadas por sus dueños o destruidas por el fuego de los verdugos. Cada finca es un insulto a la mirada, no por lo chillante de sus colores, sino porque en vez de vida ofrecen un testimonio de barbarie e impunidad. Es el rostro de un cadáver maquillado con vulgaridad.

“Cuando el asesinato de Josefina, ella acababa de pasar por un punto de revisión. En el caso de Rubén, una patrulla en binomio andaba por el pueblo y estaba a no más de trescientos metros de donde lo mataron. El incendio de la casa de mi madre fue a cien metros de distancia donde estaba un cuartel improvisado de soldados. En el caso del secuestro de mis hermanos fue también muy cerca de donde se encuentra un punto de revisión, y el hallazgo de los cuerpos fue a un kilómetro de donde se encuentra otro destacamento de soldados”, contó a la prensa en febrero de 2011 Saúl Reyes Salazar, el único sobreviviente varón del clan, mientras protestaba con los féretros de sus hermanos frente a la fiscalía de Chihuahua.

En un poblado que en origen tenía 10 000 habitantes, las autoridades registraron, a partir de 2008, el asesinato de más de trescientas personas. Entre las víctimas se cuentan alcaldes, exalcaldes, jefes y agentes de policía, concejales, empresarios, políticos y activistas como los Reyes. El terror no ha terminado. La zona sigue bajo el yugo, ahora de agentes estatales y nuevos integrantes de una célula criminal que operan con igual impunidad, de acuerdo con el testimonio de los exiliados.

El tráfico de droga, sin embargo, ni se ha detenido ni parece estar en el centro de ese infierno. Más que cruzar droga, los criminales roban ganado, maquinaria agrícola, e impiden con ello el cultivo de la tierra que aún sirve.

“Lo que se busca es sembrar desesperanza”, explica Víctor Quintana, el único investigador de academia que analiza el tema. “Con esto únicamente se da paso a las actividades que buscan las mafias, sean estas legales o ilegales. De cara al fracking que se tiene previsto, lo único que se permite es el establecimiento de prostíbulos, cantinas y una población cautiva para esas empresas”.

Hace años que la zona del valle se visualizó exactamente así, como uno de los puntales de la industria que, se cree, desatarán las reformas que hoy permiten capitales privados en la explotación de los energéticos y el manejo del agua.

Pero no fue sino hasta febrero de 2014 que el Instituto Mexicano del Petróleo hizo pública “la evidencia científica” de la existencia de gas y aceite shale, además de petróleo, en el subsuelo de una franja enorme que comienza en el oriente de Juárez y termina en Tampico, Tamaulipas. Las reservas forman parte de la cuenca Eagle Ford, cuya formación principia en Alabama, se precisó.

El llamado del oro negro reunió a medio centenar de empresarios regionales dentro de un proyecto al que llamaron Energía Chihuahua. Ese grupo planteó en agosto la posibilidad de adquirir un pozo de gas shale en Texas, con la idea de aprender algo sobre los procesos de explotación que eventualmente piensan realizar en el lado mexicano.

La visión a futuro es lo que distingue a grandes empresarios del resto de los mortales. Hace unos quince años, Andrés Barreda, el garante en México del Tribunal Permanente de los Pueblos [TPP], sostuvo un encuentro con activistas del campo en Chihuahua y allí les enteró por vez primera del futuro que aguardaba al valle de Juárez. En síntesis, hizo referencia a los proyectos que se avecinaban a partir de las reservas de gas y petróleo del subsuelo.

“Parece que tenía en sus manos una bola de cristal. Todo lo que dijo aquella vez se cumplió casi al pie de la letra”, dice Martín Solís, el dirigente en Chihuahua de El Barzón, la más importante organización agraria del estado.

TERROR, ÉXODO Y MEGAPROYECTOS

El terror provocó el mayor éxodo en la historia de la zona norte de Chihuahua. El Censo de 2010 estimó que en Ciudad Juárez huyó la cuarta parte de su población, estimada en un millón 400 000 habitantes. Al valle de Juárez no entraron a contabilizar nada porque la región era más insegura que la ciudad, catalogada entonces como la más mortífera del continente. La conclusión de que 90 por ciento de los 10 000 habitantes que había en Guadalupe hasta 2008, es una deducción.

“Si yo tengo los casos de doscientas familias originarias de allí, eso ofrece una idea más o menos clara, porque se trata de unas mil personas”, señala el abogado Carlos Spector.

El presidente de Mexicanos en Exilio, Alfredo Holguín, dice que con ellos entran y salen familias, pero en cuatro años no ha bajado el promedio de trescientas. “No todas están con nosotros, desde luego. Fácilmente deben existir unas 10 000 o 15 000 personas escondidas en alguna parte de Estados Unidos, en espera de que pase la amenaza y puedan regresar. No lo sé. En mi caso, como en el caso de todos en Mexicanos en Exilio, tenemos claro que nuestra vida en nuestro país fue destruida y no podremos volver, aunque queramos”.

