Hace diez años, después de obtener pilas de dinero apostando con los recursos de alguien más, Wall Street casi implosionó, y la administración saliente de George W. Bush y la entrante de Obama rescataron a los banqueros.
Estados Unidos debió aprender tres lecciones de la crisis. No lo hizo. Por eso está en un peligro constante.
Primera lección: la banca es un negocio riesgoso con aspectos positivos enormes para los pocos que apuestan en ella, pero con aspectos negativos todavía más grandes para los muchos cuyas apuestas resultan mal. Ello significa que son necesarias las salvaguardas.
Las protecciones creadas después del crack de Wall Street en 1929 funcionaron por más de cuatro décadas. Hicieron aburrida la banca. Pero a partir de la década de 1980, cierta cantidad de salvaguardas fue suavizada o abolida por el hambre cada vez mayor de Wall Street de ganancias y su creciente influencia política. Conforme los políticos de ambos partidos dependieron más y más de Wall Street para su financiamiento de campaña, la prisa para desregular se convirtió en una estampida. Comenzó en 1982, cuando el Congreso y la administración de Reagan desregularon a las asociaciones de ahorros y préstamos, permitiéndoles que se comprometieran en préstamos comerciales riesgosos, mientras se continuaba asegurándolas contra pérdidas mayores. No es de sorprender que los bancos se metieran en problemas grandes y terminaran necesitando un rescate financiado por los contribuyentes.
El siguiente parteaguas se dio en 1999, cuando el Congreso y la administración de Clinton, con el entonces secretario del Tesoro, Robert Rubin, abolió la Ley Glass-Steagall, un mandato de 1933 que les había prohibido a los bancos el apostar con los depósitos comerciales (por cierto, yo fungí como secretario del Trabajo en la administración de Clinton, pero ya no estaba en el gabinete en este momento).
Luego, en 2000, el Congreso y Clinton le prohibieron a la Comisión de Negociación de Futuros de Productos Básicos que regulara la mayoría de los contratos derivados en el mercado secundario, incluidas las permutas de incumplimiento crediticio (uno de los complicados instrumentos financieros en el centro de la catástrofe de 2008). El golpe de gracia se dio en 2004, cuando la Comisión de Bolsa y Valores de George W. Bush les permitió a los bancos de inversión que tuvieran menos capital en reserva. Luego se dio el crack de 2008, al cual le siguió otro intento de imponer salvaguardas, la Ley Dodd-Frank.
¿Y ahora? La influencia política de Wall Street es tan grande como siempre, lo cual explica por qué las restricciones de la Dodd-Frank ahora son suavizadas y allanan el camino para otra crisis.
La segunda lección que debimos aprender, pero no lo hicimos: el ensanchamiento de la desigualdad. En las décadas que llevaron a 2008, los salarios estancados provocaron que muchos estadounidenses se endeudaron terriblemente y usaran el valor creciente de sus hogares como colateral (más o menos lo mismo que pasó en los años que llevaron al desastroso 1929). Los bancos de Wall Street estaban encantados de aceptarlo —prestando descuidadamente y a menudo de maneras predatorias— hasta que estallaron las burbujas de la vivienda y la deuda.
¿Y ahora? El problema subyacente de los salarios estancados, con la mayoría de las ganancias económicas destinadas a los altos puestos, todavía está con nosotros. Una vez más, los consumidores están endeudados terriblemente, lo que invita a otra crisis.
La tercera lección que no aprendimos tiene que ver con el amañamiento de la política. Después de la Gran Recesión, muchos estadounidenses se percataron de que Wall Street, las grandes corporaciones y los ricos habían comprado nuestra democracia. Los estadounidenses vieron cómo fueron rescatadas las compañías financieras, mientras que los dueños de casas, de repente debiendo más por sus hogares de lo que estos valían, recibieron poco o nada. Millones perdieron sus empleos, ahorros, pensiones y hogares, pero los financieros y los grandes inversionistas salieron más ricos que antes. Los banqueros que cometieron fraudes graves no fueron castigados. Los bancos grandes como Wells Fargo siguieron quebrantando las leyes con impunidad.
Muchos funcionarios involucrados en desregular a Wall Street se convirtieron en altos ejecutivos de los bancos que se beneficiaron con la desregulación. Algunos involucrados en redactar la Ley Dodd-Frank ahora son empleados de las mismas instituciones financieras que la están suavizando. Mientras tanto, las grandes corporaciones y los individuos adinerados han seguido inundando a Washington con dinero, convirtiéndolo en la capital del “capitalismo clientelista”.
La indignación amplia por todo esto avivó al Partido del Té en la derecha y, brevemente, al movimiento Ocupemos en la izquierda. Ambos se transformaron, con el tiempo, en dos candidaturas contra el sistema en 2016: el populista autoritario Donald Trump y el populista democrático Bernie Sanders.
¿Y ahora? La furia contra el sistema sigue siendo la fuerza más dinámica en la política estadounidense. Trump la ha usado para evocar conspiraciones racistas y xenófobas y para crear el régimen más autoritario en la historia estadounidense moderna. Él prometió “drenar el pantano”, pero lo ha hecho más grande y más sucio.
Los demócratas no saben si simplemente oponerse a Trump y su autoritarismo, o si apoyar una agenda reformista para quitarle el control de la política y la economía a los intereses pudientes. Pero para hacer esto último tendrían que ir en contra de quienes los han financiado por décadas. Desearía tener más confianza en que lo harán.
Es triste decir que, diez años después de la crisis financiera, parece que hemos aprendido muy poco. Con algo peor: ahora tenemos a Trump.
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Robert Reich es profesor titular de política pública en la Universidad de California, campus Berkeley, y alto investigador del Centro Blum para Economía en Desarrollo. Fungió como secretario del Trabajo en la administración de Clinton.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek