Un coctel de hacinamiento, falta de agua potable y servicios médicos casi inexistentes ha convertido las cárceles de Nicaragua en incubadoras de coronavirus. Personas que languidecen detrás de sus paredes derruidas, castigadas por expresar sus ideas, denuncian síntomas, mientras que el gobierno de Daniel Ortega aprueba excarcelaciones selectivas y minimiza las dimensiones de la pandemia.
“SE LOS LLEVARON A LOS CHAVALOS”.
El mensaje que iluminó la pantalla del teléfono móvil de Annabeth* confirmó sus más profundos temores.
La policía de Nicaragua había detenido a Jhon, su compañero, y a dos de sus amigos cerca de la Universidad donde estudiaban en Managua, la capital del país. El calendario marcaba el 28 de febrero de 2020. Pocos días más tarde, el joven estudiante de ingeniería fue llevado frente a un juez y acusado de tráfico de drogas.
Su abogado dice que el proceso estuvo contaminado de irregularidades, incluyendo la relación con las pruebas que la defensa intentó incorporar y que no fueron consideradas. Jhon fue sentenciado a 12 años de prisión, pena que actualmente cumple en una de las principales cárceles del país.
Desde hacía tiempo Jhon estaba en la mira del gobierno de Daniel Ortega. Junto a miles de otros estudiantes, había participado activamente en las protestas masivas que se iniciaron en 2018, en las que al menos 328 personas murieron (la mayor parte a manos de agentes del Estado y de miembros de grupos armados afines al gobierno), miles resultaron heridas y cientos detenidas arbitrariamente.
Y luego llegó el coronavirus.
Mientras el gobierno de Daniel Ortega minimiza el impacto de la pandemia, personas privadas de su libertad en cada rincón del país denuncian hacinamiento, falta de agua y cuidados médicos, presos con síntomas y hasta víctimas fatales. Para quienes han sido detenidas por motivos políticos, la situación es aún peor, con mayores castigos y trato discriminatorio. Sus familiares dicen que el virus representa una segunda condena y temen por su futuro.
INCUBADORAS DE VIRUS
El complejo carcelario Jorge Navarro, conocido como “La Modelo”, la prisión más grande y una de las más antiguas de Nicaragua, es uno de los destinos principales para personas detenidas y castigadas por denunciar violaciones a los derechos humanos en el país. Fue construida a finales de la década de 1950, a unos 20 kilómetros de Managua.
En 2014, el gobierno inauguró un edificio anexo, comúnmente llamado “La 300”, con celdas de máxima seguridad. En su momento, las autoridades aseguraron que este sector estaría reservado para presos particularmente peligrosos. En la práctica, también es utilizado como zona de castigo para quienes alzan su voz o son considerados opositores al gobierno. Personal que trabajaba en la prisión afirma que en algunas áreas la falta de cámaras de vigilancia facilita la tortura y los malos tratos a presos.
“La Modelo” tiene una capacidad total para 2,400 personas, pero en 2013 ya albergaba casi el doble, unas 4,600, de acuerdo con un informe del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH). Desde entonces, según el CENIDH, el gobierno ya no publica datos, y desde 2010 ya no permite que esta organización visite las instalaciones penitenciarias. Expertos locales y abogados que trabajan con personas detenidas dicen que la situación ha empeorado en años recientes.
Nicaragua tiene uno de los peores índices de hacinamiento carcelario de América Latina, según un análisis de World Prison Brief. Las condiciones de detención también están entre las peores de la región.
Jhon Christopher Cerna Zúñiga está viviendo el desarrollo de la pandemia de COVID-19 como quien observa un tsunami desde la primera fila.
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Comparte una celda rectangular de cinco metros por cinco metros con otras 22 personas. Dice que para dormir acomodan unas pocas colchonetas en el piso e improvisan hamacas con las sábanas. El lugar no alcanza para todos.
En ese espacio duermen, comen y viven cada hora de cada día —todas, menos los 60 minutos que tienen permitido salir a un patio a tomar aire cada dos semanas.
La prisión les brinda dos raciones pequeñas de alimentos por día, que los que tienen recursos complementan con lo que sus seres queridos les facilitan en las dos visitas familiares y dos conyugales que tienen permitidas por mes, o los paquetes que les dejan en las semanas intermedias. En la práctica, muchas de las familias no tienen suficientes recursos para pagar los viajes.