Algunos indicadores financieros ofrecen idea de la magnitud del cruce masivo, con o sin documentos de residencia formal. En julio de 2010, el periódico Norte de Ciudad Juárez publicó un dato preciso. Los ejercicios fiscales de 2008 y 2009 en la región que forman los condados de Doña Ana, Otero, El Paso y Hudspeth reportaron ingresos superiores a 1200 millones de dólares por ventas y arrendamientos de vivienda, así como por servicios públicos.

“Se registraron también 200 millones de dólares extra por venta de combustible, 300 millones por venta de autopartes y un aumento del 10 por ciento en la migración neta”, dice la nota, que citó fuentes como la Oficina del Censo, el Índice de Precios al Consumidor y agrupaciones de bienes raíces en la región.

En 2008, cuando estalló la violencia, Héctor Lozoya era representante del gobierno municipal de Ciudad Juárez en Zaragoza, el polo de desarrollo oriental ubicado a las puertas del valle. Como tal, recibió a ejidatarios de los municipios de Guadalupe, Villa Ahumada y Juárez que buscaban su intermediación para recuperar cinco mil hectáreas que, de acuerdo con ellos, fueron robadas por una de las familias más poderosas de la región, los Fuentes.

Los Fuentes acaparan gran parte de la distribución de gas natural desde la frontera con Estados Unidos hasta Centroamérica. Las tierras de las que despojaron a los ejidatarios, precisa Lozoya, coincidentemente son en las que hoy se construyen autopistas que conectarán con el nuevo puente internacional Tornillo-Guadalupe. También se presume que son ricas en agua y están dentro de las cuencas de gas y petróleo.

“La liga con la violencia y los intereses privados se establece con claridad”, dice Lozoya, quien hoy dirige el departamento de Limpia en el municipio de Juárez. Te obligaban a irte para quedarse con tus tierras, tus casas. No es casual que los delincuentes sabían todo de ti, aunque hayan nacido allí o llegaran de fuera. Tenían todo: registros públicos que establecían claramente qué poseía cada persona que fue despojada. ¿Cómo puede sacar un delincuente común todos estos datos? Sólo con ayuda de la autoridad”.

Una parte de esos ejidatarios despojados tuvo como defensor al entonces alcalde de Guadalupe, Jesús Lara Rodríguez. Lara fue asesinado en junio de 2010 cuando llegaba a su casa en Ciudad Juárez, en donde se refugiaba tras abandonar su pueblo. Antes que a él le habían asesinado a sus dos jefes de policía y a las dos regidoras compañeras de Huéramo. Si bien nunca se relacionó su muerte con el despojo de tierra, Lara fue un insistente delator del clima de terror y el vacío de poder federal que se sufría.

La región ha estado subordinada a los dictados de un puñado de empresarios durante medio siglo. Ciudad Juárez creció al amparo de la industria maquiladora, por ejemplo. En 1970, cuando ocurrió el primer boom, contaba con 400 000 habitantes. Para 2005 el Inegi contabilizó poco más de un millón 300 000. Entonces se pensó en construir un par de polos urbanos, dos ciudades transfronterizas, una con Nuevo México y otra con Texas. Ninguna se ha materializado, pero la infraestructura con libramientos carreteros, proyectos para nuevas vías del ferrocarril y los cruces internacionales están en marcha.

La ciudad proyectada con Nuevo México se llama Santa Teresa. Se localiza unos cincuenta kilómetros al poniente de Juárez. En el extremo opuesto, en el valle, el desarrollo será en San Agustín, el sitio en el que mataron los federales al joven copiloto del carro que intentó evadir un punto de revisión, en marzo de 2008.

“Estamos hablando de un proyecto de cuarenta años”, dijo en una entrevista periodística Eduardo Varela Díaz, director de Desarrollo Urbano en Ciudad Juárez. El funcionario hizo tal referencia para ilustrar la red de obras que conectará con el puente internacional Tornillo Guadalupe, próximo a ser inaugurado. Es el entramado para el futuro energético que se visualiza desde hace dos décadas, cuando se buscaron las reformas que apenas logró el presidente Enrique Peña Nieto.

Martín Huéramo vio los planos de varios de esos proyectos cuando fue regidor de Guadalupe. Dice que no tiene más elementos que la experiencia de vida para demostrar que detrás existió una invención de guerra entre cárteles de la droga, aunque que de ello no tiene ninguna duda.

En 1968, Huéramo se salvó de morir acribillado porque era un pequeño de un año de edad. Entonces vivía en el rancho de su abuela paterna, en Chupícuaro, Michoacán. Los soldados llegaron y asesinaron a su abuela con diecinueve balazos. Su padre le contó años más tarde que el asesinato fue porque no quiso vender la tierra.

“Después allí se cultivaba amapola y grifa [marihuana]”, cuenta sentado frente al motor home en San Elizario, donde hoy reside. “Lo que a mí me queda claro es que no he vivido la violencia del 2008 para acá. He vivido la violencia desde que nací. Y ahora nos tuvimos que exiliar, pero no en el mismo país, sino en otra orilla, de este lado de la frontera”.

Compartir en:
Síguenos
© 2025 Newsweek en Español
El invisible cártel del Valle