Mitch McConnell tiene motivos para sentirse inquieto. Y lo mismo aplica a Donald Trump.
A fin de condenar al mandatario por un delito procesable, los demócratas necesitan el voto de dos terceras partes del Senado. Es decir, al menos 20 senadores republicanos (GOP) tendrían que romper filas con el partido (aunque tal vez hagan falta 22, debido a las deserciones demócratas anticipadas, como la de los senadores Joe Manchin por Virginia y Doug Jones, por Alabama). La cifra se antoja inalcanzable, y no hay duda de que la lucha por los 67 votos será cuesta arriba. Con todo, tanto el líder de mayoría senatorial como la Casa Blanca temen que, si más de un par de senadores republicanos declaran su intención de votar contra el presidente, hordas de senadores del mismo partido se pronunciarán a favor del impeachment o juicio político, que esta vez contempla la destitución.
Es bien sabido que algunos senadores no soportan a Trump. Apenas en septiembre, Jeff Flake —ex senador por Arizona y célebre “nunca trumpista”— declaró que, si el voto fuera privado, hasta 35 senadores aprobarían la expulsión del presidente. En ese grupo destaca el senador Mitt Romney (Utah), a quien Trump ha insultado en varias ocasiones, pese a que, durante la transición, el entonces presidente electo le ofreció la secretaría de Estado. Romney ha descrito las recientes interacciones de Trump con su homólogo ucraniano como “espantosas”. Por su parte, el mandatario estadounidense ha tuiteado que Romney es un “patán pretencioso”. Y aun cuando el senador asegura que no está prejuiciado y que aguardará a conocer todos los hechos, los cuentavotos de Trump ya han descontado el apoyo de Romney.
La Casa Blanca —y McConnell— tiene puesta la mira en dos senadoras específicas: Susan Collins (Maine) y Lisa Murkowski (Alaska), ambas hostiles al presidente. En 2017, Murkowski votó contra el proyecto de ley para derogar el Obamacare, ayudando a salvar el programa y propinando una bofetada al mandatario. Collins —quien enfrentará una cerrada competencia reelectoral el próximo año— no ha parado en mientes para criticar a Trump. Por ejemplo, declaró que “cometió un grave error” al pedir a los chinos que investigaran los negocios de Hunter Biden en ese país, y exigió que el millonario se retractara de un tuit en el que comparó la investigación de impeachment del Congreso con un “linchamiento”.
McConnell teme perder esos votos. De hecho, en su papel como “sherpa” de Trump (el guía sesudo que sabe, mejor que nadie, cómo contar los votos GOP), pidió al presidente que llamara a Murkowski y le prometiera colaborar con ella en una ambiciosa ley energética que la senadora alaskeña ha impulsado desde hace tres años. Asimismo, se cuenta que el líder del Senado ha sugerido al presidente que se abstenga de lanzar insultos pueriles contra Romney, ya que otros senadores los consideraban de mal gusto.
“[McConnell] ha asegurado que puede mantener la unidad del partido, pero el presidente tiene que hacer su parte”, comenta una fuente senatorial allegada a McConnell. “[Trump] no puede exigir lealtad sin dar algo a cambio. Las cosas no funcionan así”.
El partidismo ciego que, hasta ahora, ha mantenido a los republicanos alineados con Trump podría volverse contra el mandatario y McConnell. Larry Sabato, politólogo de la Universidad de Virginia, apunta que “el efecto de la nacionalización de la política —el sentir popular por el presidente— se extiende a todo el partido”. En 2016, todos los estados que celebraron competencias senatoriales favorecieron a los senadores y al presidente republicanos: primera vez que esto sucede desde 1912, cuando se celebró la primera votación popular para el Senado. Y, como señala Sabato, desde la perspectiva de los senadores, “el impeachment es el máximo evento nacionalizador”.
