Segunda de cuatro partes
Hace seis décadas, en noviembre de 1965, el gobierno cubano instauró las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), un sistema de campos de trabajo forzado que operó hasta 1968 y por el que pasaron más de 25,000 personas. Presentadas oficialmente como una forma de “reeducación” y “contribución al desarrollo económico del país”, las UMAP fueron, en realidad, un mecanismo de represión social, dirigido especialmente contra varones considerados “indeseables” por sus creencias religiosas, por ser dulce vida o por su orientación sexual.
Las víctimas de las UMAP fueron en su mayoría religiosos —como testigos de Jehová y católicos—, artistas, intelectuales, homosexuales y otros sectores acusados de “conducta impropia” o de no encajar en el modelo del “hombre nuevo” promovido por el régimen.
En condiciones extremadamente duras, muchos sufrieron maltratos físicos y psicológicos, trabajos forzados en cañaverales, hambre, aislamiento y humillaciones sistemáticas. Aunque el sistema fue desmantelado tras múltiples críticas internas y externas, durante años el tema fue un tabú en la historia oficial cubana.
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A 60 años de su creación, el recuerdo de las UMAP sigue dividiendo opiniones. Mientras el gobierno ha reconocido parcialmente “errores del pasado” sin asumir responsabilidades plenas, numerosas víctimas y organizaciones por los derechos humanos insisten en la necesidad de verdad, justicia y reparación. En la actualidad, el tema ha vuelto al centro del debate público y académico, con testimonios, investigaciones y documentales que buscan rescatar una parte dolorosa de la memoria histórica cubana.
¡EN EL EJÉRCITO NO HAY SINDICATO!
Los gritos de “¡De pie!” se escucharon antes del amanecer. Algunos de los hombres, también gritando, dijeron que no sabían qué significaba “De pie”. Los soldados llevaban lámparas de mano y recorrían el barracón instando a levantarse. Algunos de ellos pateando con fuerza el piso mientras repetían “antes del amanecer, antes del amanecer”.
El barracón estaba rodeado de jeeps y tres o cuatro camiones del Ejército. Los faros de estos ofrecían la única luz. Serían en total 80 o 90 hombres. En la penumbra, los soldados repartieron un pedazo de pan con algo que debía ser mantequilla. Algunos de los citados exclamaban “agua”. Un soldado, sobre todo ese, cuando escuchaba esta expresión respondía en alta voz: “¡En el ejército no hay sindicato!”.
Debieron subir a los camiones en medio de la oscuridad. De nuevo, en los extremos de la plancha iban soldados, ahora con fusiles. El silencio, el silencio de los hombres, se podía tocar, si descontamos algunos quejidos, rezos, suspiros. Se escuchaban realmente los ruidos de los motores, de algún ave nocturna, de las ramas pegando contra los laterales de los camiones: el camino era de tierra y estrecho, lo decían los baches.
Antes de la parada final, los camiones se detuvieron. Reanudaron la marcha cuando el sol ya apuntaba. Finalmente, fueron a dar a una explanada rectangular cruzada por las líneas del ferrocarril. Allí estaban otros militares, que “recibieron” a los encartados de mano de los anteriores. Arrimaron a los hombres hacia un lado, los amontonaron más bien custodiados por un grupo de guardianes con fusiles en posición de Apunten.
UN VIAJE A LAS UMAP EN TREN
Se sintió a lo lejos el ruido de una locomotora, que al fin, cuando pasó, resultó ser de color negro, antigua, de vapor, y que arrastraba una ristra de vagones de carga, cerrados. El convoy se detuvo y dos soldados, que tenían aires de jefe, fueron hasta uno de ellos y regresaron con otros militares que cargaban unas calderas grandes que, luego se sabría, contenían leche. Una leche acuosa, tibia. No todos los citados traían vasos y esto demoró el trámite: unos debieron esperar a que terminaran de beber los otros, los que sí traían vasos.
Ya en la claridad, fue posible ver que el promedio de los citados se hallaba magullado, con las ropas renegridas de churre y cagarrutas de chivo, y el miedo en toda la cara. Unos, extrañamente, habían acudido a la citación vestidos de blanco.
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Los soldados ordenaron hacer una fila paralela a los últimos vagones, y cuando la avanzada de los reclutados llegó justo a la entrada del primero de estos últimos, que tenía la puerta abierta, mandaron a subir. Uno de los hombres, gordo más bien, de cabello —según el reflejo que indicaba su corte al rape, según aclaraba la citación recibida— rojizo como la piel, quizás de 25 años y que cuando estaban repartiendo la leche se había hecho llamar María Elena, dijo entonces: “Yo no puedo subir”, mientras mostraba sus manos ocupadas con sendos maletines y, agarrada contra una axila, una bolsa de tela. Se apartó de la fila.
TREPAR ENTRE FILOSAS PIEDRAS
Un soldado se le acercó moviendo la cabeza de un lado a otro. Lo conminó rozándole el pecho con la culata del fusil. Pero el de pelo rojizo negó con la cabeza y, con varios gestos de cara, volvió a llamar la atención sobre su equipaje. El soldado silbó llamando a uno de sus pares que se encontraba lejano de la fila. Este se acercó y a una orden tomó los dos maletines del pelirrojo y los impulsó hacia dentro del vagón. Y abrió la bolsa de tela. Era un osito de peluche, muy gastado, raído, rosado un día. A una orden, el soldado que se había acercado lanzó el osito lejos, contra la yerba.
Los laterales de las líneas estaban rellenos de piedras filosas, sobresalientes. Para los hombres de más edad, para los más pesados, para los menos preparados físicamente, en fin, no resultaba sencillo subir desde las estelas de piedras que atemorizaban a la vez que dificultaban el equilibrio, de un solo movimiento al piso de los vagones, como querían los soldados. Uno, que luego diría se llamaba Agustín San Román, muy alto, delgado, mulato, de unos 30 años, trastabilló y fue de rodillas contra las piedras. Se quejó en silencio. Cojeando, recogió sus pertenencias y las deslizó hacia dentro del vagón. Dos de los que ya estaban dentro lo ayudaron, tuvieron que arrastrarlo hacia sí.
Cuando ya todos habían subido, aparecieron por un camino enyerbado, enfrente, otros camiones de donde los escoltas hicieron bajar a grupos semejantes. Pasaron por el mismo proceso, leche incluida desde las calderas.
LOS GOLPES EN EL CUERPO SE PUEDEN COBRAR
Cuando ya los últimos en llegar habían subido, las puertas de los vagones, sin embargo, continuaron abiertas. Y unos minutos después se escuchó el ruido propio de otras que se abrían; eran las de los vagones delanteros. Voces que llegaban desde allá. Gritos de los soldados que, hacia allá, lejos, acarreaban otras calderas de leche.
En un rincón del vagón que ocupaba, María Elena se acariciaba el rape de su cabellera rojiza, sentado sobre sus dos maletines. Tenía la vista perdida en el piso, repleto con los cuerpos de sus compañeros de viaje.
Si se miraba hacia los cuatro puntos cardinales no se veía a nadie que no fueran los soldados y los citados.
Se escucharon gritos que avisaban que ya iban a cerrar las puertas. “El tiempo apremia”, gritaba uno de los que venían dando la orden a los que se hallaban apostados en las puertas.
Era la media mañana del domingo 19 de julio de 1966.
En el vagón que le había tocado, uno de los hombres, de unos 20 años y cuya cabellera debió de ser frondosa —negra era— antes de pelarse al rapado, gritó casi:
“Los golpes en el cuerpo se pueden cobrar, pero no hay vida que alcance para cobrar la humillación”. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Su obra más reciente es Un mariachi viejo. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.