Me di cuenta hace un par de fines de semana. No porque estuviera particularmente atenta, sino porque por fin bajé el ritmo.
Estaba en casa, sin apuros, abriendo las ventanas para dejar que entrara algo más que el sol, cuando lo escuché: un gallo. Cantando. A las 11:20 de la mañana.
Quiero destacar que en los meses que hace calor es normal escuchar a los gallos del patio vecino tempranito por la mañana, por eso, al día siguiente: Pensé que había calculado mal la hora. Pero, volvió a hacerlo, hasta me causó risa. Mismo canto. Misma hora. Una rutina insólita, como quien se rebela discretamente, sin que nadie lo note.
Y desde entonces lo espero. No como quien espera que lo saluden, sino como quien se topa con un recordatorio tierno de que las cosas no siempre tienen que suceder cuando se supone que deben suceder.
Porque si algo he aprendido es eso: que hay procesos que toman su tiempo, y hay personas que florecen en otros calendarios.
En un mundo que nos premia por llegar rápido, responder pronto, avanzar sin pausa, detenerse se convierte en un acto de resistencia. De dignidad. Y a veces también, de sanación. Pensé en todas las veces que me he juzgado por no avanzar “como debería”. Por no llegar a tiempo. Por no ser la versión brillante que otros esperaban, o que incluso sólo yo creo que otras personas esperan. Pero como escribió Clarissa Pinkola Estés: “Lo que se necesita para domesticar a la mujer salvaje no es controlarla, sino dejar que florezca en su propia estación”. Y no hay estación más perfecta que la que una misma decide habitar.
Durante mucho tiempo, pensé que llegar tarde a ciertos lugares era sinónimo de fallo: no ser lo que se esperaba, no estar donde había que estar, no cumplir con los plazos sociales, familiares, internos. Lo que nadie me dijo —al menos no con palabras— es que hay decisiones que se maduran como frutas tercas. Que a veces no te cambia la vida una gran noticia, sino una voz inesperada en la hora equivocada.
El canto de ese gallo me trajo a la mente los espacios en los que trabajo ahora. Donde lo urgente siempre intenta comerse lo importante. Donde incluso lo que amamos puede doler si no dejamos un espacio para lo que simplemente es.
Y sin embargo, ahí estoy. Como muchas. Intentando escuchar. Hacer lugar. Aguantar las dudas, los cambios, el ruido de los demás y el mío. A veces queriendo correr y otras, sabiendo que es mejor quedarse y observar.
El gallo que no canta al amanecer.
No cumple su parte del guión.
Y aun así, canta.
Y su canto no es menos válido, no es menos gallo.
Tal vez eso somos también algunas personas: versiones aplazadas, pero no erradas. Ritmos otros. Caminos que no encajan en los mapas, pero que igual llegan. Si, eso, somos camino.
Y no es que una deje de sentir que va tarde. Es que un día, sin querer, te detienes a escuchar… y entiendes que hay belleza incluso en no llegar a tiempo.