EL HILO DE LA MADEJA
Para entender las implicaciones, consideremos a los senadores republicanos que buscan reelegirse en estados púrpura (indecisos): Cory Gardner (Colorado), Martha McSally (Arizona) y Joni Ernst (Iowa), todos electos por primera ven en 2014. Las competencias de Gardner y McSally enfrentan retos de 50/50; pero Trump ha perdido Colorado y a duras penas sobrevive en Arizona. De ser válida la teoría de nacionalización, ambos senadores corren un gran riesgo si exculpan a un presidente cada vez más impopular.
En estos momentos, la senadora Ernst lleva una ligera ventaja en Iowa, pero la carrera será muy difícil, ya que la guerra comercial de Trump contra China ha dañado el sector agrícola de su estado. Por otra parte, sus allegados afirman que Ernst se ha quejado de la procacidad del presidente: sus sobornos para silenciar a una estrella porno, el video de la “charla de vestidor” de Billy Bush. Si bien la senadora se ha manifestado públicamente a favor del mandatario, en privado dista mucho de ser su admiradora.
Si Ernst desertara, otros seguirían su ejemplo, incluso los que hoy dicen todo lo que quiere escuchar la Casa Blanca. Tom Tillis (Carolina del Norte) se encuentra en otra carrera empatada, y aunque Trump ganó el estado en 2016, nada garantiza que tenga asegurado el voto del año entrante.
Tal es el escenario que aterroriza a la presidencia, y con justificada razón. A estas alturas, el riesgo no es que suficientes senadores republicanos apoyen su destitución (al menos, repito, a juzgar por lo que se sabe del asunto de Ucrania). El peligro real es que, incluso si lo absuelven, Trump termine debilitado ante los votantes del partido y arrastre consigo a todos los candidatos republicanos.
El juicio en el Senado será abierto y razonablemente justo. Y no creará la impresión de que Trump se ha sometido a los legisladores. El proceso estará a cargo de John Roberts, presidente del de la Corte Suprema, y el equipo de defensa del mandatario podrá interrogar a los testigos hostiles y presentar sus propios testimonios. No obstante, si varios senadores republicanos votan por la destitución, el mandatario estaría perdido. “No solo lucirá debilitado. Se habrá debilitado”, asevera una fuente próxima a McConnell. “Tendrá problemas si Joni Ernst y Martha McSally —ambas militares veteranas— votan en su contra”.
Otros legisladores republicanos ya empiezan a hacer cálculos propios, impulsados por la ambivalencia que Trump provoca en muchos republicanos de ambas cámaras (quienes, casi siempre, se manifiestan en privado). A diferencia del presidente, los políticos GOP están habituados a seguir las reglas convencionales, por lo que la ignorancia de Trump, la manera como traicionó a los kurdos en Siria, y (según la expresión de un importante asistente del Senado) el esfuerzo “desquiciado” para forzar al presidente ucraniano a investigar a los Biden, solo han agravado la incomodidad que sienten los republicanos.
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Otro aspecto a considerar es la ideología. La gran mayoría de los republicanos —tanto congresistas como senadores— apoyan las añejas políticas republicanas sobre libre comercio y cautela fiscal. En 2010, el Tea Party conquistó 138 escaños en la cámara baja, lo que fue interpretado como una protesta contra lo que entonces se consideraba el gasto desmedido de Washington. Pero, en la era Trump, el comercio libre ha muerto y nadie habla de gastos. Los republicanos del Capitolio se sienten “forzados” a apoyar a Trump, asegura el representante Justin Amash (por Michigan), quien este verano anunció su retiro del GOP.
Otro congresista republicano —al abrigo del anonimato— afirma que gran parte del partido ha sido “lobotomizada”, y agrega: “Muchas personas comparten mi opinión, pero no están dispuestas a reconocerlo públicamente”.
La razón es simple: los políticos son expertos en interpretar encuestas. Y aunque las encuestas recientes revelan que una ligera mayoría estadounidense considera que Trump debe ser depuesto, el millonario sigue gozando del sólido apoyo de sus votantes republicanos. En una encuesta reciente, Fox News halló que 51 por ciento de los respondedores favorece la destitución, mientras que apenas 16 por ciento de los republicanos aprueba el impeachment. De hecho, la aprobación general de Trump entre los republicanos es de 86 por ciento.