El agua disponible es la que entra en un balde que tiene cada uno para lavar, cocinar y beber. La cárcel no tiene agua potable, pero Jhon ya aprendió a purificarla con cloro.
“Los domingos los ponen a lavar las celdas, usando esa misma agua”, explica Annabeth, quien lo visita regularmente. “La celda es muy sucia, tiene muchos insectos. El dengue es un peligro constante al que están muy expuestos”.
Cuando Jhon fue arrestado, a finales de febrero, casi nadie hablaba del COVID-19, ni siquiera fuera de Nicaragua. De lo que sí se hablaba desde hacía tiempo era del hostigamiento y persecución que sufrían los líderes estudiantiles y activistas que habían participado en las protestas de abril del 2018 —las que habían puesto a Nicaragua en la tapa de los diarios de todo el mundo.
Por eso, cuando un juez acusó a Jhon de tráfico de drogas, algo sonó extraño. La Fiscalía dijo en la acusación que los dos policías que lo arrestaron encontraron casi 1,300 gramos de marihuana y 44 de cocaína en su mochila y pidieron 15 años de cárcel. Finalmente fue condenado a 12 años de prisión y a una multa.
Su abogado, Elton Ortega Zúñiga, quien desde hace años representa a activistas sociales perseguidos, afirma que el cargo es típico de una estrategia contra quienes se oponen a las políticas del gobierno.
“En 2018, la mayoría de los presos por motivos políticos eran acusados de delitos complejos como crimen organizado y terrorismo, y eran recluidos todos juntos en las mismas galerías”, dice.
“Pero el gobierno, como el virus, ha mutado. Ahora acusan a opositores de crímenes comunes, como el robo con intimidación y tenencia y tráfico de drogas. Las autoridades los encarcelan separados entre sí y junto a los presos comunes para dificultar que se organicen”.
AMOR CONTRA EL COVID-19
A Daniel Ortega, quien tomó posesión como presidente de Nicaragua más recientemente en 2017, le gusta nadar contra la corriente. La lucha contra la pandemia del COVID-19 no es la excepción.
Mientras que en marzo la Organización Mundial de la Salud recomendaba entre sus medidas de protección contra el virus las campañas de información pública y el distanciamiento social, el gobierno promovía encuentros masivos, una acción que negaba que el virus estuviera diseminándose en el país.
Las escuelas permanecieron abiertas, se promovieron y alentaron los eventos deportivos y las reuniones públicas, incluyendo una caminata masiva llamada “Amor en tiempos de COVID-19”.
Cuando el gobierno publicó su estrategia contra la pandemia en mayo, los críticos dijeron que el registro oficial de casos no representaba la realidad.
Mientras Daniel Ortega reportó que al 21 de julio se habían documentado 91 muertes causadas por COVID-19 y 2,182 casos de contagio, el Observatorio Ciudadano, un espacio independiente que recolecta reportes de profesionales de la salud de todo el país, habla, en su informe semanal hasta el 15 de julio, de más de 8,500 casos sospechosos y 2,397 muertes.
Para la Organización Panamericana de la Salud la información oficial es insuficiente para hacer una evaluación adecuada de la situación y ha pedido una visita al país para documentar la incidencia del virus.
DOS TIPOS DE PRESOS
Mientras Ortega intentaba minimizar el impacto de la pandemia, profesionales de la salud alrededor del país hablaron del aumento de muertes por “causas respiratorias” de personas que no eran sometidas a pruebas de COVID-19, y surgieron los reportes de funerales a escondidas. Las autoridades despidieron a personal de salud que denunció y exigió tomar medidas más serias para hacer frente a la pandemia.
Las cárceles, con el hacinamiento imposibilitando cualquier medida de distanciamiento social y la falta de otras medidas de higiene, se convirtieron en potenciales incubadoras del virus.
Entre abril y mayo, el gobierno de Nicaragua ordenó la excarcelación de 4,515 personas, incluidas personas adultas mayores y aquellas con enfermedades crónicas. A estos se sumó la liberación de 1,605 personas de nueve cárceles a mediados de julio.
Pero Jhon, que sufre una enfermedad pulmonar, epilepsia y una luxación de hombro causada por los malos tratos que recibió durante una manifestación, y que nunca fue tratada, no fue uno de ellos.
Tampoco entraron en la lista las más de 80 personas que actualmente están tras las rejas por ejercer sus derechos. No fue hasta el 14 y 15 de julio que las autoridades anunciaron la excarcelación de cuatro de ellas, según reportaron medios y organizaciones locales, aunque no se dieron mayores explicaciones.
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“En Nicaragua hay dos tipos de presos: los presos por motivos políticos y los presos comunes. El gobierno hace política con las personas encarceladas,” dice el abogado Ortega Zúñiga.
Los familiares de activistas presos dicen que reciben un trato diferenciado cuando acuden a las visitas, que tienen que esperar por horas, que a veces sus seres queridos no reciben los medicamentos y materiales de desinfección que les envían, y que en ocasiones los guardias les toman fotos y no les dan privacidad para hablar durante las vistas.
Dentro de las paredes de “La Modelo”, la tos y los quejidos se han convertido en señales de algo aterrador.
A partir de finales de marzo, los rumores de presos con síntomas consistentes con el coronavirus se viralizaron dentro y fuera de las paredes de la cárcel. Fiebre, tos, dolor de cuerpo. Presos que eran llevados a otras celdas. Personas que eran “trasladadas” y nunca regresaban. Los abogados dicen que muchos denuncian síntomas.
“Tal vez se murió”, Jhon le dijo a su abogado cuando le contó que los guardias se habían llevado a un hombre mayor que estaba detenido en una celda a su lado y nunca había regresado. El hombre que le cortaba el cabello.
Los exámenes de COVID-19 no existen dentro de las cárceles, según le dijo Jhon a Annabeth en una las visitas. Ni siquiera para los que muestran síntomas, como él, que todavía siente las consecuencias de una crisis respiratoria que tuvo en abril y para la que dice que no recibió tratamiento.
“En cada visita hay más preocupación”, dice Annabeth. “Me preocupa que se enferme y que no me lo digan, el tema de la higiene, el poco espacio, la ración de comida y la falta de atención médica que no ha tenido, aunque la hemos solicitado”.
Alexandra Salazar, miembro de la Unidad de Defensa Jurídica, explica que la pandemia ha exacerbado los problemas que el sistema carcelario de Nicaragua venía sufriendo desde hace años, particularmente en cuanto a los cuidados médicos a los que tienen acceso los presos.
“Si se quejan, les dicen que sus padecimientos son psicológicos. La explicación del sistema penitenciario es que esto (el COVID-19) es una gripe común”, dice.
Sin cuidados médicos, la única alternativa que tienen los presos es cuidarse entre ellos, con medicinas que logran conseguir a través de sus familiares.
Un familiar de Jhon que habló en condición de anonimato por miedo a represalias, explicó que apenas tiene sueldo para comprar algunas medicinas básicas que él comparte con otros privados de la libertad. Dice que cuando se visibilizan los reclamos de los presos, los guardias limitan los productos que les dejan entrar.
A OTROS LES VA PEOR
Para algunas personas en prisión la situación es aun peor.
Kevin Solís fue arrestado el 6 de febrero, después de una manifestación cerca de la Universidad Centroamericana, en Managua, donde estudiaba, por personas vestidas de civil.
Una semana después fue trasladado a la cárcel “La Modelo”. Al poco tiempo, y tras un juicio que, según su abogada, estuvo plagado de irregularidades, fue condenado a cuatro años y medio de cárcel, acusado de haber robado unas 600 córdobas (17 dólares) a un hombre que caminaba cerca de la universidad.
Su abogada Aura Alarcón dice que su caso responde al mismo patrón que el de Jhon: silenciar activistas imputándoles delitos comunes.
Kevin era una de las caras visibles de las protestas estudiantiles que iniciaron en 2018. En septiembre de ese año lo arrestaron durante una de las manifestaciones y lo excarcelaron en abril de 2019.
Alarcón dice que en el juicio más reciente no le permitieron presentar una prueba de video que, afirma, demostraba que Kevin era inocente. El joven denunció que, durante su detención, fue víctima de numerosos malos tratos durante sesiones de interrogación, incluyendo golpizas e insultos.
“A Kevin se le criminaliza por ser un líder estudiantil. A todos les están imputando delitos comunes, graves, que los dejen sin credibilidad y para los que no haya la posibilidad de conseguir beneficios para salir,” explica Alarcón.
Dos meses después de ser ingresado en La Modelo, Kevin fue trasladado a una celda de castigo de tres metros por dos metros en “La 300”. Todavía permanece allí. Nadie brindó una explicación clara de las razones de este cambio.
Las denuncias de guardias y presos con síntomas, aun en la zona de máxima seguridad, desvelan a Alarcón, quien dice que, a pesar del maltrato que Kevin ha sufrido, desde febrero no recibe ningún tipo de atención médica.
“Solo logré verle la cara a través de un vidrio”, dice de la última vez que lo visitó, a fin de junio. “Se puso a llorar, diciendo que ya no aguantaba estar ahí, que estaba enloqueciendo. Me dijo que lo interrogaban, me señalaba que había una cámara que nos estaba grabando. Me decía que lo torturaban psicológicamente y que lo golpeaban”.
En un esfuerzo por aumentar los cuidados médicos de quienes están en las cárceles, los familiares de los presos ya saben qué preguntas hacerles a sus seres queridos durante las visitas. Con esa información, consultan a personal de salud sobre el tipo de medicinas que pueden acercarles y las medidas de cuidado: distanciamiento, lavado de manos, limpieza.
NO HAY NI AGUA
Muchas son imposibles de poner en práctica. La cárcel “La Modelo” no tiene agua limpia, los presos que no tienen acceso a familiares beben el agua disponible.
Una persona necesita consumir aproximadamente dos litros de agua por día, aunque necesita acceso a al menos siete litros para cocinar y tareas de higiene, según la Organización Mundial de la Salud. El consumo de agua no potabilizada, así como la falta de tratamiento ante síntomas de coronavirus, pueden causar problemas de salud a corto y a largo plazo.
“Cuando no sabes la temperatura que tiene una persona y no se la trata, fisiológicamente puede derivar en consecuencias directas”, explica el doctor Freddy Blandón, quien trabajó como director de Servicios Médicos de Máxima seguridad de “La 300” en 2017 y ahora es parte de una organización de la sociedad civil que apoya a las víctimas de la represión estatal.
“Puede provocar una meningitis y problemas en áreas cerebrales. La pérdida del gusto y del olfato, que se generan por la inflamación de la membrana de la mucosa nasal, se revierte con el uso de corticoides y antihistamínicos, pero si no los tienes, entonces puede persistir en la línea de tiempo y generar alteraciones permanentes”.
Erika Guevara-Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional, dice que el gobierno de Daniel Ortega está jugando con las vidas de las personas privadas de libertad.
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“Nicaragua está enfrentando una disyuntiva de vida o muerte. Estamos hablando no solo de la libertad, sino de la vida de decenas de personas que fueron puestas tras las rejas para silenciarlas. La pregunta es: ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Daniel Ortega para mantenerles en silencio?”
Los abogados de las personas privadas de libertad están haciendo una serie de llamados a las autoridades, incluyendo que se implementen medidas sustitutivas para garantizar la seguridad de quienes están en detención. Organizaciones de derechos humanos, incluyendo Amnistía Internacional, han llamado a la libertad de todas las personas que han sido detenidas solamente por ejercer sus derechos.
“Estamos pidiendo, aunque sea una prisión domiciliaria, al menos por el periodo de más riesgo del virus, pero es muy difícil que lo den”, dice Ortega Zúñiga sobre el caso de Jhon. “Si a los que estamos en libertad no quieren ponernos en cuarentena como medida preventiva, menos a los que están presos. Sería admitir que el coronavirus es más que un enemigo político en Nicaragua”.
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*Su nombre fue cambiado por razones de seguridad.
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Astrid Valencia es investigadora para Centroamérica de Amnistía Internacional. Josefina Salomón es periodista independiente.
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Amnistía Internacional es un movimiento global de más de 7 millones de personas que realiza labores de investigación, campañas e incidencia para la promoción y defensa de los derechos humanos en más de 160 países, independiente de cualquier gobierno, ideología política, interés económico y religión.