Hace poco, una muy querida amiga me contaba, haciendo el recuento de su año cómo se había terminado su relación. No fue una pelea épica ni una infidelidad dolorosa; fue, según él, algo “natural”. Una conversación que inició con: “Es que últimamente siento que esto no me suma tanto como antes*. Lo dijo con la misma voz con la que uno decide cambiar de proveedor de internet. Casi técnico. Y lo que más le dolió a ella no fue la ruptura en sí, sino la sensación de que su lugar en la vida de alguien era tan fácil de desocupar. Como si no hubiera dejado una huella; como si nunca hubiera estado.
Mientras la consolaba, pensaba en cuántas historias similares había escuchado e incluso vivido últimamente. No sólo con mis amistades, sino también en los relatos de conocidos, en redes sociales, en el murmullo colectivo.
Relaciones que se disuelven como arena entre los dedos, porque “ya no funciona igual”, “se perdió la chispa”, “no soy feliz del todo”, “Estoy en un proceso”. La mayoría de las veces, estos finales no vienen acompañados de grandes crisis; sólo del convencimiento de que si algo no es perfecto, es mejor dejarlo y buscar otra cosa.
Quizá sea un síntoma de esta época. Nos acostumbramos a que todo sea reemplazable: los dispositivos, los trabajos, las series, los planes… Y las personas. Hay algo en la modernidad que nos dice que no debemos conformarnos, que siempre podemos “encontrar algo mejor”. Y así vamos por la vida, deslizando pantallas, pasando de un chat a otro, de una relación a otra, siempre con esa pequeña seguridad de que si alguien nos decepciona, habrá otra opción a la vuelta de la esquina.
Me atrevo a llamarle “la cultura del descarte”. Y no hablo solo de relaciones románticas: lo mismo pasa en las amistades, en las familias e incluso en las conexiones laborales. Es la idea de que siempre podemos reemplazar lo que ya no nos “sirve”, como si las personas fueran productos defectuosos o versiones obsoletas de algo mejor. Tal vez por eso nos cuesta tanto dar segundas oportunidades, perdonar o simplemente quedarnos a arreglar lo que se ha roto. A veces, incluso antes de que algo se rompa del todo, ya estamos pensando en el plan B.
Hace unos meses, entrevisté a una pareja que llevaba casada casi cuarenta años. Les pregunté cuál era el secreto para durar tanto tiempo juntos y ella, una señora de sonrisa tranquila, me dijo:
—Es que nosotros venimos de otra época. Cuando algo se rompía, intentábamos arreglarlo. No lo tirábamos.
Esas palabras me dejaron pensando durante días. ¿Y si la clave no es buscar algo mejor, sino valorar lo que ya tenemos? Claro, hay relaciones que no deben continuar; a veces, el amor realmente se acaba, también hay situaciones insostenibles, y como dicen quienes se dedican a la abogacía, ante lo imposible, nadie está obligado. Pero también es cierto que, en muchos casos, nos hemos vuelto demasiado rápidos para soltar, para desistir, como si el amor fuera un recurso ilimitado o una mercancía que puede ser reemplazada con facilidad.
Una conocida, después de varios intentos fallidos en aplicaciones de citas, me lo dijo con amargura: “Al final, creo que para la mayoría delas personas con las que me involucro yo soy solo una opción más en una lista”. La entendí. ¿Cómo no hacerlo? Si hoy te gusta alguien, lo agregas, lo “sigues”, le das “like”. Y si mañana te aburres, lo dejas de seguir, lo bloqueas o lo archivas. Como si las personas fueran archivos digitales. En este contexto, sentirte “irreemplazable” se vuelve casi un milagro.
Hace tiempo leí que una generación que creció viendo a sus padres aferrarse a matrimonios infelices, hoy prefiere cortar por lo sano antes que vivir algo parecido. Lo entiendo. Pero también pienso en el otro extremo: en el miedo al esfuerzo, a la incomodidad, a las conversaciones difíciles.
Queremos amor sin grietas, vínculos sin fricción. Pero lo cierto es que ninguna relación real puede ser impecable. Lo perfecto no existe, y si no estamos dispuestos a quedarnos cuando las cosas se ponen complicadas, nunca sabremos lo que realmente significa construir algo duradero.
Volví a ver a mi amiga semanas después. Seguía triste, pero más en paz. Me confesó que ahora entendía algo importante: “El problema no soy yo. El problema es que hoy todos tenemos miedo a quedarnos cuando algo ya no es tan fácil como al principio”. Y tenía razón. Vivimos en tiempos donde es más sencillo reemplazar que reparar, soltar que quedarse. Pero quizá sea hora de recordar que lo valioso no siempre es lo que llega con facilidad, sino lo que elegimos cuidar y sostener.
Al final, el amor no debería medirse por su capacidad de “sumar” o “funcionar perfectamente”. No somos cuentas de resultados ni piezas que se ajustan al milímetro. Somos personas. Únicas, imperfectas, y, sobre todo, irremplazables. Pero para ver eso en los demás, primero debemos atrevernos a verlo en nosotros mismos.