EL PARTIDO DEL PRESIDENTE
El partido de Trump es brutal con los apóstatas. Solo pregunte a Francis Rooney, representante republicano por Naples, Florida. Durante una entrevista televisiva que ofreció el mes pasado, Rooney tuvo la ocurrencia de comparar el escándalo de Ucrania con Watergate. “Cuando pasó lo de Watergate, todos decían: ‘Ah, es una cacería de brujas para atrapar a Nixon’. Pero resulta que no fue una persecución, sino un proceso completamente adecuado”.
Atizadas por la ira de la Casa Blanca, las represalias de su distrito no se hicieron esperar. Varios electores llamaron a su oficina exigiendo que dimitiera si no estaba dispuesto a apoyar al presidente. Aquella reacción asombró a Rooney; tanto, que al día siguiente aceptó la petición y anunció que no buscaría la reelección en 2020. Más que cualquier otra cosa, aquel episodio puso en evidencia que “esto ya no es el Partido Republicano”, advierte Sabato. “Es el Partido de Trump”.
Según cuatro fuentes del Capitolio y la Casa Blanca, McConnell ha hablado “numerosas veces” con el presidente acerca del juicio político, y varios allegados del líder senatorial dicen que McConnell concuerda con la impresión general sobre el inminente impeachment: los fundadores de la nación dificultaron mucho el proceso para deponer a un presidente. Con base en los hechos conocidos del asunto ucraniano —la presunta decisión de Trump de retener la ayuda militar a condición de que Ucrania investigara a su rival político, Joe Biden y su hijo, Hunter—, McConnell cree que hay pocas posibilidades de que el Senado condene al mandatario; sobre todo, si la cámara de presentantes vota siguiendo una línea partidista, como se espera.
Según fuentes de la Casa Blanca, McConnell se ha entrevistado en privado con Trump. También se dice que desdeña la idea de que los demócratas pretendan acusar a la presidencia de entorpecer la investigación del asunto de Ucrania.
Al preguntar si Trump perderá el juicio, los asistentes del Senado republicano responden con una advertencia convencional: “Si ya sabemos todo lo que hay que saber [sobre Ucrania] y no surge algo nuevo, será exonerado”, afirma un asistente del Comité Judicial de Senado. Para los legisladores del GOP, lo importante es que la ayuda militar llegó a Ucrania, y que el gobierno de Kiev nunca investigó a los Biden. De modo que las presuntas acciones de Trump no tuvieron consecuencias, y el argumento de que son “un delito de impeachment” resulta risible, según la expresión de Lindsey Graham, senador republicano por Carolina del Sur.
Aun así, la misma fuente reconoce que, con Trump, “nunca se sabe”. Después de todo, su infausta conversación telefónica con el mandatario ucraniano ocurrió justo al día siguiente de que Robert Mueller compareciera en el Congreso para rendir testimonio sobre la presunta “colusión rusa” (aniquilando la esperanza demócrata de proceder contra Trump por ese tema).
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El juicio político es un proceso muy cambiante y, a veces, los acontecimientos siguen un derrotero que ni siquiera los expertos pueden prever. El partido se echaría a temblar si Trump perdiera el voto crítico de los estados indecisos. ¿Ese temor sería tan abrumador para que los senadores pidan a Trump que renuncie y así evitar una votación pública para destituirlo? Y llegado el día de las elecciones, ¿sería posible que un presidente debilitado amenazara el control senatorial del GOP?
A la fecha, las encuestas de Partido Republicano han sido muy sólidas y apuntan a que eso es altamente improbable. Pero, de no serlo, la enfurecida base electoral de Trump votaría por Mike Pence, Nikki Haley o cualquiera que obtenga la nominación tras la salida de millonario. En todo caso, se espera que Trump sobreviva y hasta repunte, como hiciera Bill Clinton tras el fallido impeachment republicano de 1998.
Repito, no hay nada garantizado. La elección de Trump trastocó todas las normas y las expectativas políticas. Así que su juicio político podría hacer lo mismo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek